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Category : Reportero gráfico

María Estela Duarte Sánchez (*)

Juan Cruz Reyes: un escultor de obras monumentales

Corre el año de 1990, se presenta en el Museo del Palacio de Bellas Artes la Exposición “La Escuela Mexicana de Escultura. Maestros Fundadores”, inaugurada el 14 de marzo a las 19:30 en las salas: Nacional y Diego Rivera. Se trataba de un proyecto de la Coordinación Nacional de Artes Pláticas del INBAL, dirigida entonces por la maestra Teresa del Conde (Ciudad de México 1938 – 2017), siendo responsable de la curaduría el doctor Agustín Arteaga Domínguez, investigador del Centro de Investigación y Documentación de Artes Plásticas.

Se consideraron diez representantes de los escultores que formaron parte de esta escuela, amén de no ser los únicos que integraron dicha agrupación dentro del contexto del arte moderno en México: Carlos Bracho (1899 – 1966), Federico Canessi (1905 – 1977), Ceferino Colinas (1901 – 1985), Juan Cruz Reyes (1914 – 1991), Mardonio Magaña (1866 – 1947), Francisco Arturo Marín (1907 – 1979), Oliverio Martínez (1901 – 1938), Luis Ortiz Monasterio (1906 – 1990), Guillermo Ruiz (1894 – 1965) y Ernesto Tamariz (1904 -1988).

Fue muy emotiva la inauguración, pues de todos los homenajeados el único con vida y representante en aquel evento fue justamente Juan Cruz Reyes, quien inicia sus estudios en artes plásticas a partir de 1930 en la Academia de San Carlos y en 1934 se incorpora al Instituto de Investigaciones Etnográficas.

En su destacada profesión como escultor se encuentra, en 1934, su participación con Ignacio Asúnsulo (1890 – 1965) en el colosal monumento al general Álvaro Obregón en el Parque la Bombilla, en San Ángel, Ciudad de México.

Participa en 1937–1938 con Guillermo Ruiz Reyes (1894 – 1965), Rómulo Rozo (1899 – 1964) y Francisco Zúñiga (1912 – 1988) en el desarrollo de la efigie monumental de José María Morelos en Janitzio, así como en la escultura de la heroína de la Independencia Gertrudis Bocanegra en el mismo Pátzcuaro, Michoacán, y en otra más del rey purépecha Tanganxuan.

En 1938 colabora en la instalación de la gran figura de Benito Juárez en Bogotá, Colombia, realizada por Guillermo Ruiz (1894 – 1965).

En 1947 gana el primer premio de la V Feria del Libro con una propuesta monumental que conmemora la figura del literato español Miguel de Cervantes Saavedra, misma que se fue construyendo en el espacio cupular del Monumento a la Revolución, como puede verse en estas fotografías captadas por Tomás Montero Torres.

Con las ganancias del premio realizaron la maqueta, sin embargo, es una pena pero nunca llegó a fundirse. Las fotografías del Archivo Montero demuestran el complejo andamiaje y se advierte como el titular del proyecto, junto con sus colaboradores, van decreciendo frente a la dignidad del propio Cervantes.

El concurso del Monumento a la Bandera en 1948 lo gana Jorge González Camarena, pero la propuesta de Juan Cruz Reyes queda plasmada en la maqueta de yeso que logró fundir en bronce. Ambos modelos se conservan en diferentes colecciones.

En 1950 obtiene la Beca Guggenheim con el proyecto “Estudio de la escultura prehispánica y la labor creativa”; al año siguiente expone de manera individual en la New School of Social Research, Estados Unidos.

En 1986 el Gobierno de Japón selecciona y adquiere su obra “Paz maternal”, para ubicarla en la calle de las Esculturas de la Ciudad de Nagoya.

En 1990 el Museo del Palacio de Bellas Artes le rinde un sentido homenaje en la Sala Paul Westheim, la muestra tuvo como título Juan Cruz Reyes: cinco décadas de obra escultórica.

Su vida corrió entre las grandes obras monumentales, de talla directa, diseño, cerámica y de artes aplicadas, lo mismo que con su actividad docente en escuelas de Bellas Artes y del Instituto Mexicano del Seguro Social.  Su estética oscila entre las formas pétreas y cerradas del arte precolombino y la modernidad dinámica de gran fuerza en sus piezas de pequeño formato, tales como el Monumento a la Bandera y la terracota de una mujer joven sedente, que puede interpretarse como la enseñanza o bien referirse a una alegoría de la ley.

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Recibe múltiples reconocimientos, diplomas, premios y condecoraciones nacionales e internacionales. Muere en 1991.

En lo personal, me he gratificado de continuar, hasta hoy, con la gran amistad de la Familia Cruz Arredondo.

Las fotografías que se conservan en este acervo dan testimonio de un Juan Cruz joven, con obras de gran fuerza.

Recibí la invitación del Archivo Montero para presentar un texto sobre el citado escultor, a propósito de las fotografías periodísticas tomadas por don Tomás Montero Torres (Michoacán 1913 – Ciudad de México 1969), mismas que aquí se reproducen.

Hago votos por la fructífera labor del archivo, que marca momentos muy importantes y sustantivos para la historia y la cultura de la primera mitad del siglo XX.

(*) Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un verdadero honor contar con esta colaboración de la maestra María Estela Duarte Sánchez, Tely, investigadora del Museo Nacional de Arte y especialista en escultura mexicana y sus creadores, un tema al que ha dedicado largos años de estudio apasionado y comprometido.

Cuando el viaje era la música

Eran otros tiempos. Las distancias dentro de la ciudad no eran tan impenetrables. Llegar a la estación de Buenavista tomaba menos esfuerzo. Y era más emocionante. Hoy es un cadáver. Entonces la colmaba ese rumor de muchedumbre que va, viene o viene a despedir, a recibir. El ramillete febril de los andenes de la gran promesa hacia Nonoalco. Una voz estridente anunciaba por el magnavoz salidas y llegadas. Oaxaca, Veracruz, Mérida, Tapachula, eran mis destinos favoritos, o alguno de sus incontables puntos intermedios. Los porters, con algo de húsar en desuso. Los maleteros para los “ricos”, que no lo eran tanto pero viajaban en dormitorio. Los pobres, que sí lo eran, y los indios con sus bultos redondos, sus morrales, sus botellones de pulque, su canasta con tortillas, arroz y, con suerte, pollito cocido. Guajolotes y gallinas amarrados de las patas. Un olor a verdura, a sudor pasado por el maíz y los días. Una prisa relativa, fodonga.
Pitidos ensordecedores y familiares. Máquinas resoplando. El chirriar aún leve de los convoyes patinando en los rieles hasta el alto total cuando arribaban. La parsimonia de los trenes que partían. Correr. Alcanzar el estribo para no quedarse. Discutir con el billetero que desde el primer momento dejaba bien asentada su autoridad sobre los pasajeros. Encontrar asiento, o ya no y resignarse. El equipaje, donde cupiera: arriba, abajo o a los lados. Los lugares más impresentables de la vieja capital desfilaban por las ventanillas: traspatios de fábricas, almacenes monumentales en Vallejo, Azcapotzalco y Pantaco. Colonias de paracaidistas, el canal del desagüe, los barrios de vagones abandonados vueltos casa. Y por fin, el campo. Primero nopaleras y magueyales más allá de Lechería o por Apizaco. Después el bosque.
Un mundo y un tiempo en sí mismos. Otro México, lejos de las carreteras y dependiente del paso del tren. De su detenerse unos minutos que concentraban toda la vida económica de los pueblos. “Café, café, quiere café”. Vendedoras de tacos de canasta, paletas heladas, nanche en almíbar, dulce de agave. Unas trepaban los vagones. La mayoría se apiñaban bajo las ventanillas alzando piña, naranja, aguas frescas, pulque, cabuches.
Lo demás era la marcha. Cada pieza metálica de los carros poseía vida propia, ninguna tuerca estaba bien apretada. Todo tenía juego: los asientos, las barras, las paredes, los compartimientos, las plataformas, los estribos. La unión entre dos vagones, que para eso estaba, para tener juego, virar, deslizarse, unir el ferrocarril en fila india.
Y entonces lo mejor: las distancias. La locomotora pitaba entusiasmada y fijamente lejana. Las máquinas hacían alarde de su poder como un triunfo importante de la Era Industrial, y aunque ya emplearan diesel, seguían pareciendo del ochocientos y pico.
Bamboleo y estridencia. El sobrecogimiento de los rieles sobre la grava y los durmientes al paso de las toneladas del tren. Una cadencia, traca traca traca. Cambios de ritmo. Un repicar de campanas pesadas. Un conmoverse cada cosa, establemente inestable, un tamborileo progresivo a la manera de una jazz band. Percusiones de hierro. La trompeta del pito. La adoración increíble del viento veloz. El olor a metal y grasa y cosa vieja tocaban otras zonas de los sentidos.
Pero el oído atravesaba transversalmente la experiencia del ojo, el olfato, las yemas de los dedos. Sinfonía en forma de sonata. Glissandi en las pendientes, allegro en las praderas, andante con motto en las curvas de la serranía. Todo masivo, incansable, profundo y barítono, con algo de chelo, de contrabajo, de tuba. En el día, en la noche, una música muy, muy larga, circular, épica. Anchos adagios.
Hasta el paisaje sonaba. Aquellos verdes de pino y barranca se inundaban de estrépito ferroviario y modulaban el eco. El vaivén arrullaba a los viajeros a pesar del ruido. Quien podía, se adormecía. Los ronquidos. Allá afuera el país corría, caminaba, suspiraba sobre horizontes nunca quietos, pero alcanzables, como si todo conservara una escala humana. No existían grabadoras, walkman, radios portátiles. Mucho menos iPod. Uno no cargaba música en el equipaje todavía. La música, brutal y majestuosa, estaba en los recintos inestables de alto techo y pasillos de tal estrechez que obligaban al esfuerzo, a la tensa cortesía, al empujón decidido. Cuerpos contiguos y un cacarear desesperado de pollos con el pico contra el suelo. Mediante propina algunos lograban transportar que si un puerco, que si un chivo. Para los animales no era divertido. Su lamento acompañaba la canción de las máquinas.
La tristeza de los adioses, la melancolía del trayecto, la esperanza adelante, la alegría de llegar. Eran otros tiempos, sin ubicuidades virtuales ni eficacia electrónica. El tiempo era real, los trenes danzaban, percutían, cantaban su fuerza titánica, autosuficiente y fugitiva.Hermann Bellinghausen (Ciudad de México, 17 de mayo de 1953) es médico, narrador, poeta y editor mexicano. Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un privilegio que nos haya dado permiso de publicar este texto, que es parte del Último tren de los Tres Tristes Trenes, incluido en su libro “La entrega” (2004).
Juanita Aparicio

