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Category : Tomás Montero Torres

Martha Patricia Montero

La Tarahumara: una deuda de más de 60 años

El 13 de junio de 1953, el fotorreportero Tomás Montero Torres y el cronista Ignacio Mendoza Rivera partieron de la Ciudad de México, en un avión DC-3 de la empresa LAMSA, rumbo a Chihuahua, como primer escala para su destino final: la Sierra Tarahumara. Enviados por el semanario ilustrado Mañana, lograrían un muy extenso reportaje que se publicaría a lo largo de 10 números continuos de la publicación, bajo los esclarecedores títulos de “En la ruta de las llanuras abandonadas”, “Hambre, sed y enfermedades en la Tarahumara”, “Misión de Sisoguichi: donde renace una raza”, “Ropiri Brama: el pescador de almas”, “Siquirichi: una obra de salvación en desamparo”, “El saqueo de Ganochi”, “Rarámuri: el indio de los pies alados”, “La superstición: ruina de la raza india”, Prudencia y bondad: virtudes que gobiernan a la raza Tarahumara”, “Huída a las montañas” y “Rostros tarahumaras”.

Dirigido por Daniel Morales y contando -entre muchos- con colaboradores de la talla de los Hermanos Mayo y Arno Brehme en la imagen, y Salvador Novo, Jaime Torres Bodet y Carlos Septién García en la escritura, el semanario Mañana hacía honor a su activa participación en la llamada “época de oro de las revistas ilustradas en México”, otorgando créditos con igual importancia a Mendoza Rivera y a Montero Torres, e incluyendo en su muy detallada “misión periodística” una cantidad profusa de fotografías. Ya desde el principio, dos señalamientos cruentos; el primero como pie de imagen: “La tierra norteña, anémica, agoniza por la sed prolongada en cinco años y niega sus frutos a los hombres y a los animales. La vida sucumbe y por todo el camino se repite este cuadro aterrador: el caballo muerto y el zopilote listo a devorar la carroña”; el segundo como parte de un recuadro introductorio: “Ignacio Mendoza Rivera, redactor de Mañana, y Tomás Montero Torres, fotógrafo, recorrieron más de mil kilómetros en el curso de su exahustiva jornada. Primero contemplaron el panorama de la tierra mexicana que se muere lentamente por falta de agua. Después, en la entraña misma de la tierra del indio rarámuri, fueron testigo de las flagelaciones que sufren los tarahumaras a consecuencia del hambre y de las injusticias de los blancos”.

Los dos comisionados por la publicación hicieron 17 horas de Chihuahua a Creel -su primer parada- a bordo del ferrocarril Kansas City México y Oriente. Ya desde ese momento sus ojos se impactaron con el suelo erosionado que se prolongaría a lo largo de toda la Sierra Tarahumara que, “como otros lugares de Chihuahua, fue un emporio de riqueza, pero la sequía y la voracidad de algunos terratenientes se confabularon hasta arruinarla”.

"Por este tramo pasaba un río, ahora solamente queda la ruina de la tierra. ¿Acaso será posible que el hombre permanezca en este inhóspito suelo? ¡No! se diría. Sin embargo, muchos seres viven aferrados a él".
“Por este tramo pasaba un río, ahora solamente queda la ruina de la tierra. ¿Acaso será posible que el hombre permanezca en este inhóspito suelo? ¡No! se diría. Sin embargo, muchos seres viven aferrados a él”.

Las siguientes paradas de estos nómadas de la información serían: Bocoyna, Sisoguichic, Cerocahui, Batopilas, Chinatú o Guadalupe y Calvo, entre otros, a los que llegarían tras jornadas de varias horas en camioneta, a lomo de mula o caballo, e incluso a pie. “Cerca de 120 mil almas, adheridas a las peñas y a los escabrosos planos de la Sierra Tarahumara son, en la actualidad, víctimas indefensas del hambre y la sed. Los indios tarahumaras sufren de la carencia de alimentos, particularmente, porque han sido flagelados por el azote de una sequía prolongada en cinco años que les ha arrebatado los exiguos productos de su tierra, paupérrima y degenerada. Además, el terrible azote de la carencia de agua no sólo ha calcinado los suelos de los indios rarámuris sino que, como plaga incontenible, aniquila lenta y pavorosamente las pocas cabezas de ganado que tienen para su manutención. De esta manera y en estas desastrosas condiciones, la voz trágica de los tarahumaras se vuelve un lastimoso eco que recorre todo el ámbito de la sierra y de las principales ciudades del estado de Chihuahua, pidiendo limosna”.

¡Korima! -escucharon Ignacio Mendoza y Tomás Montero más de una vez, mientras algún rarámuri se les acercaba con la palma extendida solicitando ayuda-; y a lo largo de los días que convivieron con esta región y sus nobles habitantes también llegaron a padecer hambre y sed.

