México tiene en su calendario fechas que son el contrapunto de la cotidianidad e incitan a la reflexión. Una destaca por su fuerte carga simbólica y espiritual: el 12 de diciembre de cada año, desde que en 1531, apenas diez años después de la Conquista de México por el entonces imperio español, una virgen morena se le apareciera en el Cerro del Tepeyac al indio Juan Diego y le hablara en su lengua nativa, la náhuatl. Algunos afirman que utilizó la palabra “coatlallope” -del “coatl” serpiente, la preposición “a” y “llope”, aplastar- “la que aplasta la serpiente”; aunque hay quienes afirman fue el vocablo “tlecuauhtlapcupeuh”, que significa: “la que precede de la región de la luz como el Águila de fuego”. Fuera uno u otro, a los oídos de los frailes españoles sonó como el extremeño “Guadalupe”, que fue finalmente el nombre que se le quedó.
480 años han transcurrido desde ese primer encuentro, entre una religiosidad encarnada en lo femenino, rural, noble, sencillo y esperanzador; y la raíz honda, indígena, subyugada y ardorosamente necesitada de cobijo, encarnada en lo masculino.
Si bien el fervor no ha perdido intensidad, sí se ha ido modificando en algunas manifestaciones, lo mismo que el entorno urbano en que se celebra. Tomás Montero Torres, fotorreportero ávido y febril en su trabajo no podía dejar de lado el registro de esta devoción guadalupana. En su archivo existen cientos de imágenes sobre las peregrinaciones anuales, con ópticas interesantes… Basten unas imágenes de ejemplo:

Además de su pasión por la fotografía, Tomás Montero Torres ejercía en paralelo otras disciplinas plásticas. Aquí incluimos una miniatura de su autoría, inspirada en el estandarte que utilizaron las fuerzas insurgentes en 1810. Lo realizo para un boletín promocional de Aeronaves de México en la década de los cincuenta.
Con materiales distintos al milagro que se plasmó en la burda trama del ayate, tosco textil hecho con fibras de maguey, pero con el mismo entramado de significados. Matrona milagrosa, morenita de México.
Y no es que estemos hablando de un político como tantas veces los retrató el genial cómico, sino que entre sus múltiples papeles, Mario Moreno Canfinflas encarnó a un novel estudiante de aviación, quien por azares del destino se hizo al vuelo en compañía de otro cadete pensando uno que el otro era el instructor, todo esto en la película ¡¡A volar joven!!
En la película Sube y Baja, cómo olvidar la escena del peladito, ya refinado, sentado cómodamente junto a su amigo abordo de un avión, mirando como todos se veían chiquitos como hormigas, ¡¡¡ Y cómo no!!! -decía Cantinflas– ¡¡¡No sea baboso, que no ve que sí son hormigas, si todavía no despegamos¡¡¡
Ahora que recordamos el natalicio de este gran actor mexicano, no podemos dejar de lado que, como muchos otros grandes de los espectáculos, el genial Cantinflas disfrutaba de volar y de la placentera sensación de andar por los aires recorriendo el mundo, pero no en ochenta días, sino en mucho menor tiempo.
Para cumplir con sus contratos, Mario Moreno se valió del avión para viajar por México y el extranjero, colocándose a la par de personajes como Ray Charles o Frank Sinatra, que también contaban con sus propios aviones privados y con los cuales viajaban por el continente.
En ocasiones, Mario volaba alguno de sus aparatos bajo el cuidado de los pilotos, quienes daban rienda suelta a los sueños de aquel hombre que tuvo que luchar desde muy pequeño para alcanzar un lugar. Ya con dinero y fama, Cantinflas se dio el lujo de adquirir un bimotor Douglas DC-3 para 21 pasajeros, avión que mandó modificar para colocarle una recámara y asientos en forma de butaca, para el actor y sus invitados; aparato con el cual recorrió distintas ciudades de América Latina y Estados Unidos, a mediados de los años cincuenta.
Tras varios años de servicio, Mario Moreno cambió este avión por un Martin 4-0-4, que era un aparato con características distintas y de mayor velocidad. A este avión le mandó colocar el número “777”, que caracterizó al actor en sus películas y tenía para él un significado especial.