Juanita Aparicio, matadora de toros

Relativamente hace poco tiempo, conocí a Martha Montero. Su sensibilidad por las letras y el amor por el archivo de su abuelo, que amorosamente custodia con sus primas Silvia y Julieta y su hermana Claudia, me convencieron para colaborar con este pequeño ensayo. El tema es por demás apasionante para mí: fotografía y toros. Espero no defraudar la memoria del archivo y que haya valido la pena la espera. 

A propósito de este ensayo vuelvo a las páginas del libro de Ernest Heminway, Verano peligroso, que en principio había sido concebido por la revista Life para un artículo del famoso mano a mano entre Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín, en aquel caluroso verano de 1959. Hemingway volvió a España para realizar el encargo buscando la juventud de aquellos años mozos, en que se acercó por primera vez a la fiesta de los toros. Sin embargo, esta vez no encontró aquel efecto, por el contrario, aquella búsqueda de juventud la halló en los resabios de la “locura y la muerte”, tal como lo apunta James Michener, amigo personal del escritor y quien realizó la nota introductoria en lo que se convirtió en este pequeño libro, veinte años después de aparecer en la prestigiada revista norteamericana. “La obra fue un placer melancólico por ver al envejecido Hemingway, campeón de la prosa precisa y fuerte, convertirse en un ensalzador parlanchín de su propio pasado (‘Pamplona. El vino era tan bueno como cuando teníamos 21 años, y la comida tan maravillosa como siempre. Había las mismas canciones. Las caras que fueron jóvenes eran ahora viejas como la mía, pero todo el mundo recordaba cómo éramos’). El famoso estilo sobrevive, pero como algo puramente mecánico”.

Probándose un traje de charra, puesto que no le era permitido usar el traje de luces

Sin embargo, el encargo literario y el propio papá Hemingway consiguieron sus objetivos. Para la revista, una publicación poderosa de uno de los literatos norteamericanos más prestigiados del siglo XX. Y para el escritor, al hallar sus orígenes, la melancolía y el camino a la muerte, como los toreros, jugándosela a cambio de la suya propia por una de sus grandes pasiones, la escritura.

Hemingway hizo un recorrido de buena parte de la temporada taurina al lado de estos dos diestros de la tauromaquia y dio cuenta a detalle de cada una de sus actuaciones. Para terminar su ensayo se valió de las fotografías de algunos de los momentos más gloriosos de cada uno de ellos, rematando así el resultado concluyente de su prosa infalible. Hizo con las imágenes y dejó para la posteridad, un imaginario verás y contundente de la fuerza de estos titanes taurinos, pero también perpetró una huella a través de estas fotografías acerca de las intenciones de aquel encuentro portentoso: el empoderamiento de una primera figura que llegaba para reclamar el trono y la decadencia de los últimos años del talento del que tuvo y retuvo, pero que la edad, como al propio Hemingway, le exigía una retirada pronta y mayormente digna. 

Toreando Toreando

La biografía de Tomás Montero Torres señala, que al fundarse la escuela de periodismo Carlos Septién, se convirtió en uno de los primeros profesores de enseñanza fotográfica y que por su cercanía y amistad al propio Septién se permitió cubrir el fotoperiodismo taurino por mucho tiempo. Sin embargo, esa vocación ya lo había volcado años antes a registrar el espectáculo de los toros, ya fuera en las tientas de los campos de Conejo, propiedad de Chafik, donde un joven Arruza despotricaba arte y sentimiento ante las vaquillas y las paellas; en momentos gloriosos como la despedida de Silverio Pérez, el Compadre, o en la cercanía de las actuaciones de la torera norteña Juanita Aparicio.

La fiesta de los toros posee muchas aristas y la mayoría de ellas, sino es que todas, de gran valor y ligadas a una buena cantidad de las actividades culturales que realiza el hombre. Sin embargo, a su alrededor giran mitos y decires que la demeritan y otros más que simplemente no se sostienen. Pero hay un hecho contundente que continua vigente, y que la atosiga, el machismo.

Héctor Cedillo comenta al respecto que, “la historia conservadora decía que el toreo se inventó para demostrar el valor de los hombres ante una bestia, pero las luchas incansables de algunas mujeres valientes en España provocaron ‘una revolución’ para que poco a poco pudieran torear, pese a las prohibiciones políticas impuestas desde el siglo XVIII. Si para un hombre es un reto convertirse algún día en matador de toros, para una mujer lograrlo es todavía más complicado pues, además de jugarse la vida ante un toro, tienen que lidiar con el obstáculo del más complicado machismo; impuesto lo mismo por empresarios, que por compañeros de profesión, apoderados y hasta por el mismo público”.

 

La historia de la tauromaquia señala que a lo largo del tiempo se tiene registro de por lo menos dos mil mujeres que han dedicado su vida a la lidia taurina, y que pese a todos los obstáculos han demostrado con creces sus dotes de matadoras. España, Portugal, Francia, Estados Unidos, Latinoamérica y, por supuesto, México, han sido semillero de grandes toreras, que con sus actuaciones han dejado una huella indeleble en el imaginario taurino. 

Existen registros memorables de toreras en diferentes tiempos que, con sus actuaciones, ya sea a pie o acaballo, se han convertido en referencia obligada para todos aquellos que gustan de la fiesta. Por recordar algunas, la “lámina 22” de su serie La Tauromaquia de Francisco de Goya, que realizó como homenaje al valor de la torera Nicolasa Escamilla La Pajuerela, quien lidió y picó a un astado en el coso taurino de Zaragoza, España; o aquella en que la joven rejoneadora peruana Conchita Cintrón desbordó las tribunas de la Plaza “El Progreso”, en Guadalajara, en la víspera navideña de 1939, al despachar dos astados sobre las monturas de sus cuacos “Ojitos” y “Morenito” o recientemente las actuaciones, por demás sobresalientes, hasta jugarse la vida, de las españolas Cristina Sánchez y Mary Paz Vega, además de las mexicanas Hilda Tenorio y Lupita Sánchez. 

El punto es que las mujeres enfrentan la tauromaquia con la misma prestancia que cualquier matador. Se juegan la vida y realizan el toreo verdad con el arte y la valentía que la fiesta exige. Muchas veces superando las labores del trasteo de algunos “maletillas”. Alguna vez la propia Cintrón comentó que había toreros tan malos, que pronto habrían de subirse a un caballo para recorrer las praderas, mientras ellas y su “femineidad” ocuparían los sitios de honor en el ruedo. 

Y un ejemplo por demás particular es el de la torera mexicana Juanita Aparicio, que con sus dotes de caballista logró transmitir su vocación torera en cualquier coso en donde se apersonara.   

Aparicio nació en Monterrey, Nuevo León, el 27 de enero de 1935. Hija del torero y charro Francisco Aparicio. Como buena charra comenzó a torear a caballo. Debutó a los 12 años haciendo suertes con la reata. Ese día y con el beneplácito del propio Carlos Arruza, quien la apadrinó, despachó un becerro para un festival de periodistas organizado por la Asociación Nacional de Charros. Y de ahí para el real.