“La tierra paupérrima de la Sierra Tarahumara es irónica. Se abre al impulso del surco, pero cuando los hombres quieren recoger el fruto de su trabajo les niega, definitivamente, la más mínima planta”.

Además de dejar registro, con sus palabras e imágenes, del hambre y el abandono, los enviados de Mañana se darían tiempo para conocer y testimoniar otros hechos, como el saqueo de la Cueva de Ganochi –lugar de gigantes-; caverna de unos 12 metros de profundidad y en cuyas entrañas “se esconde una parte del pasado de la raza tarahumara. Los restos de los antiguos moradores de la sierra permanecen ocultos, conservándose de esta manera el secreto de las antiguas costumbres rarámuris que determinaron la manera de ser de los actuales habitantes de la Tarahumara. Sin embargo, la voracidad de algunos aventureros procedentes de países extraños, ha roto en algo el enigma de la tumba india. Decenas de momias que descansaban en el silencio del sepulcro han sido sacadas irrespetuosa e ilícitamente; según versiones de los guías fueron llevadas al Museo de Chicago”.

En las páginas amarillentas y gastadas del semanario de los años cincuenta, queda también una visión prejuiciosa hacia las costumbres de los rarámuris: “…el indio de la planta corredora va dejando tristemente su precaria existencia en el cúmulo de supercherías perniciosas que, como lastre, le heredaron sus antepasados”. Lo que hoy causa respeto y se admira como parte de una cosmogonía de fuerte raíz espiritual, se percibía en aquel entonces como “una esclavitud espiritual casi indestructible”.

Y aún así, puede percibirse que Ignacio Mendoza Rivera y Tomás Montero Torres permitieron que sus propios espíritus se cimbraran en el convivio cercano con los rarámuris, y se dejaron tocar por la fuerza de los sukuruames -hechiceros- y admiraron la alta dignidad del siriame -quien posee el don de la elocuencia-. Presenciaron con admiración a las corredoras rarámuris, “que como estrellas fugaces cruzan el desierto”, y admiraron la notable resistencia de los hombres que, de requerirse, pueden recorrer “hasta 100 kilómetros sin descanso”.

Entre el primer reportaje publicado y el último, dedicado a los “Rostros Tarahumaras”, se percibe que los corresponsales de Mañana se dejaron trastocar los corazones. Las descripciones visuales y textuales contemplan a los rarámuris con mayor intimidad y gozo: “Los ojos de la mujer tarahumara son tiernos, brillantes. A veces almendrados y en ocasiones perfectamente circulares. Muchos hay que son grandes, negrísimos; otros muy pequeños, como gotitas de agua. Los ojos siempre están brillantes, como estimulados por una fuerza invisible que transmite ese brillo a los dientes parejos y sólidos. La vida palpita en sus pómulos carnosos y la dignidad brilla en su frente, que es como media luna en menguante. Las orejas son delgadas, grandes, y en todo el conjunto facial de la india joven vibra la inquietud sexual de su edad, pues es atractiva y propicia a humanos deseos” / “En el broncíneo fulgor de la cara de los adolescentes tarahumaras late la inocencia. Sus ojos, de características aún indefinidas, miran con una confianza inaudita. Su sonrisa es blanca, como blanca es su alma. Tienen el cabello negro y apenas si pinta sus cejas un bello disparejo y brusco”.

“El rostro indio es un reflejo de lo que acontece en su alma. En todas las líneas de su cara se intensifica el sístole diástole de su corazón y en el brillo de sus ojos se manifiestan uno a uno los sentimientos que bullen en su interior. La cara del indio tarahumara es una prolongación de vibraciones. Sugerente y firme relata todo lo que acontece al numeroso pueblo rarámuri en su paupérrima existencia por los caminos de la Sierra Tarahumara, que esconde en sus entrañas el pasado, el presente y el futuro de los indios de la planta corredora”.

Quien iba a decir que esta última frase, que cierra el largo reportaje de diez entregas, iba a ser premonitoria de la situación de los tarahumaras más de 60 años después, en este 2012 de un siglo diferente; y que la sed y el hambre iban a prevalecer como una triste constante de esta línea de tiempo entre aquellos instantes registrados textual y fotográficamente para la posteridad y hoy. Releyendo lo escrito por Ignacio Mendoza y viendo las imágenes legadas por Tomás Montero Torres, volvemos a cimbrarnos; más aún, sabiendo que su realidad paupérrima y de abusos no ha logrado transformarse. Nuestra deuda con ellos es honda, no hay duda.