Del Archivo Tomás Montero Torres seleccionamos esta foto, en donde aparece Mario en una de las filas del Martin 4-0-4 con sus compañeros de viaje, seguramente para filmar una película o para una de tantas presentaciones personales. Este avión tenía una capacidad de hasta 40 pasajeros, estaba presurizado para volar a gran altura y evitar las tormentas, arribando a su destino en menor tiempo que el DC-3, ya que sus motores le permitían alcanzar velocidades cercanas a los 500 km/hr.
A lo largo de su carrera cinematográfica, Mario Moreno caracterizó a un sinnúmero de personajes, entre estos al iluso estudiante de aviación que, por temor a aterrizar el avión del cual poco sabía, prefirió junto con su compañero permanecer en el aire hasta que el combustible se agotó, e inevitablemente los forzó a ambos a maniobrar y volver a tierra sanos y salvos.
En la vida real, el actor contó con los servicios del piloto Xavier Garagarza, galardonado por su vuelo México-Roma a través del Océano Atlántico, odisea equiparable al viaje en globo en la Vuelta al Mundo en Ochenta Días, aventura que le valió la confianza del gran mimo, quien confió su seguridad personal y la de su familia a las experimentadas manos del aviador quien, junto con los aviones, siempre llevó a buen puerto al actor, icono de un México que hoy en día lo sigue recordando.
(*) Alfonso Flores es Presidente de la Sociedad Mexicana de Estudios Aeronáuticos Latinoamericanos, A.C. y es un gran honor para el Archivo Tomás Montero Torres contar con esta colaboración especial de su parte.
Fue Mario Moreno Reyes un gran comediante de la historia mexicana, quien dio vida a “Cantinflas”, personaje histórico surgido en los años 30, el cual nos dejó un gran legado de historias, películas, series animadas, frases y millones de sonrisas en cada uno de los rostros de quienes alguna vez lo vimos y lo seguimos viendo en sus numerosas participaciones.
Identificarlo es fácil y grato, ¿cómo no acordarnos de ese único y característico estilo despreocupado? Ese personaje de barrio de origen arrabalero y su caracterización tan peculiar, que adoptó de la imagen del “Chupa milpas”, muy popular en las tiras cómicas de aquel entonces, con un aspecto descuidado, camiseta larga, desgastado pantalón a punto de caer, que por cinturón usaba un mecate, por corbata un paliacate y al hombro un trapo al que llamó “mi gabardina”.
Su carrera es reconocida por el talento nato que poseía “el comediante de México”. Comenzó su carrera artística desde muy pequeño, dejando claro que era una persona audaz, ya que a los 16 años escapó de su hogar para comenzar su gran aventura. Pasó por el ejército nacional fingiendo ser mayor de edad, para después incorporarse al teatro en Ciudad Juárez y, desde entonces, él anhelaba que su vida estuviera llena de fama y triunfos en los escenarios, sin imaginarse que hoy sería toda una leyenda.
Mi abuelo fue un hombre visionario y muy adelantado a su época, un hombre que iba contra corriente. Nació en 1910, en un panorama enrarecido por la Revolución Mexicana, donde la religión era una constante persecución. Había una intolerancia por parte del Gobierno a cualquier credo, problemática a la que Bernal se enfrentaría posteriormente, en su vida como músico.
Miguel Bernal Jiménez, con su vocación musical desde niño y su aptitud sobresaliente, decidió irse a Roma a estudiar en la Pontificia Scuola Superiore di Musica Sacra, donde se graduó con mención honorífica en tres maestrías que hizo al mismo tiempo, algo nunca antes visto: Canto gregoriano, Órgano y Composición Sacra. Legó un catálogo de 251 obras, entre música instrumental, vocal, sacra y profana; lo cual es admirable ya que muere a la edad de 46 años.
Viajo a Europa varias veces, con puestas en escena majestuosas como la Ópera Tata Vasco en Madrid. Fue Director de la Universidad de Loyola, en Nuevo Orleans, Luisiana; Director del Conservatorio de las Rosas, Primer Conservatorio de América en Morelia, Michoacán, y fue probablemente en ese período que conoció al Maestro Tomás Montero.
Por las fotos tomadas por Montero Torres a Miguel Bernal suponemos – sus nietas Martha Montero, Silvia Sánchez Montero y yo, nieta de Bernal- que tenían una relación de amistad, ya que no son fotos donde Bernal está solo trabajando, o dirigiendo alguna orquesta o coro; sino la más grata sorpresa fue ver a un Miguel Bernal tierno, cariñoso, en un entorno familiar.