 

Cuenta la propia Aparicio que el ambiente era “de hombres” y que todo pintaba en su contra. Aun así, demostró casta y supo plantarse. Su consolidación no tardó en llegar. El mismo año de su presentación, en diciembre, le abrieron una fecha en la monumental “El Progreso” de Guadalajara. Con un dejo de incredulidad, los diarios locales anunciaban su presentación para el día 6: “Por fin hoy sabremos a qué atenernos con el toreo femenil, que nos demostrará que puede ser tan serio y emotivo como el de los hombres, según informan quienes ya la han visto actuar. No se trata de una rejoneadora más, sino de una mujer que en realidad sabe lidiar toros bravos y hacerles lo que pueda hacer un diestro o por lo menos que no hace del toreo femenino una pachanga”. Ese día alternó con los matadores Carlos Barros y Manuel Barbosa, con toros de la ganadería de Don Miguel Franco. Y vaya que triunfó. Toreó de manera “elegante, seria y artística”. Al primero de su lote le cortó un apéndice y con el segundo, vuelta al ruedo por fallar con la espada. Su triunfo la llevó a repetir para el 19 de diciembre con igual suerte. De hecho, desde entonces se ganó el mote de “la reina azteca del toreo mexicano”, comparándola con la diestra peruana Conchita Cintrón, quien ya tenía un lugar ganado en la fiesta, gracias a su talento y al apoyo del matador Chucho Solórzano.

El 14 de septiembre de 1953, el diario jalisciense El Informador comentaba de la presentación oficial de la torera en la Plaza México, después de 45 novilladas: “La joven torera de 17 años estuvo muy bien con su primer enemigo, al que toreó muy lúcidamente de capa y le hizo muy buena faena de muleta, en la cual resultaron varios magníficos derechazos, naturales y trincherazos, arrucinas y torerísimos de pecho con la izquierda. Estuvo regular con el estoque; ovación y vuelta al ruedo. En su segundo se mostró acertada en todo momento, ante la mansedumbre del novillo; mató bien y volvió a ser muy aplaudida”. Su debut la empoderó como una leyenda a partir de ese día, después de lidiar con un burel llamado Pimiento, de la ganadería de Santa Marta.

Cortó su primer apéndice el 27 de septiembre de ese mismo año. Compartió cartel con Carlos Cruz Portugal, Rubén Salazar y Javier Maceira. Lidió dos astados de Cerro Gordo y le cortó una oreja a su primero, de nombre Jazminero.

Dos años más tarde, ya como figura del toreo mexicano, el 25 de septiembre de 1955, le cortó las orejas y el rabo al becerro Bailador de la ganadería de Coaxamalucan. Alternó esa tarde con la artista norteamericana Bette Ford y completaron el cartel los novilleros Enrique Esparza y Antonio García. Ford se hizo célebre por algunas participaciones esporádicas en películas y series, de muy poco lustre. De hecho, tuvo más adeptos por el documental, The Beauty and the bull, de 1954, que se realizó por su paso en el toreo. La pieza cinematográfica no fue muy afortunada, ya que en varios momentos se ve cuando los novillos le propinaban sendos “arrastrones”. 

 

Aparicio toreó también en varias ocasiones en distintas plazas de Centro y Sudamérica, destacando una tarde en Caracas, donde compartió cartel con la estadounidense Patricia Mc Cormick.

Su carrera llevaba muy buena proyección, sin embargo, las constantes trabas que se fue encontrando por el hecho de ser mujer la llevaron a anunciar su retirada en la Plaza “El Toreo” de Cuatro Caminos, en 1957. Dos años después regresó para retirarse definitivamente. 

En el archivo de Tomás Montero Torres aparecen varias series fotográficas de algunas de las presentaciones de Aparicio en diversos cosos: las mencionadas en Guadalajara alternando con Carlos Arruza; en 1955 en la Monumental México durante su presentación con Bette Ford y, por supuesto, en la fecha de su despedida, en 1957. 


 

Sin embargo, de todo este universo llama la atención una de las series, que posteriormente se convertiría en un fotorreportaje realizado en varios escenarios: su rancho, su casa y en un centro comercial publicitando su despedida. Pero ¿qué es lo curioso de estas imágenes fotográficas? Y, sobre todo, ¿qué se quería enseñar con estas imágenes a sus seguidores?

En su rancho: éstas parecieran las imágenes más normales acordes a su oficio. La matadora aparece con su padre y mentor al lado de sus hermanas. Sin embargo, ellas, ataviadas con vestidos de calle posan para la foto; Juanita con una pañoleta en la cabeza y con botas cortas. Ninguna prenda de usanza torera; en otra pareciera que su padre le da indicaciones del paso y, otra más, dando un pase por alto al natural a un mozo que porta una cornamenta. 

 

En su casa: aparece dando pases de “feminidad”, ya haciendo un pastel; presumiendo un obsequio; sentada en la cama exhibiendo su capote; cociendo a máquina su terno; en familia, y frente al espejo arreglando su peinado para vestir de luces (todo indica que se preparaba para salir a la presentación en público para publicitar su corrida de despedida) y asistir a una entrevista radiofónica para la estación Radio Mil. Por último, realiza los rituales de la fe ante sus devociones religiosas, antes de aparecer majestuosa en la escalera de su casa ataviada al estilo campero-charro, para deleite de la lente que la esperaba para fotografiarla. 

Con sus padres y una de sus hermanas Con sus padres y una de sus hermanas

 

En el centro comercial: Ante un letrero que anunciaba su presencia, Aparicio firma autógrafos para sus seguidores y un periodista radiofónico da cuenta de los hechos. 

 

La sesión fotográfica se verificó dos días antes de su despedida. Ésta aparecería posteriormente bajo el título: “Corrió a los hombres”. El artículo fue escrito por el célebre cronista taurino Rafael Morales “Clarinero” y, por supuesto, con fotos de Tomás Montero Torres. Algunos de los pies de imágenes causan hilaridad al paso del tiempo: “No mienten los cronistas taurinos al afirmar que los ángeles torean” (al posar una gaonera); “Que muerte mayor que dejar de verla” (al interpretar la muerte suprema con la toledana); “El natural se vuelve sobrenatural” (al modelar con el capote el pase con su hermana, que le auxilia con la cornamenta). 

 

Lo curioso de las imágenes surge a partir del propósito de mostrar a una estrella del toreo que, con una intención, quizá velada, pretende desmentir a los aficionados taurinos y convencerlos, realizando una crónica detallada de que se trataba de una mujer, y que por el hecho de ser matadora de toros no permitió mostrar el abandono de sus trastes hogareños. Contrariedades y estigmas de los tiempos, que por fortuna para la fiesta y para muchos ámbitos más, se han ido borrando. 

Juanita Aparicio acompañada del fotógrafo Tomás Montero Torres Juanita Aparicio acompañada del fotógrafo Tomás Montero Torres

Para el Archivo Tomás Montero Torres es un honor contar con la participación del Doctor en Historia Carlos Silvacoordinador de Gestión Cultural de la Subdirección General de Patrimonio Artístico de la Dirección de Arquitectura del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Es, además, colaborador de diversos diarios nacionales y autor de libros como El diario de Fernando; las biografías de Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Gonzalo N. Santos; La Independencia de México; 101 preguntas de historia de México. Todo lo que un mexicano debe saber,  Los días que cambiaron México y, entre otros, Álvaro Obregón, ranchero, caudillo, empresario y político. Fue director de la Colección 20/10 Memoria de las Revoluciones en México, y desde hace más de ocho años dirige su propio sello editorial Quinta Chilla Ediciones.

Dibujos animados de México

El reportaje sobre el estudio Dibujos Animados de México S. de R. L., que resguarda el Archivo Tomás Montero Torres, documenta uno de los episodios más curiosos de la historia de la animación mexicana. Las 35 fotografías que lo integran registran un día en la vida del estudio fundado en 1947 por un grupo de entusiastas mexicanos, entre los que destacan Carlos Sandoval, Claudio Baña, Leobardo Galicia y Jesús Sánchez Rolón.

 

Los cinco formaron parte de Caricolor, empresa fundada en 1943 por Santiago Rechi con el propósito de proveer de cine animado al trabajo publicitario que hacía con POSA S.A. (Publicidad Organizada S.A.) y para el que trajo a México a destacados animadores estadunidenses, como Pete Burnes, Rudy Zamora, Carl Urbano y Manuel Moreno.

El descubrimiento de Cantinflas por Reachi y el magnifico negocio que representó el cómico para el empresario, hicieron que éste se desinteresara de la animación y cerrará Caricolor. Fue entonces cuando varios de sus trabajadores consiguieron que les vendiera el stand de animación y la cámara multiplano a un precio muy razonable y fundaron Dibujos Animados de México S.A.

La flamante empresa se instaló en unos galerones de madera propiedad de la familia de Leobardo Galicia. Baña era el director y Sánchez Rolón el coordinador general. Al poco tiempo se incorporaron Carlos Sandoval e Ignacio Rentería y otros jóvenes como Fernando Castro, Ricardo Fernández y Ernesto López (hermano del destacado fotógrafo Nacho López).

 

En la época, el periódico Novedades dio cuenta del trabajo de Dibujos Animados de México, como si se tratara del primer estudio de animación que se hubiera establecido en el país: “Sí señores –escribió un redactor anónimo–, la industria cinematográfica de México cuenta con una nueva rama, o sea, lo que México esperaba: películas de dibujos animados con sabor a nopalitos compuestos, mole, memelas y todo el encanto nacional”.