Siqueiros de puño y letra

Tengo muy presente el día que, llena de curiosidad, me puse a revisar por vez primera y al azar una parte del archivo del abuelo que estaba ordenada alfabéticamente. Me impresionaba saber, después de cuarenta años de su muerte, el universo en el que él se movía, y lo que más me conmovía en ese momento -por mi propio quehacer profesional- era tener en mis manos sobres con los nombres de personajes clave de la cultura del México postrevolucionario, una época que me cautivaba por la creatividad y apasionamientos que habían caracterizado a muchos de ellos. En parte fue una experiencia frustrante, ya que se trataba de negativos (alrededor de 18 mil de un total de más de 86 mil, como ahora ya sabemos) y yo no tenía las habilidades para “leerlos”. ¡Ahora tampoco, aclaro! Aún así y con extremo cuidado -y guantes por recomendación de una amiga- cada tanto sacaba algunos tratando de descifrarlos. Calculo que mi emoción era parecida a la de quien tiene en sus manos un diamante en bruto e imagina la especial brillantez que esconde dentro. Aunque su faceta y valor como fotoperiodista se nos ha ido revelando en los últimos tres años, sí tenía muy claro que mi abuelo Tomás Montero era un artista. Sabía de siempre que había estudiado pintura en la Academia de San Carlos y su vocación por esta disciplina del arte lo acompañó toda su vida. En casa de mi abuela, en la de mis tíos, en mi casa paterna, en la mía propia, ahora, hay obras hermosas hechas por él: vírgenes, cristos, paisajes, miniaturas… Con ese sentido de la estética -pensaba- sus imágenes fotográficas debían trascender el mero registro testimonial. Recuerdo mucho de esos días de avidez saciada a medias, como por ejemplo, un sobre que con su letra firme y clara, dice “David Alfaro Siqueiros, pintor comunista”. Seguro que hasta sonreí al leerlo. Claro que sabía que Siqueiros había sido comunista, pero desde la lectura de este siglo XXI la aclaración me parecía contener un mensaje cifrado, y más que aportarme sobre el pintor me otorgaba un cariz acerca del abuelo. Sí, esa frase corta contrastaba bien con sus pinturas religiosas y su estirpe michoacana.

Gracias al trabajo hecho en equipo con mi hermana Claudia y mis primas Silvia y Julieta, y a personas profesionales que nos han asesorado o que se nos han sumado en el camino, hoy es posible que cualquier persona interesada pueda ver y/o consultar en una base de datos 20 mil fotografías hechas por Montero Torres. Las temáticas son muy, muy variadas. Cada vez me sorprende más ese abuelo mío, con quien converso cada tanto y a quien admiro y quiero profundamente. De las fotografías que le hizo a Siqueiros son varias las que me gustan, pero hoy quise compartir con ustedes dos que hacen honor a su faceta “comunista” más que a la de pintor: dando un discurso con sus gestos sumamente expresivos, y sus manos lo mismo en puños que en abierta exclamación, su cabello incendiario. Fiel a sí mismo, y a la fuerza contundente que nos legó en cada una de sus obras pictóricas. Un sencillo aporte para recordarlo, ya que ayer se conmemoraron 38 años de su muerte: dos negativos preservados en el tiempo, indicando con puño y letra del fotógrafo su clara identidad.

La Virgen del Tepeyac

México tiene en su calendario fechas que son el contrapunto de la cotidianidad e incitan a la reflexión. Una destaca por su fuerte carga simbólica y espiritual: el 12 de diciembre de cada año, desde que en 1531, apenas diez años después de la Conquista de México por el entonces imperio español, una virgen morena se le apareciera en el Cerro del Tepeyac al indio Juan Diego y le hablara en su lengua nativa, la náhuatl. Algunos afirman que utilizó la palabra “coatlallope” -del “coatl” serpiente, la preposición “a” y “llope”, aplastar- “la que aplasta la serpiente”; aunque hay quienes afirman fue el vocablo “tlecuauhtlapcupeuh”, que significa: “la que precede de la región de la luz como el Águila de fuego”. Fuera uno u otro, a los oídos de los frailes españoles sonó como el extremeño “Guadalupe”, que fue finalmente el nombre que se le quedó.

480 años han transcurrido desde ese primer encuentro, entre una religiosidad encarnada en lo femenino, rural, noble, sencillo y esperanzador; y la raíz honda, indígena, subyugada y ardorosamente necesitada de cobijo, encarnada en lo masculino.

Si bien el fervor no ha perdido intensidad, sí se ha ido modificando en algunas manifestaciones, lo mismo que el entorno urbano en que se celebra. Tomás Montero Torres, fotorreportero ávido y febril en su trabajo no podía dejar de lado el registro de esta devoción guadalupana. En su archivo existen cientos de imágenes sobre las peregrinaciones anuales, con ópticas interesantes… Basten unas imágenes de ejemplo:

Dedicando flores a la Virgen, una pequeña nos absorbe en su mirada…
Dedicando flores a la Virgen, una pequeña nos absorbe en su mirada…

Además de su pasión por la fotografía, Tomás Montero Torres ejercía en paralelo otras disciplinas plásticas. Aquí incluimos una miniatura de su autoría, inspirada en el estandarte que utilizaron las fuerzas insurgentes en 1810. Lo realizo para un boletín promocional de Aeronaves de México en la década de los cincuenta.