Una foto en particular, que me mostró otro rostro de mi abuelo, es una escena donde él está con uno de sus hijos en sus piernas, mostrándole con tanto amor su bella ciudad natal, Morelia, desde lo alto de la Iglesia de San José, donde al fondo se puede ver la catedral.
Otra foto increíblemente bien realizada es donde Miguel Beernal Jiménez está dirigiendo desde las escalinatas del Teatro J. Rubén Romero, y puedes ver su expresión de pasión por lo que hacía y amaba: la música.
Para mi, lo verdaderamente interesante del trabajo fotográfico de Montero es que tenía la destreza de reflejar, en cada foto que le tomaba a Miguel Bernal, sus sentimientos y plasmarlos en papel, tarea que sólo los grandes fotógrafos pueden lograr.
(*) Verónica Bernal Vargas es nieta de Miguel Bernal Jiménez y Directora General del Festival de Música de Morelia. Tuvimos la fortuna y el gran placer de conocerla en noviembre de 2010, cuando conmemoraban justo el centenario del natalicio de su abuelo, el gran compositor y director que le da nombre a un festival de gran prestigio a nivel nacional e internacional. Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un honor su colaboración en este espacio y le agradecemos de todo corazón.
Al fondo (i. a d.): Adrián García Cortés, Domingo Álvarez Escobar, José N. Chávez González, Tomás Montero Torres y Rubén Zúñiga Fuentes. Al frente (i. a d.): José Antonio Moreno, Alberto Antonio Loyola, Águeda Ruiz Padilla, Guillermina Álvarez, Amelia Córdoba, Juan Manuel Rosas Medina e Ignacio Tojyo Tomoka.
La historia de los medios informativos en México tendría menos lustre sin el papel que la Escuela de Periodismo ‘Carlos Septién García’ ha tenido durante más de seis décadas (celebró 62 años el 24 de mayo de este 2011) como formadora de reporteros, redactores, articulistas, directores, jefes, conductores de noticiarios, comentaristas, editores y, desde luego, fotógrafos de prensa.
Si bien el libro El parlamento de los pueblos (1999), de Alejandro Hernández, que reseña el primer medio siglo de historia de esa institución, no da suficientes detalles al respecto, una de las materias impartidas allí ha sido la de fotografía, y hasta donde hemos podido establecer, don Tomás Montero Torres fue el maestro que la inauguró.
Este redactor siempre había considerado que su generación -que terminó la carrera en 1964- fue la primera en cursar esa materia cuando el plantel estaba en la casona de Guillermo Prieto 60 bis, colonia San Rafael de la capital mexicana, porque antes no existía en el plan de estudios y porque le tocó ver la instalación del laboratorio de revelado durante el semestre en que tuvo como maestro al ya entonces famoso fotógrafo, quien nos mostraba y explicaba su trabajo con fotos impresas en gran formato tomadas por él, las cuales dejó encargadas a alguno de nosotros y lamentablemente desaparecieron.
Así se lo comentamos apenas en 2010 a una de sus nietas, Martha Montero, pero nuestra convicción al respecto se tambaleó cuando, el pasado 15 de marzo, ella nos consultó sobre una fotografía datada en 1954 en la que aparecían el maestro Montero y otras personas, la mayoría de ellas alumnos suyos de un curso de fotografía en la ‘Septién’, en esa época.
Imposible reconocer a esas personas que nos antecedieron por una década, con excepción del propio Montero y de Domingo Álvarez Escobar, a quien tuvimos como maestro en 1960. Pero como asumimos el compromiso de investigar, pedimos ayuda al amigo y colega Salvador Flores Llamas, alumno también de la ‘Septién’ antes que nosotros, y gracias a su auxilio e investigaciones que hizo con otros compañeros, y a unos recortes de prensa que Martha nos hizo llegar, pudimos armar el rompecabezas. Por cierto, Salvador contrajo matrimonio con quien fue nuestra compañera de aula, Anita González Paz y Puente, y viven felices en la colonia Lindavista de la Ciudad de México.
Repasemos la foto de mayo de 1954. Se refiere, dicen los recortes, a la ceremonia de premiación de trabajos al término de un curso intensivo de fotografía periodística que duró cuatro semanas a partir del 3 de marzo y fue impartido por don Tomás Montero cuando la ‘Septién’ tenía su sede en San Juan de Letrán -hoy Eje Central Lázaro Cárdenas- número 23, segundo piso. En esa oportunidad fue anunciado un segundo curso, del cual no existe testimonio alguno… o no ha aparecido.