Carlos Sandoval recordaba que, pese a que “los recursos económicos eran muy escasos”, Dibujos Animados emprendió varios proyectos. Uno de ellos fue un noticiero cómico protagonizado por el reportero Estrella. Se terminaron varias secuencias, pero debido a que su producción se llevaba de tres a cuatro meses, las noticias ya habían perdido actualidad al exhibirse y el proyecto fracasó.

 

En 1949, el productor Arturo Ripstein contrató a Dibujos Animados para resolver las secuencias en que un mosquito atormentaba a los protagonistas de El diablo no es tan diablo. Se trataba de la primera vez en la historia del cine mexicano que se integraban dibujos animados y acción viva. Cuando el trabajo ya estaba prácticamente listo, un incendio provocado por la colilla de un cigarro dejada caer en un cesto lleno de micas de dibujo destruyó todo lo hecho, aunque las llamas no afectaron a la cámara. Para sorpresa de los animadores, Ripstein refinanció el trabajo y finalmente el film se concluyó. López recordaba que “fueron unos dos minutos de producción y espantoso lo que salió, pero el gesto de Ripstein fue muy bonito”.

“La falta de recursos –escribió Sandoval en su “Crónica de los dibujos animados en México”, publicada por la UNAM en 1992– y las necesidades urgentes de cada uno de nosotros hicieron que poco a poco el grupo fuera desintegrándose, al ir encontrando acomodo en las revistas de historietas y en otros ambientes que nos permitían sobrevivir, y Dibujos Animados languideció y finalmente se extinguió”.

 

Los jóvenes animadores que participaron en la aventura protagonizarían otros muchos episodios de la historia de la animación mexicana, como cuenta el libro El episodio perdido, Historia del cine mexicano de animación.

 

La legendaria cámara multiplano, que se salvó del incendio y aparece retratada en el reportaje de Tomás Montero Torres, pasaría por diferentes estudios y todavía en los años ochenta del siglo pasado fue utilizada para la realización de Crónicas del Caribe, producida por el Taller de Animación A.C., que ganó el Gran Coral en el Festival de La Habana en 1982.

 

(*)Para el Archivo Tomás Montero Torres es un verdadero honor haber contado con la colaboración del investigador Juan Manuel Aurrecoechea, a quien agradecemos profundamente su contribución para seguir dando a conocer el acervo.

Estudios CLASA

Los Estudios CLASA

Leer la lista de películas que produjo CLASA en su larga historia, es como una guía mínima del cine máximo que México realizó antes de la reciente ola de nueva producción que ha ganado laureles internacionales: “Ojos tapatíos”, “Doña Bárbara”, “El Corsario Negro”, “La barraca”, “Encadenada”, la enorme “Salón México”, “Peregrina”, “Viajera”, “Tequila” y “La tarea”, entre muchas otras. Títulos que son parte del registro emocional e imaginativo de lo que los mexicanos somos, sentimos, pensamos y, también, de lo que soñamos.

En esta colección de fotos no vemos a las grandes estrellas, que son parte de otro brillante legajo del Archivo Tomás Montero Torres, sino a los soldados de a pie en ese ejército de artesanos que contribuyen a la existencia del cine.

A pesar de lo que las tías solteronas piensan de nosotros, los profesionales que nos dedicamos al cine no trabajamos (todos) vendiendo palomitas o robándole besos a las boleteras, sino que la industria se integra por una amplia variedad de profesionales que, atrás del juego de sombras magníficas que son las películas, ponen cuidado y paciencia en la edición, corte, mezcla sonora y –antes, nostalgia aparte– en los procesos de revelado fotoquímico e impresión de negativos que, al final, cuando la lamparita parpadea a sus rigurosas veinticuatro veces por segundo, nos abren la puerta a mundos diferentes.

Estudios CLASA
Estudios CLASA

El implacable avance de la tecnología le da un valor adicional al registro que Tomás Montero dejó de esas especialidades industriales. En un mundo digital, donde millones de minutos por día se producen y suben fácilmente a toda clase de sitios web y redes sociales, el cuidado y dominio técnico que se adivina en estas fotos queda grabado para siempre.

 

 

En esos tiempos, las cámaras eran unos artefactos inmensos, construidos con acero y lámina, insonorizados con pesadas mezclas de hules, que requerían a tres o cuatro personas solo para moverlas de sitio.

Mirar a través del visor para encuadrar requería de una habilidad especial, porque las cámaras no tenían sistemas que permitieran ver exactamente el cuadro que se filmaba, sino que hacían uso de visores de paralaje.

Nuestros tiempos, veloces como un tren sin freno, permiten que editemos una película entera desde la comodidad de un escritorio, con las sencillas acciones de presionar una tecla, colocar el cursor de la computadora aquí o allá, pero en las fotos de esta colección vemos a una cortadora de negativos, una especialista en mirar los pequeños cuadros que formaban las escenas, colocar una navaja o tijera en la posición correcta, y snip-snip, cortar la imagen, dejando dentro todo lo que contaba la historia y fuera todo lo superfluo.

Por cierto, también sirven las fotos para llevar un registro de los lugares que ocupaban mujeres y hombres en esa industria ya desaparecida.

Las manos pequeñas, finas y con dedos más delgados de las mujeres se prestaban magníficamente para manipular, cortar y pegar negativos; es así que la mayoría de las mujeres que trabajaron en ese tiempo lo hacían en los laboratorios o los cuartos de edición.

 

Los hombres, a quienes la sociedad de la época consideraba más fuertes, se encargaban de las pesadas máquinas de rodaje y de los brutos, reflectores enormes que recibieron ese nombre precisamente porque su tamaño y peso requería de mucha fuerza bruta para cargarlos.

 

Así, las fotos nos enseñan también una estratificación social, basada en roles tradicionales desempeñados por cada sexo, que afortunadamente hoy han sido desbordados por una realidad en la que las mujeres aceptan y dominan gustosas las actividades que requieren fuerza bruta.

Esta parte de la colección amplísima de fotos que dejó tras de sí Tomás Montero es un magnífico testimonio de la existencia de esos que somos los que trabajamos en el cine, recuerdos del mismo cartón-piedra con el que jugamos a reconstruir al mundo.

 

De nosotros no queda más que un titubeante parpadeo en la fugacidad del espíritu humano, una sonrisa, una lágrima, un recuerdo y aquí, pruebas tangibles de que existimos; pero de ellos, de los que aparecen en estas fotos, ha quedado un registro permanente que les sirve de homenaje.

 

(*) Hugo Villa Smythe ha estado involucrado en el medio cinematográfico desde la edad de 12 años, tanto detrás de cámaras como productor y promotor. Su trayectoria incluye documentales, así como producciones de carácter educativo o industriales, tanto nacionales como internacionales. Se ha desempeñado como subdirector del Instituto Mexicano del Cine. Actualmente es productor del Festival Internacional de Cine de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, cuyos ejes rectores son Identidad, Sociedad y Medio Ambiente. Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un gran honor tenerlo como colaborador para ahondar en torno a los emblemáticos estudios cinematográficos CLASA.

Tomás Montero Torres

Hacia los márgenes: Tomás Montero Torres, fotógrafo de oposición

I. Una presentación en sociedad

Un “estuche de verdad”, lo fue este güero:

fotógrafo, pintor, acuarelista,

surrealista, cantor, un gran mambero,

eufórico escritor y publicista…

 coloreando sus placas “flexicrom”

se pasaba los días, o bien, bailando

al rítmico estallar de un rico mambo

o consumiendo el néctar de un jaibol

 calavera a tomás montero, aerovías reforma

Hasta hoy, el michoacano Tomás Montero Torres ha sido un fotógrafo poco conocido. A pesar de haber reunido el impresionante archivo del que surge esta exposición —una colección de más de 87,000 imágenes en las que se despliega la historia social, cultural y política de México entre 1941 y 1969— y de haber colaborado en esos años para publicaciones tan importantes como La Nación, Impacto, Mañana, Revista de América, Señal, Revista de revistas, El Universal y Excélsior, Montero sólo ha sido mencionado tangencialmente en la historia del fotoperiodismo de nuestro país.

Las razones para el práctico desconocimiento de la fotografía de Montero son varias: en primer lugar, la escasez de estudios serios sobre fotoperiodismo por parte de la crítica especializada en nuestro país. Salvo algunas excepciones dignas de mencionarse (las investigaciones de John Mraz, Rebeca Monroy Nasr, Alberto del Castillo y Ariel Arnal, entre otras) existen pocos ensayos que analicen el vastísimo legado de imágenes periodísticas producidas en nuestro país durante el siglo XX.

Una segunda explicación para la exigua atención prestada a la obra de Montero es su conexión con la política de derecha de aquella época: una orientación censurable, poco susceptible a ser fagocitada por la retórica “revolucionaria” de los gobiernos de esos años, como sí lo era, en cambio, la de otros fotógrafos como Juan Guzmán o, incluso, la de los hermanos Mayo.

Pero la razón que explica mejor la práctica ausencia de Tomás Montero en los recuentos sobre fotoperiodismo mexicano es la naturaleza plural y poco definible de su trabajo: además de fotógrafo, Montero también ejerció, conspicua y diestramente, como dibujante, pintor, publicista, redactor y representante de compañías aéreas. Más que ante un fotoperiodista, nos encontramos, pues, ante un verdadero “virtuoso de la imagen”.

