Recién llegado a México de su exilio en Cuba y en Chile, a finales de la Segunda Guerra Mundial, David Alfaro Siqueiros pinta el mural Nueva Democracia en el Palacio de las Bellas Artes, en 1945.
Basado, entre otros, en el estudio El Día de la nueva Democracia que pinta en Cuba, y en Torso femenino. La modelo de esta dramática obra monumental es, como en muchas otras ocasiones, su esposa Angélica Arenal. Tomás Montero Torres captura fotográficamente aspectos de la obra y al artista realizando el mural, por lo que es un testimonio muy valioso de este proceso creativo.
El mural está colocado en el Palacio de Bellas Artes de manera que se puede ver desde los más diversos ángulos para que se produzca la sensación de dinamismo cinético. Como lo describió uno de sus biógrafos, Philip Stein: “En el centro, explotando desde el cráter de un volcán, se encuentra una figura alegórica femenina que representa la Nueva Democracia. La mitad visible de esta figura ocupa toda la altura del mural. Adornada con un gorro frigio, su cabeza echada para atrás muestra su cara tensa. Lanza sus dos brazos de frente hacia el espacio. De sus muñecas aún cuelgan las cadenas del peso de la esclavitud, al tiempo que en sus manos sostiene la antorcha de la libertad y la flor de la paz. De su espalda, del lado derecho, si uno ve el mural de frente, hay un brazo masculino musculoso que lanza su puño hacia delante, hacia el espacio. Abajo del puño, en el color de gris muerte, yace una figura nazi, sin vida. En los paneles a la derecha e izquierda, están pintadas las víctimas de la agresión fascista”.[1]
El mural estaba listo para el 20 de noviembre de 1945, aniversario de la Revolución mexicana. Se trataba del fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota del fascismo. El mural fue considerado profundamente subversivo y fue criticado durante mucho tiempo, por la claridad de su mensaje en relación con el triunfo de los Aliados contra las fuerzas nazifascistas.
Esta serie fotográfica se ubica en el mismo tiempo en el que pinta su poderoso autorretrato El Coronelazo, un mote que le inventó, burlonamente, un periodista “gachupín” de Últimas Noticias. Siqueiros, en vez de rechazarlo, inteligentemente se lo apropió. También es el momento en el que publica su famoso y controversial libro No hay más ruta que la nuestra.
[1] Philip Stein, Siqueiros: His Life and Works (Nueva York: International Publishers, 1994): 152.
La Doctora Irene Herner Reiss es especialista en la obra de David Alfaro Siqueiros para coleccionistas privados, museos y casas de subasta de México, Estados Unidos y Europa; así como asesora académica del Proyecto Integral de Remodelación del Polyforum Cultural Siqueiros, entre otros cargos importantes. Destacada y apasionada investigadora, para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un verdadero privilegio contar con una colaboración suya.
Corre el año de 1990, se presenta en el Museo del Palacio de Bellas Artes la Exposición “La Escuela Mexicana de Escultura. Maestros Fundadores”, inaugurada el 14 de marzo a las 19:30 en las salas: Nacional y Diego Rivera. Se trataba de un proyecto de la Coordinación Nacional de Artes Pláticas del INBAL, dirigida entonces por la maestra Teresa del Conde (Ciudad de México 1938 – 2017), siendo responsable de la curaduría el doctor Agustín Arteaga Domínguez, investigador del Centro de Investigación y Documentación de Artes Plásticas.
Se consideraron diez representantes de los escultores que formaron parte de esta escuela, amén de no ser los únicos que integraron dicha agrupación dentro del contexto del arte moderno en México: Carlos Bracho (1899 – 1966), Federico Canessi (1905 – 1977), Ceferino Colinas (1901 – 1985), Juan Cruz Reyes (1914 – 1991), Mardonio Magaña (1866 – 1947), Francisco Arturo Marín (1907 – 1979), Oliverio Martínez (1901 – 1938), Luis Ortiz Monasterio (1906 – 1990), Guillermo Ruiz (1894 – 1965) y Ernesto Tamariz (1904 -1988).
Fue muy emotiva la inauguración, pues de todos los homenajeados el único con vida y representante en aquel evento fue justamente Juan Cruz Reyes, quien inicia sus estudios en artes plásticas a partir de 1930 en la Academia de San Carlos y en 1934 se incorpora al Instituto de Investigaciones Etnográficas.
En su destacada profesión como escultor se encuentra, en 1934, su participación con Ignacio Asúnsulo (1890 – 1965) en el colosal monumento al general Álvaro Obregón en el Parque la Bombilla, en San Ángel, Ciudad de México.
