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Category : Periodistas y fotógrafos

María Estela Duarte Sánchez (*)

Juan Cruz Reyes: un escultor de obras monumentales

Corre el año de 1990, se presenta en el Museo del Palacio de Bellas Artes la Exposición “La Escuela Mexicana de Escultura. Maestros Fundadores”, inaugurada el 14 de marzo a las 19:30 en las salas: Nacional y Diego Rivera. Se trataba de un proyecto de la Coordinación Nacional de Artes Pláticas del INBAL, dirigida entonces por la maestra Teresa del Conde (Ciudad de México 1938 – 2017), siendo responsable de la curaduría el doctor Agustín Arteaga Domínguez, investigador del Centro de Investigación y Documentación de Artes Plásticas.

Se consideraron diez representantes de los escultores que formaron parte de esta escuela, amén de no ser los únicos que integraron dicha agrupación dentro del contexto del arte moderno en México: Carlos Bracho (1899 – 1966), Federico Canessi (1905 – 1977), Ceferino Colinas (1901 – 1985), Juan Cruz Reyes (1914 – 1991), Mardonio Magaña (1866 – 1947), Francisco Arturo Marín (1907 – 1979), Oliverio Martínez (1901 – 1938), Luis Ortiz Monasterio (1906 – 1990), Guillermo Ruiz (1894 – 1965) y Ernesto Tamariz (1904 -1988).

Fue muy emotiva la inauguración, pues de todos los homenajeados el único con vida y representante en aquel evento fue justamente Juan Cruz Reyes, quien inicia sus estudios en artes plásticas a partir de 1930 en la Academia de San Carlos y en 1934 se incorpora al Instituto de Investigaciones Etnográficas.

En su destacada profesión como escultor se encuentra, en 1934, su participación con Ignacio Asúnsulo (1890 – 1965) en el colosal monumento al general Álvaro Obregón en el Parque la Bombilla, en San Ángel, Ciudad de México.

Participa en 1937–1938 con Guillermo Ruiz Reyes (1894 – 1965), Rómulo Rozo (1899 – 1964) y Francisco Zúñiga (1912 – 1988) en el desarrollo de la efigie monumental de José María Morelos en Janitzio, así como en la escultura de la heroína de la Independencia Gertrudis Bocanegra en el mismo Pátzcuaro, Michoacán, y en otra más del rey purépecha Tanganxuan.

En 1938 colabora en la instalación de la gran figura de Benito Juárez en Bogotá, Colombia, realizada por Guillermo Ruiz (1894 – 1965).

En 1947 gana el primer premio de la V Feria del Libro con una propuesta monumental que conmemora la figura del literato español Miguel de Cervantes Saavedra, misma que se fue construyendo en el espacio cupular del Monumento a la Revolución, como puede verse en estas fotografías captadas por Tomás Montero Torres.

Con las ganancias del premio realizaron la maqueta, sin embargo, es una pena pero nunca llegó a fundirse. Las fotografías del Archivo Montero demuestran el complejo andamiaje y se advierte como el titular del proyecto, junto con sus colaboradores, van decreciendo frente a la dignidad del propio Cervantes.

El concurso del Monumento a la Bandera en 1948 lo gana Jorge González Camarena, pero la propuesta de Juan Cruz Reyes queda plasmada en la maqueta de yeso que logró fundir en bronce. Ambos modelos se conservan en diferentes colecciones.

En 1950 obtiene la Beca Guggenheim con el proyecto “Estudio de la escultura prehispánica y la labor creativa”; al año siguiente expone de manera individual en la New School of Social Research, Estados Unidos.

En 1986 el Gobierno de Japón selecciona y adquiere su obra “Paz maternal”, para ubicarla en la calle de las Esculturas de la Ciudad de Nagoya.

En 1990 el Museo del Palacio de Bellas Artes le rinde un sentido homenaje en la Sala Paul Westheim, la muestra tuvo como título Juan Cruz Reyes: cinco décadas de obra escultórica.

Su vida corrió entre las grandes obras monumentales, de talla directa, diseño, cerámica y de artes aplicadas, lo mismo que con su actividad docente en escuelas de Bellas Artes y del Instituto Mexicano del Seguro Social.  Su estética oscila entre las formas pétreas y cerradas del arte precolombino y la modernidad dinámica de gran fuerza en sus piezas de pequeño formato, tales como el Monumento a la Bandera y la terracota de una mujer joven sedente, que puede interpretarse como la enseñanza o bien referirse a una alegoría de la ley.

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Recibe múltiples reconocimientos, diplomas, premios y condecoraciones nacionales e internacionales. Muere en 1991.

En lo personal, me he gratificado de continuar, hasta hoy, con la gran amistad de la Familia Cruz Arredondo.

Las fotografías que se conservan en este acervo dan testimonio de un Juan Cruz joven, con obras de gran fuerza.

Recibí la invitación del Archivo Montero para presentar un texto sobre el citado escultor, a propósito de las fotografías periodísticas tomadas por don Tomás Montero Torres (Michoacán 1913 – Ciudad de México 1969), mismas que aquí se reproducen.

Hago votos por la fructífera labor del archivo, que marca momentos muy importantes y sustantivos para la historia y la cultura de la primera mitad del siglo XX.

(*) Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un verdadero honor contar con esta colaboración de la maestra María Estela Duarte Sánchez, Tely, investigadora del Museo Nacional de Arte y especialista en escultura mexicana y sus creadores, un tema al que ha dedicado largos años de estudio apasionado y comprometido.