 

¿Qué sentido tiene la extensa producción fotográfica que nos legó y que ahora, a cuarenta y cinco años de su muerte, comenzamos a desentrañar? Si bien el impresionante conjunto de imágenes de política, espectáculos, toros, aviación, la cultura, retrato, paisajismo y crítica social se puede entender como el producto natural del oficio de fotoperiodista, en el caso de Montero es preciso comprender el nexo de su fotografía con otras actividades como el dibujo, la pintura y la publicidad.  A diferencia de otros fotógrafos con los que compartió las páginas de las revistas ilustradas (Enrique Díaz, Enrique Delgado, Aurelio Montes de Oca, los hermanos Mayo, Juan Guzmán), Montero Torres realizó estudios formales de bellas artes y continuó combinando el ejercicio fotográfico con el del dibujo y la pintura a lo largo de su vida profesional. Otra singularidad respecto a los fotógrafos antes citados, es que en la producción de Montero podemos ver prácticamente todos los pasos de la práctica del fotoperiodismo, desde la toma, la edición, la diagramación, la titulación y la maquetación. En algunos muy bellos ejemplos de copias de época de la exposición “Hacia los márgenes: Tomás Montero Torres, fotógrafo de oposición” (en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco de octubre de 2014 a marzo de 2015),  puede verse cómo Montero producía fotografías expresamente para editarlas, unirlas y hacer del conjunto una serie con un sentido específico.

 

En esta exposición que orientamos hacia el trabajo fotoperiodístico de Tomás Montero quisimos compartir con el espectador esta doble capacidad gráfica y fotográfica dedicando un espacio de la exposición —la primera sala de la entrada— a su versatilidad en el periodismo. Además de tomar las fotos —lo cual empezó haciendo con cámaras relativamente lentas y pesadas— Montero también las editaba y re-encuadraba después de la toma. En ocasiones montaba varias imágenes para imprimir un sentido más claro a la serie. Pero además de repórter, Montero Torres fue grafista: parte de su trabajo en La Nación incluyó la edición, maquetación, diseño y rotulación, como muestran los originales de esta primera sala.

Acreditación de "La Nación"
Acreditación de “La Nación”

Es La Nación, la revista del Partido de Acción Nacional fundada por el periodista Carlos Septién García en 1941, la que le ofrece la oportunidad de convertirse en fotógrafo además de dibujante. No sólo concebirá Montero el diseño e imagen gráfica de la revista (cuya portada original era azul y no naranja, como después se le conoció), sino que realiza un número impresionante de reportajes sólo para ésta: en los primeros cinco años de la revista (1941-1946) habrá desarrollado cerca de trescientos reportajes.

Huelga
Huelga

 

Al respecto del ejercicio del fotoperiodismo en las décadas en las que trabajó Montero se ha de decir que éste no era fácil: a la poca consideración profesional, se sumaba el atraso técnico, la nula capacitación y los bajos sueldos. El ámbito del fotoperiodismo estaba regido por estrategias de censura tan imperceptibles como el control del papel por parte del gobierno o tan violentas y corruptas como la amenaza o el soborno, “chayote” o “embute”. Todavía en los años cuarenta el control de la prensa sigue la estrategia del “pan o palo” del Porfiriato: algunos colegas de Montero afirmaban, sin vergüenza alguna, que era más fácil ganar dinero por lo que no se publicaba que por lo que lograba publicarse.

Si Tomás Montero logró publicar sus fotografías que exponían las prácticas autoritarias de los gobiernos posrevolucionarios fue por la relativa autonomía económica de La Nación. Apoyado por su director, Carlos Septién, Montero Torres produjo una fotografía directa y sin ambages que criticaba frontalmente el discurso desarrollista priísta desde una perspectiva social-católica y de derechas que se asumía a sí misma como democrática. Ese sería el centro, el eje de nuestra exposición: el explicar al espectador, mediante la selección y el discurso museográfico, qué y cómo era el fotoperiodismo de oposición.

II. Un fotógrafo de la oposición

Publicado de manera anónima en Mañana en 1946, pero escrito por la pluma del portugués Antonio Rodríguez, el artículo de la serie “Ases de la cámara” dedicado a Tomás Montero Torres llevaba el revelador subtítulo de “Con su Leica hace tremendas acusaciones políticas”. Que Rodríguez, comunista y uno de los más fieros críticos de la época, alabara a Montero por encontrar “lo negro en donde los demás no advierten o no quieren advertir sino lo blanco” y lo definiera como “el fotógrafo de la oposición” resulta significativo. ¿Pero qué significaba ser de oposición en esa época?

 

Desde principios de los años treinta y, sobre todo, a partir del control directo del suministro de papel por parte de la Productora e Importadora de Papel (PIPSA), los distintos gobiernos revolucionarios ejercieron un sutil —pero real— control de la prensa. El ámbito del fotoperiodismo al que se integró Montero en 1941 estaba, pues, regido por estrategias directas o tácitas de manipulación de la información que iban desde la amenaza, censura y los golpes hasta la asimilación del contenido gráfico a la doctrina del gobierno a través de “chayas” o “embutes”, es decir, de sobornos.

En tal entorno gubernamental de banderas “revolucionarias” de izquierda, no podía pasar desapercibida ni la adscripción de Montero al Partido de Acción Nacional (al que pertenecía desde su fundación en 1939), ni su responsabilidad como práctico creador único del concepto gráfico y la fotografía de La Nación, producto de su cercanía con  Carlos Septién García. Hasta su muerte en un accidente en 1948, éste tendría una significativa influencia en su formación y desarrollo como fotoperiodista: de ahí el carácter frontal y sin ambages o adornos de su fotografía política y social.

 

Si algo caracteriza a Montero es su profundo sentido de compasión y de preocupación social: es ahí donde coincide con Antonio Rodríguez o Francisco Mayo, quienes a pesar de desplegar una tendencia política diametralmente opuesta a la suya, lo respetarán personal y profesionalmente. Rodríguez alabará su tesón por mantener vivo “el fuego del combate” a través de su fotografía:

…en vez de fijarse sólo en las actividades desanalfabetizadoras, capta escenas de escuelas destruidas, en los ferrocarriles, descubre la incuria, la desorganización, el caos; en las elecciones, denuncia el fraude, la violación, la ilegalidad; en los retratos de los políticos presenta lo grotesco, lo ridículo…[i]

 

Justo en ese año de 1946,  Montero había dejado testimonio de la violencia en las elecciones y, cuatro años antes, del robo de urnas. Ante Rodríguez, deja clara su posición como fotógrafo: “Sirvo mejor a México criticando, que escondiendo la realidad bajo un manto hipócrita de adulación.”[ii] Si la fotografía de Montero no es nueva, dirá Rodríguez, por lo menos se distingue de la restante fotografía que se hace en los otros periódicos de México: es “fuerte, dinámica, impresionante, plena de intención política y extraordinariamente combativa”.[iii]

III: La investigación y la exposición

La investigación que posibilitó esta muestra surgió de la colaboración que desde 2011 han tenido el Seminario de Investigación del Instituto de Investigaciones Estéticas y el Archivo Tomás Montero Torres.

El trabajo comprendió el estudio radiográfico del acervo compuesto por  87,000 clichés del Archivo Tomás Montero Torres, la digitalización básica de 32,000 de esas fotografías y la selección, escaneo y reproducción digital de las imágenes de la exposición. Durante seis meses realizamos una búsqueda e investigación de aquellas imágenes que se ajustaban al tema central de las manifestaciones sociales. En esta fase, contamos con la ayuda importantísima de Gerardo Ceballos, director del Centro de Estudios, Documentación e Investigación sobre el Partido Acción Nacional (CEDISPAN) de la Fundación Rafael Preciado, cuyo archivo permitió analizar el vínculo entre el conjunto de imágenes producidas por Montero y aquellas que en su tiempo fueron seleccionadas para ser publicadas. Este estudio también nos permitió comprender cómo trabajaba Montero preparando algunas tomas de antemano (por ejemplo, las de las series) y cómo editaba posteriormente las imágenes para ser publicadas. También encontramos constancia en las pequeñas copias de época de la intervención de Montero como grafista en La Nación.

A esta fase siguió aquella de ver todo el material varias veces y elegir preliminarmente las imágenes que pensábamos podían entrar en la exposición.  Así obtuvimos una selección de unas 500 imágenes que agrupamos por temas. Luego hubimos de elegir cuáles de estos temas mostraban mejor el trabajo de Montero, por un lado, y, por el otro, volvían visible la historia del momento. Así llegamos a los 8 núcleos temáticos que conforman la exposición.

1. Tomás Montero y el fotoperiodismo

Usos y técnicas del fotoperiodismo en los años cuarenta. La extraordinaria versatilidad de Tomás Montero como grafista y maquetista de La Nación.

2. Gobierno y propaganda

La imagen oficial, de propaganda, de los gobiernos de Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán. Montero destaca la creciente tendencia centralista y presidencialista de esos años.

3. Los entresijos de la modernidad

Los “huecos” de la modernidad desarrollista de los años del “milagro mexicano”: los efectos colaterales del descuido en la infraestructura urbana y la vivienda popular.