Participa en 1937–1938 con Guillermo Ruiz Reyes (1894 – 1965), Rómulo Rozo (1899 – 1964) y Francisco Zúñiga (1912 – 1988) en el desarrollo de la efigie monumental de José María Morelos en Janitzio, así como en la escultura de la heroína de la Independencia Gertrudis Bocanegra en el mismo Pátzcuaro, Michoacán, y en otra más del rey purépecha Tanganxuan.
En 1938 colabora en la instalación de la gran figura de Benito Juárez en Bogotá, Colombia, realizada por Guillermo Ruiz (1894 – 1965).
En 1947 gana el primer premio de la V Feria del Libro con una propuesta monumental que conmemora la figura del literato español Miguel de Cervantes Saavedra, misma que se fue construyendo en el espacio cupular del Monumento a la Revolución, como puede verse en estas fotografías captadas por Tomás Montero Torres.
Con las ganancias del premio realizaron la maqueta, sin embargo, es una pena pero nunca llegó a fundirse. Las fotografías del Archivo Montero demuestran el complejo andamiaje y se advierte como el titular del proyecto, junto con sus colaboradores, van decreciendo frente a la dignidad del propio Cervantes.
El concurso del Monumento a la Bandera en 1948 lo gana Jorge González Camarena, pero la propuesta de Juan Cruz Reyes queda plasmada en la maqueta de yeso que logró fundir en bronce. Ambos modelos se conservan en diferentes colecciones.
En 1950 obtiene la Beca Guggenheim con el proyecto “Estudio de la escultura prehispánica y la labor creativa”; al año siguiente expone de manera individual en la New School of Social Research, Estados Unidos.
En 1986 el Gobierno de Japón selecciona y adquiere su obra “Paz maternal”, para ubicarla en la calle de las Esculturas de la Ciudad de Nagoya.
En 1990 el Museo del Palacio de Bellas Artes le rinde un sentido homenaje en la Sala Paul Westheim, la muestra tuvo como título Juan Cruz Reyes: cinco décadas de obra escultórica.
Su vida corrió entre las grandes obras monumentales, de talla directa, diseño, cerámica y de artes aplicadas, lo mismo que con su actividad docente en escuelas de Bellas Artes y del Instituto Mexicano del Seguro Social. Su estética oscila entre las formas pétreas y cerradas del arte precolombino y la modernidad dinámica de gran fuerza en sus piezas de pequeño formato, tales como el Monumento a la Bandera y la terracota de una mujer joven sedente, que puede interpretarse como la enseñanza o bien referirse a una alegoría de la ley.
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Recibe múltiples reconocimientos, diplomas, premios y condecoraciones nacionales e internacionales. Muere en 1991.
En lo personal, me he gratificado de continuar, hasta hoy, con la gran amistad de la Familia Cruz Arredondo.
Las fotografías que se conservan en este acervo dan testimonio de un Juan Cruz joven, con obras de gran fuerza.
Recibí la invitación del Archivo Montero para presentar un texto sobre el citado escultor, a propósito de las fotografías periodísticas tomadas por don Tomás Montero Torres (Michoacán 1913 – Ciudad de México 1969), mismas que aquí se reproducen.
Hago votos por la fructífera labor del archivo, que marca momentos muy importantes y sustantivos para la historia y la cultura de la primera mitad del siglo XX.
(*) Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un verdadero honor contar con esta colaboración de la maestra María Estela Duarte Sánchez, Tely, investigadora del Museo Nacional de Arte y especialista en escultura mexicana y sus creadores, un tema al que ha dedicado largos años de estudio apasionado y comprometido.
Aparecen en México fotografías inéditas del poeta andaluz realizadas por el periodista gráfico Tomás Montero Torres
Hay poetas que, pese a contar con una obra amplia, el conjunto de esta se ve eclipsado por un libro en particular, un poema concreto. El caso de Pedro Garfias es uno de ellos: autor de otros poemas antes y después, su recuerdo lo asociamos siempre a una elegía muy justamente alabada, epítome del exilio: Primavera en Eaton Hastings. No corresponde esta a su etapa española ni a la mexicana, inicio y final de su carrera, sino a ese interludio terrible, porque era cuando empezaba a sentir el arañazo de la pérdida, en una pequeña localidad cercana a Oxford y acogido a la hospitalidad de lord Faringdon en aquel lugar en el que antes que él vivió brevemente Luis Cernuda y después de él Arturo Barea. De aquel destierro de Garfias en Inglaterra habló Pablo Neruda en sus memorias, Confieso que he vivido, donde evoca su capacidad de comunicación con un tabernero local; extraño diálogo, pues ni aquel sabía español ni inglés nuestro poeta.