Con materiales distintos al milagro que se plasmó en la burda trama del ayate, tosco textil hecho con fibras de maguey, pero con el mismo entramado de significados. Matrona milagrosa, morenita de México.

¡Cantinflas Aviador!

Y no es que estemos hablando de un político como tantas veces los retrató el genial cómico, sino que entre sus múltiples papeles, Mario Moreno Canfinflas encarnó a un novel estudiante de aviación, quien por azares del destino se hizo al vuelo en compañía de otro cadete  pensando uno que el otro era el instructor, todo esto en la película ¡¡A volar joven!!

En la película Sube y Baja, cómo olvidar la escena del peladito, ya refinado, sentado cómodamente junto a su amigo abordo de un avión, mirando como todos se veían chiquitos como hormigas, ¡¡¡ Y cómo no!!! -decía Cantinflas–  ¡¡¡No sea baboso, que no ve que sí son hormigas, si todavía no despegamos¡¡¡

Ahora que recordamos el natalicio de este gran actor mexicano, no podemos dejar de lado que, como muchos otros grandes de los espectáculos, el genial Cantinflas disfrutaba de volar y de la placentera sensación de andar por los aires recorriendo el mundo, pero no en ochenta días, sino en mucho menor tiempo.

Para cumplir con sus contratos, Mario Moreno se valió del  avión para viajar por México y el extranjero, colocándose a la par de personajes como Ray Charles o Frank Sinatra, que también contaban con sus propios aviones privados y con los cuales viajaban por el continente.

En ocasiones, Mario volaba alguno de sus aparatos bajo el cuidado de los pilotos, quienes daban rienda suelta a los sueños de aquel hombre que tuvo que luchar desde muy pequeño para alcanzar un lugar. Ya con dinero y fama, Cantinflas se dio el lujo de adquirir un bimotor Douglas DC-3 para 21 pasajeros, avión que mandó modificar para colocarle una recámara y asientos en forma de butaca, para el actor y sus invitados; aparato con el cual recorrió distintas ciudades de América Latina y Estados Unidos, a mediados de los años cincuenta.

Tras varios años de servicio, Mario Moreno cambió este avión por un Martin 4-0-4, que era un aparato con características distintas y de mayor velocidad. A este avión le mandó colocar el número “777”, que caracterizó al actor en sus películas y tenía para él un significado especial.

Del Archivo Tomás Montero Torres seleccionamos esta foto, en donde aparece Mario en una de las filas del Martin 4-0-4 con sus compañeros de viaje, seguramente para filmar una película o para una de tantas presentaciones personales. Este avión tenía una capacidad de hasta 40 pasajeros, estaba presurizado para volar a gran altura y evitar las tormentas, arribando a su destino en menor tiempo que el DC-3, ya que sus motores le permitían alcanzar velocidades cercanas a los 500 km/hr.

A lo largo de su carrera cinematográfica, Mario Moreno caracterizó a un sinnúmero de personajes, entre estos al iluso estudiante de aviación que, por temor a aterrizar el avión del cual poco sabía, prefirió junto con su compañero permanecer en el aire hasta que el combustible se agotó, e inevitablemente los forzó a ambos a maniobrar y volver a tierra sanos y salvos.

En la vida real, el actor contó con los servicios del piloto Xavier Garagarza, galardonado por su vuelo México-Roma a través del Océano Atlántico, odisea equiparable al viaje en globo en la Vuelta al Mundo en Ochenta Días, aventura que le valió la confianza del gran mimo, quien confió su seguridad personal y la de su familia a las experimentadas manos del aviador quien, junto con los aviones, siempre llevó a buen puerto al actor, icono de un México que hoy en día lo sigue recordando.

(*) Alfonso Flores es Presidente de la Sociedad Mexicana de Estudios Aeronáuticos Latinoamericanos, A.C. y es un gran honor para el Archivo Tomás Montero Torres contar con esta colaboración especial de su parte.

Mario Moreno “Cantinflas”, 100 años del gran mimo de México

Fue Mario Moreno Reyes un gran comediante de la historia mexicana, quien dio vida a “Cantinflas”, personaje histórico surgido en los años 30, el cual nos dejó un gran legado de historias, películas, series animadas, frases y millones de sonrisas en cada uno de los rostros de quienes alguna vez lo vimos y lo seguimos viendo en sus numerosas participaciones.

Identificarlo es fácil y grato, ¿cómo no acordarnos de ese único y característico estilo despreocupado? Ese personaje de barrio de origen arrabalero y su caracterización tan peculiar, que adoptó de la imagen del “Chupa milpas”, muy popular en las tiras cómicas de aquel entonces, con un aspecto descuidado, camiseta larga, desgastado pantalón a punto de caer, que por cinturón usaba un mecate, por corbata un paliacate y al hombro un trapo al que llamó “mi gabardina”.