4. Márgenes e instituciones

Montero concentra su atención en el abandono de los niños de la calle, el deterioro de las escuelas y las condiciones ínfimas de las instituciones de atención social.

5. Religión

Tras el conflicto cristero de los años veinte, las imágenes que dan cuenta del fervor religioso del pueblo mexicano comienzan a aparecer, progresivamente, durante el sexenio de Ávila Camacho.

6. La última y nos vamos

La campaña contra el consumo popular del pulque se implementa de manera simultánea a la expansión de la industria cervecera apoyada por Ávila Camacho.

7. Disensión y movimientos sociales

Los gobiernos revolucionarios contuvieron a los sectores agrarios y proletarios mediante el control solapado de las asociaciones gremiales, durante los años del “milagro mexicano” el descontento social se hizo visible en un número variado de frentes.

8. Relevo, máscara y transa (la política)

A lo largo del gobierno de Alemán y, de manera especial, durante las elecciones de 1952, Montero continuó registrando el fraude, la ilegalidad y la violencia, así como sus efectos en los distintos agentes políticos.

8. Al mal tiempo, buena cara (desastres)

Ante los desastres —desde los políticos hasta los naturales—, el mexicano responde con humor.  Así termina la novela de Carlos Fuentes: “Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire…”.

Y aquí termino yo, dando las gracias a quienes hicieron posible esta exposición. En primer lugar, al equipo de investigación del Seminario de Investigación en Fotografía del IIE, que este año estuvo conformado por:

  • Elva Peniche
  • Iván Hernández Cortés
  • Elena Rojas Parra
  • Luis Fernando García León
  • María José Crespo
  • También fue imprescindible la colaboración del Archivo Tomás Montero Torres:
  • Martha Patricia Montero
  • Silvia Sánchez Montero
  • Julieta Sánchez Montero
  • Claudia Montero

Aquí cabe el gran agradecimiento, personal e institucional, al Centro Cultural Universitario Tlaltelolco, quien pujó para hacer posible este: a Jorge Jiménez Rentería, agradezco su convencimiento en la importancia del proyecto. A Esmeralda Reynoso, coordinadora del Memorial del 68, su apoyo y seguimiento continuo, a pie del cañón, desde los primeros meses de la investigación.  A Ander Azpiri, subdirector del Centro, su increíble capacidad para manejar cualquier situación con una sonrisa en la boca. En el diseño y montaje de la exposición fue fundamental el trabajo de Fernando Castro, quien dio materialidad, luz y color a la muestra. Gracias, Fernando, a ti y a tu equipo que hicieron lo imposible posible.

 


[i] Ibid., pp. 38.

[ii]Montero cit. por Rodríguez, idem.

[iii] Idem.

(*) Laura González Flores es Doctora en Bellas Artes por la Universidad de Barcelona (Sobresaliente Cum Laude, 1998), posee también un grado de Maestría en Artes (MFA) por la Escuela del Instituto de Arte de Chicago (1990) y la Licenciatura en Artes Visuales de la UNAM (Medalla Gabino Barreda en Artes Visuales, 1986). Desde 1986 se dedica a la producción, investigación, promoción, crítica y teoría de la fotografía. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores desde 1999. Desde 2001 es miembro de la Mesa Directiva la Fundación Cultural Mariana Yampolsky, A.C. así como del Consejo Consultivo del Sistema Nacional de Fototecas (Instituto Nacional de Antropología e Historia). Actualmente es investigadora en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, donde realiza la investigación Hacia una estética del siglo XXI: la artisticidad de las nuevas tecnologías de la imagen. Fue curadora de la primera exposición sobre el trabajo fotográfico de Tomás Montero Torres en su natal Morelia, Michoacán: A vuelo de cámara, y también de la exposición sobre la cual versa esta colaboración para nuestro blog: Hacia los márgenes: Tomás Montero Torres, fotógrafo de oposición. En el Archivo Tomás Montero Torres nos sentimos muy honrados de contar con su entusiasta participación, sus enseñanzas, su entrega y su amistad.

Los anónimos

Fue una tarde en el departamento de Silvia -Directora de Conservación del Archivo Tomás Montero Torres– mientras revisábamos las reprografías de los negativos, cuando apareció esta foto, casi de inmediato enmudecí. Elva y July (**)  por un momento dejaron de hacer lo que estaban haciendo y postraron sus ojos en la imagen que proyectaba el cañón desde la computadora; era apenas mayo del 2014, o eso creo, de la fecha no estoy tan seguro. Lo que recuerdo es que el tiempo corría deprisa por diversos motivos personales y de trabajo en cada uno de nosotros.

Ese día todos coincidimos en que se trataba de una gran fotografía, quizá una de las mejores que se hayan tomado dentro del fotoperiodismo mexicano. Intencionada o accidental, es una gran imagen: capta la  manera intempestiva en que se atraviesa un fotógrafo delante del sujeto de interés que intentaba retratar Tomás Montero: un soldado con su uniforme negro, en su mano izquierda porta una ametralladora mientras usa una máscara antigas; tal vez observa a Montero mientras realiza la foto.

Su mano derecha lleva un anillo que brilla lo suficiente para quedar registrado en el negativo de 35mm, al fondo un camión con soldados contrasta con los tonos que se hacen presentes en la toma. Del fotógrafo sólo se puede reconocer una parte de su rostro: su oreja, su ceño fruncido y la frente amplia que se conjugan con el efecto del “barrido” que la cámara registró. Es difícil reconocer a cada uno de los sujetos presentes, la insignia  del camión tampoco se hace visible a  simple vista, los otros cuatro individuos sentados dentro del camión se pierden en las sombras… Nadie es reconocible, sólo se sabe quién fue el autor de dicha imagen: Tomás Montero Torres.

¿Qué es lo que está ocurriendo en esa foto? Por sí sola la imagen no proporciona más información de la que observamos con nuestros propios ojos, hay que seguir por otro camino, ya que en su momento la fotografía no fue publicada en La Nación ni en ningún otro periódico. A más de sesenta años, los hechos que giran alrededor de la imagen no parecen tan distantes. Fue la tarde del 7 de julio, un día después de los comicios presidenciales de 1952, que ocurrieron hechos de violencia en la capital mexicana. El país había vivido una reñida campaña electoral que enfrentaba a los candidatos: Efraín González Luna del Partido Acción Nacional (PAN) en alianza con Fuerza Popular (FP); Vicente Lombardo Toledano al frente del Partido Popular (PP); Miguel Henríquez Guzmán por la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano (FPPM); y Adolfo Ruiz Cortines por el Partido Revolucionario Institucional (PRI).

De acuerdo con la prensa, las elecciones se llevaron en “calma” , los candidatos pudieron emitir sus respectivos votos sin contratiempos y la seguridad estuvo a cargo de ejército, que hacía revisiones votante por votante con el fin de evitar hechos violentos. Miguel Henríquez, General retirado del Ejército mexicano, había pretendido contender desde 1946, pero una “discusión” con Ávila Camacho lo disuadió de seguir por ese camino, o al menos así lo relata Lázaro Cárdenas en sus memorias. Al final, fue Miguel Alemán el elegido ese año para darle continuidad al proyecto institucional de la Revolución mexicana, todo bajo un nuevo esquema de partido, una de las tantas razones por las que surgió el PRI.

Henríquez causaba polémica, se le relacionaba con el círculo íntimo del ex presidente Cárdenas, al tiempo que la prensa hacía pública su labor castrense durante el levantamiento armado de Saturnino Cedillo en contra del propio Cárdenas en su época en la Presidencia -según Excélsior, él había ordenado la ejecución de Cedillo-; también se le acusaba de no ser mexicano. Los estudiantes del Politécnico simpatizaban con Henríquez, dentro del sector obrero provocaba opiniones encontradas, tenía presencia en las zonas campesinas del centro-norte del país.

La izquierda se hallaba dividida, pero se aseguraba que algunos militantes del Partido Comunista Mexicano (PCM) votarían por él, o por lo menos una parte de la izquierda partidista, ya que otro tanto se hallaba en la clandestinidad o concentrada en algunas agrupaciones que habían surgido después de la crisis que sufrió el PCM en 1947 y que terminaría por fraccionarlo. De hecho casi desaparece, su principal pecado: haber apoyado la campaña de Miguel Alemán en 1946. Las Normales y sus Federaciones Estudiantiles surgidas durante el Cardenismo habrán de elegir la clandestinidad frente a este nuevo escenario.

Henríquez y su campaña avanzaban. La del PAN también, su presencia era fuerte entre los campesinos de la zona del Bajío y Jalisco, además de contar con el apoyo de los católicos. Sólo Toledano parecía naufragar en la aventura por la silla presidencial. La CTM apoyaba a Ruiz Cortines, académicos y estudiantes de la UNAM también se pronuncian a su favor. Los maestros del sector público se hallaban divididos, algunos lo apoyarán, otros más diluyen sus votos entre los contendientes. Los burócratas votan por el PRI, en apariencia son un bloque durante estas elecciones.