En aquel curso relámpago, dice una nota sin crédito en El Universal, “juntamente con las explicaciones teóricas se verificaron una serie de prácticas individuales con el lente y por las calles de la ciudad”.
Y al final, fueron premiados los mejores trabajos por un jurado que, según la reportera de La Prensa, María Elena Talavera, conformaron el director de la Escuela José N. Chávez González, Rubén Zúñiga Fuentes, dibujante que hizo un retrato de Carlos Septién que donó al plantel, y los maestros Domingo Álvarez Escobar y Adrián García Cortés.
Otro recorte de prensa del que no hay crédito alguno, asegura que uno de los miembros del jurado fue el bien recordado profesor Alejandro Avilés, que luego fue director y en su etapa registró formalmente los estudios de la Escuela de Periodismo ante la Secretaría de Educación Pública, pero no aparece en la foto, como sí, los demás miembros del jurado.
¿Y quiénes son los que aparecen en la imagen? Revísela usted: atrás están, de izquierda a derecha, los ya citados Adrián García Cortés, Domingo Álvarez Escobar, José N. Chávez González, Tomás Montero y Rubén Zúñiga Fuentes.
Y al frente, en el mismo orden y mostrando sus trabajos premiados, José Antonio Moreno, Alberto Antonio Loyola, Águeda Ruiz Padilla, Guillermina Álvarez, Amelia Córdoba, Juan Manuel Rosas Medina e Ignacio Tojyo Tomoka.
Dice la nota de El Universal que “El primer lugar correspondió a la foto del alumno de primer año, Juan Antonio Ruiz, que muestra a un hombre del pueblo agobiado por su miseria; los segundos lugares fueron para los estudiantes Juan Rosas Medina y Alberto Loyola y los terceros para el mismo Loyola y la señorita Agueda Ruiz.” Y que “Las menciones (honoríficas) se hicieron en la forma siguiente: la periodística y la técnica, a las gráficas presentadas por la señorita Guillermina Alvarez y la artística al alumno Alberto Loyola.”
Salvador Flores Llamas nos informó que Guillermina es hermana de María Elena Álvarez, esposa del que fuera presidente del PAN, Abel Vicencio Tovar, y a su vez legisladora.
De acuerdo con la reseña de La Prensa, “El profesor Tomás Montero habló de las cualidades de los trabajos ganadores y las fallas de los que no ganaron por malos elementos artístico, periodístico y técnico” y “felicitó a todos los alumnos de este curso, por el interés que pusieron en el mismo y por los resultados obtenidos, a pesar de las dificultades que se presentaron”. También los exhortó “a buscar el ángulo periodístico de sus fotografías y concluyó felicitando calurosamente y deseando a todos gran éxito para el futuro.”
Un recorte sin datos del periódico a que corresponde, informa por su parte que “El fallo definitivo atendió a tres aspectos en los trabajos premiados, a saber: interés periodístico, conocimiento técnico de la cámara empleada y composición artística”. La fotografía del primer lugar “representa un vendedor de plátanos, que en su ademán deja adivinar la desesperación de la miseria”.
Después de aquel curso intensivo en la ‘Septién’ deben haber pasado diez años antes de que el maestro Montero volviera a impartir clases allí. Salvador Flores Llamas nos informó que “Tomás Montero no dio clases mientras yo estuve en la escuela, y creo que por mucho tiempo”.
Y cuando el maestro volvió en 1964, entre las fotografías suyas que nos mostró había una de su amigo -para entonces ya fallecido- Carlos Septién García -con quien trabajó en la revista La Nación, del PAN- vestido de paisano durante la peregrinación anual de Querétaro a la Basílica de Guadalupe.
Volvimos a ver esa foto el año pasado gracias a la gentileza de Martha Montero, quien nos la envió. Ojalá que pronto ponga en su blog una serie fotográfica con las imágenes que captó el maestro Montero de este periodista queretano, que dirigió también la Revista de la Semana de El Universal, fue un excelente cronista taurino, dirigió la Escuela de Periodismo que lleva su nombre y falleció a los 38 años en un accidente aéreo en Nuevo León, el 15 de octubre de 1953, cuando cubría una gira del entonces presidente Adolfo Ruiz Cortines.