He escrito “nuestro” poeta, y digo bien, porque Pedro Garfias es poeta español y mexicano, y da gusto compartir su legado a horcajadas del ancho océano. Nacido en Salamanca, el escenario de buena parte de su infancia y juventud se desarrolló en Andalucía. El destino lo zarandeó y él sustituyó la tasca de su tierra nativa por la cantina (en medio, ya dije, el viejo pub inglés). Garfias fue uno de aquellos que con la derrota de la República arribaron al puerto de Veracruz en el Sinaia, como Juan Rejano, Manuel Andújar o Ramón Gaya, en una travesía narrada por Andrés Trapiello en su novela Días y noches. Garfias escribió en su poema “Entre España y México”, a bordo de aquel barco:
Qué hilo tan fino, qué delgado junco
—de acero fiel —nos une y nos separa
con España presente en el recuerdo,
con México presente en la esperanza.
Repite el mar sus cóncavos azules,
repite el cielo sus tranquilas aguas
y entre el cielo y el mar ensayan vuelos
de análoga ambición, nuestras miradas.
España que perdimos, no nos pierdas,
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga,
que un día volveremos, más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda
de este mar, con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta…
La vida bohemia de Garfias, siempre escribiendo en papelitos que escribía aquí o allá y allá o aquí perdía, lo llevó por diferentes lugares de su país de adopción, de la Ciudad de México a Monterrey, donde murió, pasando por otras ciudades como Guadalajara, donde tiene un busto en una glorieta que se abre a la avenida Chapultepec. Hay otro busto suyo, menos impresionista e indómito, en el Parque España de la capital mexicana. En el archivo del gran fotógrafo Tomás Montero Torres (1913-1969), que lo mismo retrató a Cantinflas que a Pedro Infante, a Lola Flores o Estrellita Castro de gira en México, sin olvidar a braceros y desheredados, han aparecido también dos imágenes de Garfias, más que bustos, porque en una posa de cuerpo entero y en la otra de cintura para arriba. Aunque en las dos dimensiones de un negativo, de una cartulina, tienen además una tercera dimensión, relieve: a Garfias se le ve vivo, como que casi se le puede tocar.
No están fechadas estas fotos tomadas por Montero Torres, pero deben de ser de muy finales de los cuarenta o de primeros de los cincuenta, si se compara el físico del poeta con otras que conocemos de aquella época. A diferencia de varias de grupo en las que aparece él, aquí lo tenemos solo, trajeado como era norma de la época pero con una corbata de fantasía que le aporta un toque artístico, un poco de dandi. Contra esto conspiran sin embargo su cuerpo grueso y algunas manchas, roces e hilos sueltos en pantalones y chaqueta. De los zapatos, sus andariegos zapatos, nada vemos. Probablemente estarían lustrosos, tras el trabajo de un boleador. También seguramente estarían gastados, asendereados como se decía de los héroes de antaño.
Montero Torres consiguió con estos dos retratos los mejores que se conocen del poeta (como también hizo con Cernuda en fotografías que me confiaron sus herederas y se publicaron por primera vez en el libro publicado por la Fundación Cajasol A Luis Cernuda desde Sevilla, 1963-2013, coordinado por Ismael Yebra). Una cosa no logró, sin embargo: arrancar una sonrisa a quien no en vano tituló su último libro Río de aguas amargas (1953), poco más tarde, presumimos, de esta sesión que lo fija contra la voluntad destructora del tiempo. Ni un excelso fotógrafo puede en el instante de encuadrar y pulsar el disparador borrar la tristeza acumulada en el corazón de un hombre.
En el Archivo Tomás Montero Torres nos sentimos muy honradas por la colaboración del escritor, traductor, ensayista y poeta español Antonio Rivero Taravillo. A lo largo de su trayectoria ha sido galardonado con diversos reconocimientos, por la calidad de sus publicaciones, entre ellos el XX Premio Comillas de la editorial Tusquets por su biografía sobre el poeta Luis Cernuda, el Premio de la Feria del Libro de Sevilla 2011, el Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías por Cirlot. Ser y no ser de un poeta único y el II Premio de Aforismos Rafael Pérez Estrada, por la colección Especulaciones ciegas, en 2017. Gracias a él, este artículo también fue publicado en el prestigioso Diario de Sevilla: https://www.diariodesevilla.es/ocio/Pedro-Garfias-retratos_0_1579344404.html