A las 9 de la mañana del día 7 de julio de 1952, los periódicos capitalinos hablaban de “las elecciones más pacíficas que había tenido México en 50 años”. Hacía las 12 del día la FPPM daba como vencedor a Henríquez y a las 2 de la tarde el PRI proclamaba su victoria; de esto deja constancia Montero en su Diario de un fotorreportero. La FPPM llamaba, invitaba, a sus seguidores a acudir a la “fiesta de la victoria” ese mismo día a las siete de la noche. Su sede se encontraba muy cerca de la Alameda, por lo que el evento estaba planteado a realizarse en dicho lugar. Por otra parte, mientras el PRI daba a conocer su triunfo, el Departamento Central del Distrito Federal comunicaba que la concentración de la FPPM no estaba permitida, por lo que la policía estaba autorizada para disolver cualquier acto que no estuviese aprobado.

Hacía las 6 de la tarde, según Montero Torres y la prensa de la época, comenzaron una serie de desmanes promovidos por “individuos” que se infiltraron en la convocatoria del evento de la FPPM, quienes además, de acuerdo con el parte que la policía da a los reporteros, se hallaban ya bajo la influencia de sustancias alcohólicas, por lo que fue necesaria la intervención de la policía y el ejército. Durante horas se escenificó una auténtica batalla campal en las calles aledañas a la Alameda: algunas tanquetas del Ejército fueron quemadas, los gases lacrimógenos se esparcieron desde Donato Guerra y Avenida de la Reforma hasta la Alameda.

Soldados, “guaruras”, agentes secretos y granaderos forman parte de esta batalla. Se rumora que hay disturbios en otras ciudades, que hay sectores del Ejército dispuestos a levantarse en armas. Miguel Alemán declaró que se debía mantener el orden  y que no que se permitiría ningún hecho de violencia que dañase el proceso electoral. Lo cierto es que como resultado de la gresca hay un número de muertos que oscila de los siete a los tres, más de treinta heridos y muchos detenidos, algunos hablan de doscientos; publican sus nombres, sus fotos. Al final fueron estudiantes, campesinos, gente que transitaba por la calle y hasta niños, de acuerdo con el diario escrito por Tomás Montero. El Politécnico declaraba que investigaría a los estudiantes que participaron en los hechos, con el fin de expulsarlos de la institución en caso de hallarlos culpables de los actos violentos. A Henríquez se le obliga a abandonar la escena pública, retiro forzoso hasta el día de su muerte; algunos de sus partidarios son encarcelados, sólo queda el registro de sus nombres en los periódicos.

Montero se pregunta: Qué raro que no hubiese policías o soldados lesionados o heridos después de la larga tarde en que se reprime a los henriquistas… Al final todos quedan anónimos en las fotos de aquel día, lo que no queda anónimo son los hechos que relatan y testifican sus fotos.

(*) Iván Alberto Hernández Cortés está en proceso de titularse como Historiador por la UNAM.

(**) Tanto Iván como Elva Peniche, Elena Rojas Parra, María José Crespo, Julieta Sánchez Montero y Silvia Sánchez Montero integraron el equipo de investigación, clasificación y digitalización que coordinó la Doctora Laura González Flores, curadora de la exposición “Hacia los márgenes: Tomás Montero Torres, fotógrafo de oposición”, misma que podrá verse en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco hasta marzo de 2015.

Un héroe de 95 años

Antes que nada ¡¡¡GRACIAS!!! por la atención que el Archivo Tomás Montero Torres ha tenido para la Asociación Mexicana de Veteranos de la II Guerra Mundial A.C., fundada en 1951 en el Pueblo de Tepoztlán, Morelos. Cuando establecimos comunicación, me emocionó la idea de conocer imágenes hasta hoy desconocidas de nuestros Veteranos del Escuadrón 201, porque si bien ellos han escrito parte de la historia de nuestro país, cada uno tiene también su propio relato, es decir: su familia, su casa, sus amigos, su trabajo, en fin, tanto por contar. No imaginé que al recibir el correo electrónico, donde amablemente nos compartieron algunas fotografías relacionadas al Escuadrón 201 y sus familiares, capturadas en diferentes ocasiones por Tomás Montero, apareciera en una de ellas mi padre, Sargento 2/o. Arm. Ret. Fortino González Gudiño, y mi abuelita, Teresa González. Los sentimientos aparecieron y me emocionaron hasta el llanto… ¿Coincidencia?, no lo sé, sólo me queda claro que el trabajo realizado por su abuelo, y la calidad del mismo, no sólo documenta hechos y eventos, sino historias de valor personal y gran contenido humano.

El fortuito encuentro entre el Archivo Tomás Montero Torres y la Asociación Mexicana de Veteranos de la II Guerra Mundial A.C., será una gran oportunidad para que cada uno de ellos, o bien sus familias, terminen de escribir su propia historia. Además, estoy seguro que cuando se conozca la totalidad del material fotográfico, causará en tantas familias el mismo efecto como ha sucedido en la mía. Al difundir estas imágenes, que cuentan historias tan emotivas del regreso a nuestro querido México de nuestros Valientes Soldados, se cerrará un círculo donde nuestros Héroes de la Patria responderán a aquella canción de Pedro Flores y que interpretaron Daniel Santos y Bienvenido Granda, que dice “vengo a decirle adiós a los muchachos, porque pronto me voy para la guerra…..”

 

Felicidades por el gran legado de Don Tomas Montero, un reconocimiento a  su trabajo, lo visionario de su tiempo, y sobre todo al gran interés y entusiasmo de sus nietas para compartirnos estos tesoros. En ese ánimo, y como inicio de una relación que apenas empieza, quiero compartirles algunos hechos contados por mi padre, quien es actualmente el Presidente de la Asociación Mexicana de Veteranos de la II Guerra Mundial A.C., y quien, coincidentemente, cumple 95 años de edad este 20 de septiembre de 2014.

Aunque a principios de la Segunda Guerra Mundial México mantenía una posición neutral, las embarcaciones que utilizaba para surtir de petróleo a los aliados fueron atacadas por submarinos alemanes, por lo que el presidente Ávila Camacho, apoyado por el Congreso, decidió declarar la guerra y conformar un contingente, el Escuadrón  201, mismo que partió el 24 de julio de 1944 a Estados Unidos para tener una fase de entrenamiento y después dirigirse a Manila. Conocidos como las Águilas Aztecas, lograron por su desempeño el reconocimiento del comandante de las fuerzas aliadas, el General Douglas MacArthur, y tras la firma de la rendición incondicional de Japón, el 1º de septiembre de 1945, donde inclusive el Coronel Antonio Cárdenas Rodríguez y el Capitán Radamés Gaxiola Andrade fueron parte de los testigos, emprendieron el regreso a casa, arribando primero, el 13 de noviembre de 1945, a California, a bordo del buque Sea Marlin.

Mi padre nos contaba que al principio tenían sentimientos de temor, en parte porque no sabían si iban a regresar al país, pero sobre todo por las madres, padres y hermanos que dejaban en México. La mayoría eran solteros, sólo un 10% de ellos estaban casados. Cuando por fin la guerra terminó venían llenos de emoción por el regreso. A mis hermanos y a mi nos platicaba que tomaron el tren de Nuevo Laredo rumbo a la Ciudad de México, pero que hicieron mucho más de 30 horas porque en todos los pueblitos los paraban para recibirlos con comida y, según el lugar, con música norteña, sones o mariachis… ¡Todo era una fiesta! Llegaron a la estación de Buenavista en la madrugada del 18 de noviembre de ese año, y ahí los dejaron dormir un rato en los vagones, antes de dejar entrar a los familiares que iban a recibirlos. Seguramente la foto es de ese día, de cuando mi abuela volvió a abrazar a su hijo, mi padre.

 

Un dato interesante es que es la primera vez que el desfile cívico deportivo se adelantó dos días, con el propósito de que los miembros del Escuadrón 201 se integraran al contingente. Su arribo al Zócalo fue muy emotivo. Dice mi padre que cuando por fin lograron llegar a sus casas les faltaban botones o distintivos del uniforme: todos querían tocarlos y conservar algo de sus héroes. En los diferentes lugares de residencia y en las casas les ofrecían las tradicionales fiestas de pueblo, las que duran días. Los abrazos y los festejos eran uno tras otro.

Otro dato interesante de compartirles es que antes de partir fueron a despedirse del presidente, que era Manuel Ávila Camacho, y las órdenes de sus superiores eran abstenerse de solicitar algo, so pena de castigos severos. Pero al escuchar el ofrecimiento del presidente, de concederles algo especial, el soldado Ángel Bocanegra se adelantó y le pidió una escuela primaria para los hijos de Tepoztlán, Morelos, donde no había escuela. Así que a su regreso, tras el desfile, todos fueron a Tepoztlán el 25 de noviembre, junto con el presidente y el Secretario de Defensa, con la sorpresa de que era para inaugurar la escuela que es la primera primaria del lugar –ahora hay 14– y la primera que tiene por nombre Escuadrón 201. Por muchos años les rendían ahí homenaje a los veteranos, con danzas de los niños, pero últimamente ya no por sus edades. De ahí salieron varios presidentes municipales y otros personajes importantes de Morelos.

 

Este próximo 18 de noviembre se conmemorarán 69 años del regreso a México del Heroico Escuadrón 201. Su historia ya se cuenta menos, pero sin duda es una parte importante de lo que hoy somos.