Cuando el viaje era la música

Eran otros tiempos. Las distancias dentro de la ciudad no eran tan impenetrables. Llegar a la estación de Buenavista tomaba menos esfuerzo. Y era más emocionante. Hoy es un cadáver. Entonces la colmaba ese rumor de muchedumbre que va, viene o viene a despedir, a recibir. El ramillete febril de los andenes de la gran promesa hacia Nonoalco. Una voz estridente anunciaba por el magnavoz salidas y llegadas. Oaxaca, Veracruz, Mérida, Tapachula, eran mis destinos favoritos, o alguno de sus incontables puntos intermedios. Los porters, con algo de húsar en desuso. Los maleteros para los “ricos”, que no lo eran tanto pero viajaban en dormitorio. Los pobres, que sí lo eran, y los indios con sus bultos redondos, sus morrales, sus botellones de pulque, su canasta con tortillas, arroz y, con suerte, pollito cocido. Guajolotes y gallinas amarrados de las patas. Un olor a verdura, a sudor pasado por el maíz y los días. Una prisa relativa, fodonga.
Pitidos ensordecedores y familiares. Máquinas resoplando. El chirriar aún leve de los convoyes patinando en los rieles hasta el alto total cuando arribaban. La parsimonia de los trenes que partían. Correr. Alcanzar el estribo para no quedarse. Discutir con el billetero que desde el primer momento dejaba bien asentada su autoridad sobre los pasajeros. Encontrar asiento, o ya no y resignarse. El equipaje, donde cupiera: arriba, abajo o a los lados. Los lugares más impresentables de la vieja capital desfilaban por las ventanillas: traspatios de fábricas, almacenes monumentales en Vallejo, Azcapotzalco y Pantaco. Colonias de paracaidistas, el canal del desagüe, los barrios de vagones abandonados vueltos casa. Y por fin, el campo. Primero nopaleras y magueyales más allá de Lechería o por Apizaco. Después el bosque.
Un mundo y un tiempo en sí mismos. Otro México, lejos de las carreteras y dependiente del paso del tren. De su detenerse unos minutos que concentraban toda la vida económica de los pueblos. “Café, café, quiere café”. Vendedoras de tacos de canasta, paletas heladas, nanche en almíbar, dulce de agave. Unas trepaban los vagones. La mayoría se apiñaban bajo las ventanillas alzando piña, naranja, aguas frescas, pulque, cabuches.
Lo demás era la marcha. Cada pieza metálica de los carros poseía vida propia, ninguna tuerca estaba bien apretada. Todo tenía juego: los asientos, las barras, las paredes, los compartimientos, las plataformas, los estribos. La unión entre dos vagones, que para eso estaba, para tener juego, virar, deslizarse, unir el ferrocarril en fila india.
Y entonces lo mejor: las distancias. La locomotora pitaba entusiasmada y fijamente lejana. Las máquinas hacían alarde de su poder como un triunfo importante de la Era Industrial, y aunque ya emplearan diesel, seguían pareciendo del ochocientos y pico.
Bamboleo y estridencia. El sobrecogimiento de los rieles sobre la grava y los durmientes al paso de las toneladas del tren. Una cadencia, traca traca traca. Cambios de ritmo. Un repicar de campanas pesadas. Un conmoverse cada cosa, establemente inestable, un tamborileo progresivo a la manera de una jazz band. Percusiones de hierro. La trompeta del pito. La adoración increíble del viento veloz. El olor a metal y grasa y cosa vieja tocaban otras zonas de los sentidos.
Pero el oído atravesaba transversalmente la experiencia del ojo, el olfato, las yemas de los dedos. Sinfonía en forma de sonata. Glissandi en las pendientes, allegro en las praderas, andante con motto en las curvas de la serranía. Todo masivo, incansable, profundo y barítono, con algo de chelo, de contrabajo, de tuba. En el día, en la noche, una música muy, muy larga, circular, épica. Anchos adagios.
Hasta el paisaje sonaba. Aquellos verdes de pino y barranca se inundaban de estrépito ferroviario y modulaban el eco. El vaivén arrullaba a los viajeros a pesar del ruido. Quien podía, se adormecía. Los ronquidos. Allá afuera el país corría, caminaba, suspiraba sobre horizontes nunca quietos, pero alcanzables, como si todo conservara una escala humana. No existían grabadoras, walkman, radios portátiles. Mucho menos iPod. Uno no cargaba música en el equipaje todavía. La música, brutal y majestuosa, estaba en los recintos inestables de alto techo y pasillos de tal estrechez que obligaban al esfuerzo, a la tensa cortesía, al empujón decidido. Cuerpos contiguos y un cacarear desesperado de pollos con el pico contra el suelo. Mediante propina algunos lograban transportar que si un puerco, que si un chivo. Para los animales no era divertido. Su lamento acompañaba la canción de las máquinas.
La tristeza de los adioses, la melancolía del trayecto, la esperanza adelante, la alegría de llegar. Eran otros tiempos, sin ubicuidades virtuales ni eficacia electrónica. El tiempo era real, los trenes danzaban, percutían, cantaban su fuerza titánica, autosuficiente y fugitiva.Hermann Bellinghausen (Ciudad de México, 17 de mayo de 1953) es médico, narrador, poeta y editor mexicano. Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un privilegio que nos haya dado permiso de publicar este texto, que es parte del Último tren de los Tres Tristes Trenes, incluido en su libro “La entrega” (2004).