(*) José Antonio Aspiros Villagómez es un destacado periodista, colaborador de varios medios prestigiosos y egresado de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Supo de su maestro de fotografía el 6 de agosto de 2010, cuando leyó un artículo de Alberto Solís publicado en la sección Cultura del diario Milenio, sobre el proyecto de Rescate y Difusión del Archivo Tomás Montero Torres, gracias al apoyo del Fonca. Desde entonces nos ha brindado su apoyo en esta tarea compleja y de largo aliento de forma absolutamente generosa, tanto al compartir sus recuerdos como con su vocación de investigador y su talento. En el archivo nos sentimos honrados con esta colaboración suya.
Sabes que estás frente a un fotógrafo de vuelos artísticos por el inmenso paréntesis que se abre al mirar sus placas. Por la vertiente de preguntas que se esparcen en torno a sus imágenes y por el deseo de interrogar a esa luz que robó para nosotros el alma de hombres, mujeres y cosas. Luego, el ojo, que se vuelve una intención a través de una lente, va revelando una escena, una secuencia urgida por moverse; por oler; hablar; carcajearse y maldecir en ese rumor inconfundible de las piqueras de todo el mundo. Tomás Montero, un imaginero que pudo perderse en el olvido, vuelve al encuentro de los ojos en un tiempo signado por la saturación visual, por la polisemia y el vacío. Para un amante de la ciudad como yo, devoto del olvido, sus impresiones sobre el bajo mundo de las cantinas y pulquerías del México de la posguerra es un excelente pretexto para incrementar el ruido. Así, desde el inefable tufo de las pulquerías, hasta el pulcro lienzo digital, vienen estas imágenes que burlaron su destino de extinguirse en el cruento mundo analógico. En esta serie, un ojo diestro en la mirada furtiva se aventura con su cámara a los bajos fondos, siempre generadores de imágenes dramáticas.
“Mejor aquí que enfrente”; rezaba el mítico letrero de una “pulcata” que por años brindó sus mejores néctares frente al panteón de Dolores, en la Ciudad de México. Aquí, es un instante en el que el regusto de maguey, caña o cebada se interna en el cuerpo para romper la tarde, para recuperar la dignidad perdida y desafiar la vida cotidiana de los barrios poblados de chinas y tarzanes. Aquí, es esa mirada de reto y pavor que inquietó tanto a Octavio Paz cuando trató de descifrar el alma mexicana y que nos contempla desde el pequeño submundo que empieza donde acaba la calle y llega hasta la barra (en tiempos en que estos lugares no cerraban sus puertas, ni excluían a soldados, mujeres y boleros). Aquí, es un viejo, elegante en sus andrajos, que toma pulque en jarro mientras cuida a su nieta, contemplándola desde la embriaguez (no es metáfora); El peladito, mestizo excluido del milagro mexicano, ocupado en mal vivir en algún oficio, alternado con algo de ratería, fuma y bebe con sus “trapos” supervivientes.
La serie de Montero nos muestra unos pocos signos de distinción en los bebedores: en casi todos ellos el bigote y en muchos el pelo engominado a lo Artaud. En las mujeres el chongo, hecho de trenzas, siempre, no sé por qué muy chino. El pachuco se presiente en estos lugares. Una mujer de vestido floreado y saco (ya sé que lo estás viendo) hurga la ropa de trabajo de un joven que bebe pulque sin atenderla; más tarde ella misma bebe un tornillo; la hija de ambos mira todo con asombro y moños en el pelo. Otra señora da el último trago, desafiante, a una “anforita”, mientras carga a su niño.
Dos jóvenes inquietantemente adolescentes bailan su romanza afuerita de una cantina. El tendajón que vende espíritus y aguardiente empareja al cargador de guaraches y al burócrata de sombrero Panamá y tímida corbata. La vida pasa aromada de pulques y aguardientes.
Tomás Montero eligió el espacio más histriónico de su momento para robarse un puñado de imágenes que nos dicen que algunas cosas no cambian tan rápido como queremos creer. Me sorprende en la serie la presencia de los niños en el entorno de los antros a pie de calle del siglo pasado, era claro que estaban muy integrados al devenir cotidiano (tanto los antros como los niños y entre ellos). Tengo la impresión de que hay algo fundamental que sigue fijo: la vida cotidiana sólo es tolerable con al menos una parada al día para ingerir una bebida espirituosa. La cantina rompe el día y expande, al ritmo de los tragos, el alma furibunda. Una pequeña retribución, quizá un venganza por los traumas del barrio.