Su carrera es reconocida por el  talento nato que poseía “el comediante de México”. Comenzó su carrera artística desde muy pequeño, dejando claro que era una persona audaz, ya que a los 16 años escapó de su hogar para comenzar su gran aventura. Pasó por el ejército nacional fingiendo ser mayor de edad, para después incorporarse al teatro en Ciudad Juárez y, desde entonces, él anhelaba que su vida estuviera llena de fama y triunfos en los escenarios, sin imaginarse que hoy sería toda una leyenda.

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Miguel Bernal Jiménez, músico y compositor (1910-1956)

Mi abuelo fue un hombre visionario y muy adelantado a su época, un hombre que iba contra corriente. Nació en 1910, en un panorama enrarecido por la Revolución Mexicana, donde la religión era una constante persecución. Había una intolerancia por parte del Gobierno a cualquier credo, problemática a la que Bernal se enfrentaría posteriormente, en su vida como músico.

Miguel Bernal Jiménez, con su vocación musical desde niño y su aptitud sobresaliente, decidió irse a Roma a estudiar en la Pontificia Scuola Superiore di Musica Sacra, donde se graduó con mención honorífica en tres maestrías que hizo al mismo tiempo, algo nunca antes visto: Canto gregoriano, Órgano y Composición Sacra. Legó un catálogo de 251 obras, entre música instrumental, vocal, sacra y profana;  lo cual es admirable ya que muere a la edad de 46 años.

Viajo a Europa varias veces, con puestas en escena majestuosas como la Ópera Tata Vasco en Madrid. Fue Director de la Universidad de Loyola, en Nuevo Orleans, Luisiana; Director del Conservatorio de las Rosas, Primer Conservatorio de América en Morelia, Michoacán, y fue probablemente en ese período que conoció al Maestro Tomás Montero.

Por las fotos tomadas por Montero Torres a Miguel Bernal suponemos – sus nietas Martha Montero, Silvia Sánchez Montero y yo, nieta de Bernal- que tenían una relación de amistad, ya que no son fotos donde Bernal está solo trabajando, o dirigiendo alguna orquesta o coro; sino la más grata sorpresa fue ver a un Miguel Bernal tierno, cariñoso, en un entorno familiar.

 

Una foto en particular, que me mostró otro rostro de mi abuelo, es una escena donde él está con uno de sus hijos en sus piernas, mostrándole con tanto amor su bella ciudad natal, Morelia, desde lo alto de la Iglesia de San José, donde al fondo se puede ver la catedral.

Otra foto increíblemente bien realizada es donde Miguel Beernal Jiménez está dirigiendo desde las escalinatas del Teatro J. Rubén Romero, y puedes ver su expresión de pasión por lo que hacía y amaba: la música.

Para mi, lo verdaderamente interesante del trabajo fotográfico de Montero es que tenía la destreza de reflejar, en cada foto que le tomaba a Miguel Bernal, sus sentimientos y plasmarlos en papel, tarea que sólo los  grandes fotógrafos pueden lograr.

(*) Verónica Bernal Vargas es nieta de Miguel Bernal Jiménez y Directora General del Festival de Música de Morelia. Tuvimos la fortuna y el gran placer de conocerla en noviembre de 2010, cuando conmemoraban justo el centenario del natalicio de su abuelo, el gran compositor y director que le da nombre a un festival de gran prestigio a nivel nacional e internacional. Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un honor su colaboración en este espacio y le agradecemos de todo corazón.

Al fondo (i. a d.): Adrián García Cortés, Domingo Álvarez Escobar, José N. Chávez González, Tomás Montero Torres y Rubén Zúñiga Fuentes. Al frente (i. a d.): José Antonio Moreno, Alberto Antonio Loyola, Águeda Ruiz Padilla, Guillermina Álvarez, Amelia Córdoba, Juan Manuel Rosas Medina e Ignacio Tojyo Tomoka.

Tomás Montero, maestro de periodistas

Al fondo (i. a d.): Adrián García Cortés, Domingo Álvarez Escobar, José N. Chávez González, Tomás Montero Torres y Rubén Zúñiga Fuentes. Al frente (i. a d.): José Antonio Moreno, Alberto Antonio Loyola, Águeda Ruiz Padilla, Guillermina Álvarez, Amelia Córdoba, Juan Manuel Rosas Medina e Ignacio Tojyo Tomoka.

La historia de los medios informativos en México tendría menos lustre sin el papel que la Escuela de Periodismo ‘Carlos Septién García’ ha tenido durante más de seis décadas (celebró 62 años el 24 de mayo de este 2011) como formadora de reporteros, redactores, articulistas, directores, jefes, conductores de noticiarios, comentaristas, editores y, desde luego, fotógrafos de prensa.

Si bien el libro El parlamento de los pueblos (1999), de Alejandro Hernández, que reseña el primer medio siglo de historia de esa institución, no da suficientes detalles al respecto, una de las materias impartidas allí ha sido la de fotografía, y hasta donde hemos podido establecer, don Tomás Montero Torres fue el maestro que la inauguró.