(*) Don Alberto González Ramírez es Secretario y Socio Civil de la Asociación Mexicana de Veteranos de la Fuerza Aérea Mexicana. Para el Archivo Tomás Montero Torres es un verdadero honor que nos haya compartido estas anécdotas contadas por su padre, y hemos de decir que nos causó también una gran emoción que la vida nos sorprendiera con la magia de esta foto: que fuera una primer pieza intercambiada para conocernos y resultara tan vinculada a él y a su familia. Con el resto del material fotográfico que Tomás Montero realizó de los miembros del Escuadrón 201 y sus familiares estaremos preparando una sorpresa para todos ustedes. Estén pendientes.

Ana Mérida y los murales de Bonampak

La búsqueda de la llamada “Ciudad Perdida” de los mayas, provocó que los exploradores Giles Healy y Carlos Frey, guiados a su vez por los lacandones José Pepe Chambor y Acasio, descubrieran los extraordinarios murales de Bonampak, en Chiapas, durante los meses de abril y mayo de 1946. A partir de ese momento inició un amplio interés, nacional e internacional, por entender la historia plasmada en las pinturas; pero sería hasta 1948 que tendría lugar una primera expedición formal, integrada por expertos de México y Estados Unidos.

Ana Mérida Y LOS MURALES DE BONAMPAK
Ana Mérida Y LOS MURALES DE BONAMPAK

 

Eso sucedió durante el gobierno estatal de Francisco J. Grajales, quien por cierto el 30 de julio de ese año, y a iniciativa de Rómulo Calzada, convocaría a artistas e intelectuales –entre ellos Rosario Castellanos– a una reunión para crear el Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas, que desde el inicio se distinguió por sus diversas e intensas actividades. Como parte de las mismas, el propio gobernador invitaría unos años después a la bailarina y coreógrafa Ana Mérida a crear una obra inspirada, precisamente, en los murales de Bonampak; algo que seguramente la entusiasmó, ya que al ser hija del pintor Carlos Mérida –guatemalteco naturalizado mexicano– tenía raíces vinculadas a esa región del continente.

Ana Mérida
Ana Mérida

 

Después de varios meses de trabajo el resultado fue el Ballet Bonampak, para el que su propio padre realizó las escenografías, mientras que el argumento fue autoría del escritor Pedro Alvarado Lang. El vestuario estuvo en manos de Leopoldo y Ángeles Macías, y la música a cargo de Luis Sandi, estrenándose en noviembre de 1951, en Tuxtla Gutiérrez (vale la pena mencionar que gracias a los esfuerzos del INBA, las partituras originales se recuperaron y entregaron para su custodia a la Orquesta Sinfónica de Chiapas, en octubre de 2010).

Ana Mérida
Ana Mérida

 

Se trató de una obra monumental, que requirió, como una anécdota digna de mencionar, que Ana Mérida contratara a danzantes del centro de la Ciudad de México, como ella misma comentaría en una entrevista: Contraté a 35 y me los llevé a Chiapas, donde logré juntar a 140 elementos, contando entre ellos a las señoritas de sociedad. Se trataba de reproducir, de ponerle movimiento a los frescos de Bonampak; utilizaba pasos autóctonos y luego movimientos que yo inventaba”.

 

Ana Mérida
Ana Mérida

En junio de 1952 se repone el Ballet Bonampak en el Palacio Nacional de Bellas Artes. A la función del día 20 asistió Tomás Montero Torres, en su calidad de fotorreportero, tal como lo asentó en algunos fragmentos de su “Diario de un Fotógrafo de Prensa”.

Ballet de Bonampak
Ballet de Bonampak en Bellas Artes

 

Ana Mérida
Ana Mérida y los murales de Bonampak

Cabe decir que Montero Torres no fue el único que mostró una crítica al respecto. De acuerdo con el Laboratorio Mexicano de Recopilación de la Danza, el polifacético artista Miguel Covarrubias –quien además fue director de la Escuela de Danza del Instituto Nacional de Bellas Artes, con Carlos Chávez a la cabeza– consideró que “más que una danza es un gran espectáculo escolar”. Pese a ello, el Ballet Bonampak es, junto con la Fiesta Chiapaneca, un espectáculo que a la fecha es signo de identidad de los habitantes de ese bellísimo estado, y al paso de los años su producción se ha ido perfeccionando.

Ana Mérida
Ana Mérida

Ana Mérida
Ana Mérida

 

El argumento parte de la amenaza que sufre la ciudad de Bonampak por ejércitos adversarios, ante lo cual los sacerdotes invocan a las divinidades y los guerreros entablan una batalla de la que salen triunfadores. Cuando va a caer el telón, los danzantes adoptan las posturas que muestran las figuras de uno de los murales.

 

Ana Mérida
Ana Mérida

Hace 23 años, un 12 de agosto de 1991, falleció en la Ciudad de México Ana Mérida. Este aniversario luctuoso nos permite recordar a quien está considerada como “una de las forjadoras de la danza moderna de México”, y quien en vida recibió distinciones por su actuación en la película El Santo Oficio (1973), y por el montaje de las coreografías La Luna y el venado, y La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca.

 

Ana Mérida
Ana Mérida

100 años Archivo Montero

A 100 años: dos cartas

Hoy mi abuelo cumpliría 100 años. Y aunque se dice fácil nunca es así de fácil para nadie. En los últimos 5 años he dedicado una buena parte de la jornada semanal a contar, clasificar, limpiar, catalogar, acomodar, digitalizar, buscar, platicar, aprender, estudiar, conocer y promover el archivo fotográfico de Tomás Montero Torres, mi abuelo.

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¿Por qué digo que no es fácil? Bueno, primero para él, como fotógrafo, porque debió de sacrificar tiempo con su familia, estar en un constante entrar y salir de su casa, de su oficina, de la vida de sus padres, de su esposa y de sus hijos. Además, también hay que tomar en cuenta que fue maestro de fotografía, publicista y pintor, actividades que requieren dedicación y tiempo. Privilegiado en su época, tuvo la suerte de capturar con su lente muchos acontecimientos de la construcción del México posrevolucionario, el México de los grandes cambios.

No ha sido fácil para mi tampoco. A través de su trabajo estoy conociendo su ideología, sus gustos, su filiación política, sus compromisos, el amor a su tierra. He conocido a algunos de sus amigos, compañeros y su forma de trabajar, historias tristes, historias alegres, anécdotas. En otras palabras, estoy conociendo a mi abuelo a más de 40 años de su muerte.

Abuelito: te quiero mucho y te extraño, ¡feliz cumpleaños!

Silvia Sánchez Montero

Tomás Montero
Tomás Montero

Hace 100 años en Morelia, Michoacán, nació Tomás Montero Torres. Tengo no solo el enorme privilegio de ser su nieta sino de formar parte del entusiasta equipo de cuatro (Silvia, Claudia, Julieta y yo), que nos dedicamos a rescatar y difundir su legado fotográfico, integrado por poco más de 86 mil negativos. Crecí extrañándolo, me enseñaron a respetar su ausencia y a interesarme por su persona, ya que falleció muy joven y cuando yo tenía poco más de tres años. Lo sabía sobre todo pintor, porque en todas las casas de la familia hay obra suya (autorretratos, paisajes, miniaturas, cristos y vírgenes); y la verdad poco fotógrafo. Mi abuela solía contar como una gran anécdota la vez que, en el año 50, estuvo en la sierra tarahumara para hacer un reportaje gráfico muy amplio y había pasado hambre, igual que los rarámuris, y comido rata de campo. También sabía que había sido compadre de Carlos Septién García y que por una gripa se había salvado del accidente de avión que le quitó la vida al decano del periodismo.

Fotógrafos

No imaginé que varios lustros después descubriría que la fotografía había sido el eje central de sus actividades profesionales, que había sido colega y amigo de otros grandes de la lente como los Casasola o los Mayo, que había colaborado con gran productividad en prácticamente todos los periódicos y revistas ilustradas de su época, que entre otros temas tendría uno de los archivos más completos en aviación civil o que, con la honrosa tarea de salvaguardar su legado, tendríamos la oportunidad de conocer a personas imprescindibles en este camino…

AbueloFlor

La vida es sabia y hoy más que nunca estás cálidamente presente, compartiendo a través de tu diario, de los amigos que te sobreviven, de tus pinturas, y sobre todo por medio de tus fotografías, la extraordinaria generosidad de tu ser. ¡Gracias, gracias, gracias! Te quiero mucho…

Martha

 

Para conmemorar el centenario del natalicio de Tomás Montero Torres los invitamos a participar en una serie de trivias, que da inicio a partir de esta fecha tan significativa para el Archivo Tomás Montero Torres. Cada semana tendremos una nueva, junto con escritos y fotografías que iremos compartiendo. A los diez primeros que envíen sus respuestas correctas a archivotomasmontero@gmail.com les haremos llegar a vuelta de correo una postal conmemorativa por este aniversario… ¡Anímense y participen!

1.- ¿En qué fecha apareció la primer entrada de este blog?

2.- ¿Cuál es el artículo que cuenta con el mayor número de comentarios?

3.- Diga el nombre de por lo menos un colaborador de este blog que no sea familiar de Tomás Montero Torres

 

¡Gracias!