La fotografía sepia surge así como un enjambre de preguntas, como el punto visible de un momento del que queremos saber más. El maestro es quien nos propone un entorno y una historia por una imagen fija, lo demás hay que hacerlo cada uno. Esta serie, afortunadamente libre de antropologismo costumbrista, de “testimonio”, es pronto alcanzada por una intención más profunda: la aprehensión de un estado de gracia; su escenografía y sus personajes centrales. En este caso anónimos, desplazados de la narración principal de un desarrollismo progresista que sigue provocando bostezos al fondo de la pulquería.
(*) Joao Barrera es Director de CRC Consultores en Comunicación y Relaciones Públicas, practica una poética que es prodiga en historias sublimes y es, sobre todo, un entrañable amigo. En el Archivo Tomás Montero Torres agradecemos de corazón su colaboración.
Con certeza se conocieron… Y en algún momento de sus vidas el fotógrafo Tomás Montero Torres capturó con su cámara las facciones de quien, entre otras proezas, fue el principal portadista de la revista Siempre! -en la que colaboró a lo largo de 27 años- y el prestigioso caricaturista tuvo a bien destacar, con su particular maestría, algunos de los rasgos del reportero gráfico:

Jorge Carreño Alvarado nació en Tehuacán, Puebla, el 8 de marzo de 1929; Tomás Montero Torres en Morelia, Michoacán, el 13 de noviembre de 1913. A pesar de su diferencia de edad, ambos llegarían a la Ciudad de México en la época de su transición a una urbe cosmopolita, con el impulso de perfeccionar una vocación natural por el dibujo, Carreño en la escuela de artes La Esmeralda y en la Escuela Libre de Arte y Publicidad; Montero en la Academia de San Carlos de la UNAM. Los dos se verían inmersos en el apogeo de las revistas ilustradas de la época, lo mismo que en diferentes periódicos, aportando cada cual visiones críticas de lo que les rodeaba.
Esperamos que la investigación del acervo legado por Montero Torres nos devele próximamente más acerca de cuándo y cómo se conocieron, sobre su relación profesional… Por ahora, el detalle personal de la caricatura y las poses relajadas, contentas y en exteriores de las fotografías, permiten recrear una posible amistad…
En estos días, la Compañía Mexicana de Aviación ha vuelto a ser centro de las noticias del ámbito económico por su inminente regreso a la industria aeronáutica. Aunque varios expertos han efectuado, recientemente, cronologías de los rescates financieros a que se ha visto obligada esta empresa, resulta un aliciente para la aviación en México que exista un conjunto de esfuerzos -gubernamentales, de inversionistas, de pilotos, sobrecargos y demás empleados- por mantener en el aire una aerolínea con 89 años de historia…
Como una muestra de estas casi 9 décadas en activo, periodo en el que los avances en tecnología y seguridad también han impactado fuertemente el universo de la aviación, compartimos con ustedes una serie de imágenes singulares tomadas por Tomás Montero Torres. Dan cuenta de la forma en que, hasta hace unos lustros, Mexicana de Aviación iluminaba las pistas para hacer visibles a sus pilotos el camino preparado para su aterrizaje:
Conocidos como “Antorchas”, estos rústicos instrumentos de iluminación exigían, sin duda, una gran destreza para lograr aterrizajes seguros…
Esperemos que en la nueva etapa de operaciones que está por iniciar, Mexicana de Aviación aquilate con creces la experiencia y navegue con luces que la guíen a mejor destino.