Este redactor siempre había considerado que su generación -que terminó la carrera en 1964- fue la primera en cursar esa materia cuando el plantel estaba en la casona de Guillermo Prieto 60 bis, colonia San Rafael de la capital mexicana, porque antes no existía en el plan de estudios y porque le tocó ver la instalación del laboratorio de revelado durante el semestre en que tuvo como maestro al ya entonces famoso fotógrafo, quien nos mostraba y explicaba su trabajo con fotos impresas en gran formato tomadas por él, las cuales dejó encargadas a alguno de nosotros y lamentablemente desaparecieron.

Así se lo comentamos apenas en 2010 a una de sus nietas, Martha Montero, pero nuestra convicción al respecto se tambaleó cuando, el pasado 15 de marzo, ella nos consultó sobre una fotografía datada en 1954 en la que aparecían el maestro Montero y otras personas, la mayoría de ellas alumnos suyos de un curso de fotografía en la ‘Septién’, en esa época.

Imposible reconocer a esas personas que nos antecedieron por una década, con excepción del propio Montero y de Domingo Álvarez Escobar, a quien tuvimos como maestro en 1960. Pero como asumimos el compromiso de investigar, pedimos ayuda al amigo y colega Salvador Flores Llamas, alumno también de la ‘Septién’ antes que nosotros, y gracias a su auxilio e investigaciones que hizo con otros compañeros, y a unos recortes de prensa que Martha nos hizo llegar, pudimos armar el rompecabezas. Por cierto, Salvador contrajo matrimonio con quien fue nuestra compañera de aula, Anita González Paz y Puente, y viven felices en la colonia Lindavista de la Ciudad de México.

Repasemos la foto de mayo de 1954. Se refiere, dicen los recortes, a la ceremonia de premiación de trabajos al término de un curso intensivo de fotografía periodística que duró cuatro semanas a partir del 3 de marzo y fue impartido por don Tomás Montero cuando la ‘Septién’ tenía su sede en San Juan de Letrán -hoy Eje Central Lázaro Cárdenas- número 23, segundo piso. En esa oportunidad fue anunciado un segundo curso, del cual no existe testimonio alguno… o no ha aparecido.

En aquel curso relámpago, dice una nota sin crédito en El Universal, “juntamente con las explicaciones teóricas se verificaron una serie de prácticas individuales con el lente y por las calles de la ciudad”.

 

Y al final, fueron premiados los mejores trabajos por un jurado que, según la reportera de La Prensa, María Elena Talavera, conformaron el director de la Escuela José N. Chávez González, Rubén Zúñiga Fuentes, dibujante que hizo un retrato de Carlos Septién que donó al plantel, y los maestros Domingo Álvarez Escobar y Adrián García Cortés.

Otro recorte de prensa del que no hay crédito alguno, asegura que uno de los miembros del jurado fue el bien recordado profesor Alejandro Avilés, que luego fue director y en su etapa registró formalmente los estudios de la Escuela de Periodismo ante la Secretaría de Educación Pública, pero no aparece en la foto, como sí, los demás miembros del jurado.

¿Y quiénes son los que aparecen en la imagen? Revísela usted: atrás están, de izquierda a derecha, los ya citados Adrián García Cortés, Domingo Álvarez Escobar, José N. Chávez González, Tomás Montero y Rubén Zúñiga Fuentes.

Y al frente, en el mismo orden y mostrando sus trabajos premiados, José Antonio Moreno, Alberto Antonio Loyola, Águeda Ruiz Padilla, Guillermina Álvarez, Amelia Córdoba, Juan Manuel Rosas Medina e Ignacio Tojyo Tomoka.

Dice la nota de El Universal que “El primer lugar correspondió a la foto del alumno de primer año, Juan Antonio Ruiz, que muestra a un hombre del pueblo agobiado por su miseria; los segundos lugares fueron para los estudiantes Juan Rosas Medina y Alberto Loyola y los terceros para el mismo Loyola y la señorita Agueda Ruiz.” Y que “Las menciones (honoríficas) se hicieron en la forma siguiente: la periodística y la técnica, a las gráficas presentadas por la señorita Guillermina Alvarez y la artística al alumno Alberto Loyola.”

Salvador Flores Llamas nos informó que Guillermina es hermana de María Elena Álvarez, esposa del que fuera presidente del PAN, Abel Vicencio Tovar, y a su vez legisladora.

De acuerdo con la reseña de La Prensa, “El profesor Tomás Montero habló de las cualidades de los trabajos ganadores y las fallas de los que no ganaron por malos elementos artístico, periodístico y técnico” y “felicitó a todos los alumnos de este curso, por el interés que pusieron en el mismo y por los resultados obtenidos, a pesar de las dificultades que se presentaron”. También los exhortó “a buscar el ángulo periodístico de sus fotografías y concluyó felicitando calurosamente y deseando a todos gran éxito para el futuro.”

Un recorte sin datos del periódico a que corresponde, informa por su parte que “El fallo definitivo atendió a tres aspectos en los trabajos premiados, a saber: interés periodístico, conocimiento técnico de la cámara empleada y composición artística”. La fotografía del primer lugar “representa un vendedor de plátanos, que en su ademán deja adivinar la desesperación de la miseria”.

Después de aquel curso intensivo en la ‘Septién’ deben haber pasado diez años antes de que el maestro Montero volviera a impartir clases allí. Salvador Flores Llamas nos informó que “Tomás Montero no dio clases mientras yo estuve en la escuela, y creo que por mucho tiempo”.

Y cuando el maestro volvió en 1964, entre las fotografías suyas que nos mostró había una de su amigo -para entonces ya fallecido- Carlos Septién García -con quien trabajó en la revista La Nación, del PAN- vestido de paisano durante la peregrinación anual de Querétaro a la Basílica de Guadalupe.

Volvimos a ver esa foto el año pasado gracias a la gentileza de Martha Montero, quien nos la envió. Ojalá que pronto ponga en su blog una serie fotográfica con las imágenes que captó el maestro Montero de este periodista queretano, que dirigió también la Revista de la Semana de El Universal, fue un excelente cronista taurino, dirigió la Escuela de Periodismo que lleva su nombre y falleció a los 38 años en un accidente aéreo en Nuevo León, el 15 de octubre de 1953, cuando cubría una gira del entonces presidente Adolfo Ruiz Cortines.

(*) José Antonio Aspiros Villagómez es un destacado periodista, colaborador de varios medios prestigiosos y egresado de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Supo de su maestro de fotografía el 6 de agosto de 2010, cuando leyó un artículo de Alberto Solís publicado en la sección Cultura del diario Milenio, sobre el proyecto de Rescate y Difusión del Archivo Tomás Montero Torres, gracias al apoyo del Fonca. Desde entonces nos ha brindado su apoyo en esta tarea compleja y de largo aliento de forma absolutamente generosa, tanto al compartir sus recuerdos como con su vocación de investigador y su talento. En el archivo nos sentimos honrados con esta colaboración suya.

Tomás Montero, fotógrafo a media tarde

Sabes que estás frente a un fotógrafo de vuelos artísticos por el inmenso paréntesis que se abre al mirar sus placas. Por la vertiente de preguntas que se esparcen en torno a sus imágenes y por el deseo de interrogar a esa luz que robó para nosotros el alma de hombres, mujeres y cosas. Luego, el ojo, que se vuelve una intención a través de una lente, va revelando una escena, una secuencia urgida por moverse; por oler; hablar; carcajearse y maldecir en ese rumor inconfundible de las piqueras de todo el mundo. Tomás Montero, un imaginero que pudo perderse en el olvido, vuelve al encuentro de los ojos en un tiempo signado por la saturación visual, por la polisemia y el vacío. Para un amante de la ciudad como yo, devoto del olvido, sus impresiones sobre el bajo mundo de las cantinas y pulquerías del México de la posguerra es un excelente pretexto para incrementar el ruido. Así, desde el inefable tufo de las pulquerías, hasta el pulcro lienzo digital, vienen estas imágenes que burlaron su destino de extinguirse en el cruento mundo analógico. En esta serie, un ojo diestro en la mirada furtiva se aventura con su cámara a los bajos fondos, siempre generadores de imágenes dramáticas.

“Mejor aquí que enfrente”; rezaba el mítico letrero de una “pulcata” que por años brindó sus mejores néctares frente al panteón de Dolores, en la Ciudad de México. Aquí, es un instante en el que el regusto de maguey, caña o cebada se interna en el cuerpo para romper la tarde, para recuperar la dignidad perdida y desafiar la vida cotidiana de los barrios poblados de chinas y tarzanes. Aquí, es esa mirada de reto y pavor que inquietó tanto a Octavio Paz cuando trató de descifrar el alma mexicana y que nos contempla desde el pequeño submundo que empieza donde acaba la calle y llega hasta la barra (en tiempos en que estos lugares no cerraban sus puertas, ni excluían a soldados, mujeres y boleros). Aquí, es un viejo, elegante en sus andrajos, que toma pulque en jarro mientras cuida a su nieta, contemplándola desde la embriaguez (no es metáfora); El peladito, mestizo excluido del milagro mexicano, ocupado en mal vivir en algún oficio, alternado con algo de ratería, fuma y bebe con sus “trapos” supervivientes.