María Luisa Butzmann Gómez, oriunda de Durango y con raíces germanas por su padre, cumple este 3 de febrero 90 años. Una larga vida hilvanada -como muchas- por una serie de acontecimientos al azar y profundos afectos. Se conserva hermosa, con una inteligencia ávida y grandes memorias por compartir. Anhelaba que llegara este día y celebrar en familia, lo cual es una suerte de prodigio que se realizará gracias a su magia, porque de 6 hijos se dieron 19 nietos y luego estos se han venido multiplicando hasta contar, a la fecha, con 22 bisnietos. Tiene muchos dones y hay que darle gracias por una infinita lista de momentos, experiencias y generosidades: desde existir, sin ir más lejos, pero también su caldillo duranguense, el intercambio intenso de libros, los diálogos agudos sobre el acontecer diario, su mirada que lo dice todo, ser ejemplo como mujer profesionista y comprometida, nuestro intrincado árbol genealógico, el coraje que surge por todo lo injusto, el gusto por los viajes, la incuestionable afición por el chocolate, una historia familiar de película -o casi-…
El día de su fiesta, cada miembro de este complejo entramado sanguíneo le dirá en cercanía sus particulares razones para quererla: “Madre”, “Jefecilla”, “Mamá”, “Madrecita”, “Abue”, “Abuelita”, y en tiempos más recientes “Lulú” en voz de sus bisnietos más chicos, palpará el amor y hará que la cobije más allá, mucho más allá del convivio…
Yo la quiero por mucho, y ya se lo soplaré en el oído, pero aquí le reconozco infinitamente el haber sido esposa y cómplice de mi abuelo y, entre muchas cosas, haber conservado intacto su archivo fotográfico tras su muerte y por más de cuarenta años, porque lo representaba, porque viste su dedicación y guardarlo era quedarte con una parte viva de él… Gracias por eso, y gracias, mil veces más, por la confianza al dárnoslo y permitirnos adentrarnos en ese mundo que compartieron y que hoy estamos aquí difundiendo. ¡Felices 90 abuelita, te quiero mucho!
Fue un obsesivo hacedor de imágenes, con su frenética y puntual pluma las inmortalizó en su uehacer poético, y lo llevaron a obtener el Premio Nobel de Literatura en 1990. Es el único mexicano que ha ostentado este reconocimiento en el mundo de las letras. Octavio Paz (1914-1998), poeta, escritor, ensayista, diplomático mexicano y miembro del Colegio Nacional, cuyo semblante, desde muy joven y hasta sus últimos años de su vida, fue blanco de los grandes maestros de la lente.
Reconocidos fotógrafos de la talla de Lola y Manuel Álvarez Bravo, Héctor García, Rogelio Cuéllar, Paulina Lavista, Juan Miranda, y la esposa del poeta, Marie-José Paz, fueron algunos de los que lo plasmaron con sus miradas; pero recientemente fueron encontradas nuevas impresiones del maestro poeta, salidas de la cámara de Tomás Montero (1913-1969).
Al parecer fueron un par de sesiones, en las que el moreliano Tomás Montero trabajó con el escritor como modelo, probablemente fue en la década de los años 40, cuando aparece un joven y elegante Paz, con la seriedad que lo caracterizó en la mayoría de sus múltiples retratos; aunque hay una imagen de Montero donde el poeta no sólo sonríe sino que, como en pocas imágenes, abre los labios y deja ver el gesto hasta los dientes.
Probablemente fue el sentido del humor que los que conocieron a Montero dicen caracterizó al fotógrafo, lo que hizo que Paz, aún sin ver a su retratista directamente, se relajara como en pocas imágenes; dejando de lado la solemnidad y la pose de gran pensador que en la mayoría de las fotografías conocidas lo caracterizó.
Octavio Paz
Octavio Paz
El autor, considerado como uno de los escritores hispanoamericanos más importantes del siglo XX, escribió alguna vez en un ensayo del libro El arco y la lira, que: “La imagen reconcilia a los contrarios, más está reconciliación no puede ser explicada por las palabras – excepto las de la imagen que ha cesado ya de serlo. Así la imagen es un recurso desesperado contra el silencio que nos invade cada vez que intentamos expresar la terrible experiencia y de nosotros mismos…”
Además de obtener el Nobel, el autor de la poesía Piedra de sol fue galardonado con otros premios como el Miguel de Cervantes, el Internacional Alfonso Reyes, el Internacional Menéndez Pelayo y también fue nombrado Miembro de Honor de la Academia Mexicana de la Lengua.
El escritor nos deja leer, en ese mismo ensayo donde habla de la imagen poética pero que bien podría servir para contextualizar su relación vivencial con los retratos, lo siguiente: “Y el hombre mismo, desgarrado desde el nacer, se reconcilia consigo mismo cuando se hace imagen, cuando se hace otro. La poesía es metamorfosis, cambio, operación alquímica, y por eso colinda con la magia, la religión y otras tentativas para transformar al hombre y hacer de ‘este’ y de ‘aquel’ ese ‘otro’ que es él mismo…”

(*) Alberto Solís es colaborador de Milenio Diario y periodista cultural independiente para otras publicaciones. En el Archivo Tomás Montero agradecemos en lo profundo su valiosa participación en este blog.