La serie de Montero nos muestra unos pocos signos de distinción en los bebedores: en casi todos ellos el bigote y en muchos el pelo engominado a lo Artaud. En las mujeres el chongo, hecho de trenzas, siempre, no sé por qué muy chino. El pachuco se presiente en estos lugares. Una mujer de vestido floreado y saco (ya sé que lo estás viendo) hurga la ropa de trabajo de un joven que bebe pulque sin atenderla; más tarde ella misma bebe un tornillo; la hija de ambos mira todo con asombro y moños en el pelo. Otra señora da el último trago, desafiante, a una “anforita”, mientras carga a su niño.

 

Dos jóvenes inquietantemente adolescentes bailan su romanza afuerita de una cantina. El tendajón que vende espíritus y aguardiente empareja al cargador de guaraches y al burócrata de sombrero Panamá y tímida corbata. La vida pasa aromada de pulques y aguardientes.

 

Tomás Montero eligió el espacio más histriónico de su momento para robarse un puñado de imágenes que nos dicen que algunas cosas no cambian tan rápido como queremos creer. Me sorprende en la serie la presencia de los niños en el entorno de los antros a pie de calle del siglo pasado, era claro que estaban muy integrados al devenir cotidiano (tanto los antros como los niños y entre ellos). Tengo la impresión de que hay algo fundamental que sigue fijo: la vida cotidiana sólo es tolerable con al menos una parada al día para ingerir una bebida espirituosa. La cantina rompe el día y expande, al ritmo de los tragos, el alma furibunda. Una pequeña retribución, quizá un venganza por los traumas del barrio.

La fotografía sepia surge así como un enjambre de preguntas, como el punto visible de un momento del que queremos saber más. El maestro es quien nos propone un entorno y una historia por una imagen fija, lo demás hay que hacerlo cada uno. Esta serie, afortunadamente libre de antropologismo costumbrista, de “testimonio”, es pronto alcanzada por una intención más profunda: la aprehensión de un estado de gracia; su escenografía y sus personajes centrales. En este caso anónimos, desplazados de la narración principal de un desarrollismo progresista que sigue provocando bostezos al fondo de la pulquería.

(*) Joao Barrera es Director de CRC Consultores en Comunicación y Relaciones Públicas,   practica una poética que es prodiga en historias sublimes y es, sobre todo, un entrañable amigo. En el Archivo Tomás Montero Torres agradecemos de corazón su colaboración.

Carreño

Jorge Carreño y Tomás Montero Torres

Con certeza se conocieron… Y en algún momento de sus vidas el fotógrafo Tomás Montero Torres capturó con su cámara las facciones de quien, entre otras proezas, fue el principal portadista de la revista Siempre! -en la que colaboró a lo largo de 27 años- y el prestigioso caricaturista tuvo a bien destacar, con su particular maestría, algunos de los rasgos del reportero gráfico:

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Carreño

Jorge Carreño Alvarado nació en Tehuacán, Puebla, el 8 de marzo de 1929; Tomás Montero Torres en Morelia, Michoacán, el 13 de noviembre de 1913. A pesar de su diferencia de edad, ambos llegarían a la Ciudad de México en la época de su transición a una urbe cosmopolita, con el impulso de perfeccionar una vocación natural por el dibujo, Carreño en la escuela de artes La Esmeralda y en la Escuela Libre de Arte y Publicidad; Montero en la Academia de San Carlos de la UNAM. Los dos se verían inmersos en el apogeo de las revistas ilustradas de la época, lo mismo que en diferentes periódicos, aportando cada cual visiones críticas de lo que les rodeaba.

Esperamos que la investigación del acervo legado por Montero Torres nos devele próximamente más acerca de cuándo y cómo se conocieron, sobre su relación profesional… Por ahora, el detalle personal de la caricatura y las poses relajadas, contentas y en exteriores de las fotografías, permiten recrear una posible amistad…

Iluminando la pista

En estos días, la Compañía Mexicana de Aviación ha vuelto a ser centro de las noticias del ámbito económico por su inminente regreso a la industria aeronáutica. Aunque varios expertos han efectuado, recientemente, cronologías de los rescates financieros a que se ha visto obligada esta empresa, resulta un aliciente para la aviación en México que exista un conjunto de esfuerzos -gubernamentales, de inversionistas, de pilotos, sobrecargos y demás empleados- por mantener en el aire una aerolínea con 89 años de historia…

Como una muestra de estas casi 9 décadas en activo, periodo en el que los avances en tecnología y seguridad también han impactado fuertemente el universo de la aviación, compartimos con ustedes una serie de imágenes singulares tomadas por Tomás Montero Torres. Dan cuenta de la forma en que, hasta hace unos lustros, Mexicana de Aviación iluminaba las pistas para hacer visibles a sus pilotos el camino preparado para su aterrizaje:

Conocidos como “Antorchas”, estos rústicos instrumentos de iluminación exigían, sin duda, una gran destreza para lograr aterrizajes seguros…

Esperemos que en la nueva etapa de operaciones que está por iniciar, Mexicana de Aviación aquilate con creces la experiencia y navegue con luces que la guíen a mejor destino.