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Category : Periodistas

Hermann Bellinghausen

Cuando el viaje era la música

Eran otros tiempos. Las distancias dentro de la ciudad no eran tan impenetrables. Llegar a la estación de Buenavista tomaba menos esfuerzo. Y era más emocionante. Hoy es un cadáver. Entonces la colmaba ese rumor de muchedumbre que va, viene o viene a despedir, a recibir. El ramillete febril de los andenes de la gran promesa hacia Nonoalco. Una voz estridente anunciaba por el magnavoz salidas y llegadas. Oaxaca, Veracruz, Mérida, Tapachula, eran mis destinos favoritos, o alguno de sus incontables puntos intermedios. Los porters, con algo de húsar en desuso. Los maleteros para los “ricos”, que no lo eran tanto pero viajaban en dormitorio. Los pobres, que sí lo eran, y los indios con sus bultos redondos, sus morrales, sus botellones de pulque, su canasta con tortillas, arroz y, con suerte, pollito cocido. Guajolotes y gallinas amarrados de las patas. Un olor a verdura, a sudor pasado por el maíz y los días. Una prisa relativa, fodonga.
Pitidos ensordecedores y familiares. Máquinas resoplando. El chirriar aún leve de los convoyes patinando en los rieles hasta el alto total cuando arribaban. La parsimonia de los trenes que partían. Correr. Alcanzar el estribo para no quedarse. Discutir con el billetero que desde el primer momento dejaba bien asentada su autoridad sobre los pasajeros. Encontrar asiento, o ya no y resignarse. El equipaje, donde cupiera: arriba, abajo o a los lados. Los lugares más impresentables de la vieja capital desfilaban por las ventanillas: traspatios de fábricas, almacenes monumentales en Vallejo, Azcapotzalco y Pantaco. Colonias de paracaidistas, el canal del desagüe, los barrios de vagones abandonados vueltos casa. Y por fin, el campo. Primero nopaleras y magueyales más allá de Lechería o por Apizaco. Después el bosque.
Un mundo y un tiempo en sí mismos. Otro México, lejos de las carreteras y dependiente del paso del tren. De su detenerse unos minutos que concentraban toda la vida económica de los pueblos. “Café, café, quiere café”. Vendedoras de tacos de canasta, paletas heladas, nanche en almíbar, dulce de agave. Unas trepaban los vagones. La mayoría se apiñaban bajo las ventanillas alzando piña, naranja, aguas frescas, pulque, cabuches.
Lo demás era la marcha. Cada pieza metálica de los carros poseía vida propia, ninguna tuerca estaba bien apretada. Todo tenía juego: los asientos, las barras, las paredes, los compartimientos, las plataformas, los estribos. La unión entre dos vagones, que para eso estaba, para tener juego, virar, deslizarse, unir el ferrocarril en fila india.
Y entonces lo mejor: las distancias. La locomotora pitaba entusiasmada y fijamente lejana. Las máquinas hacían alarde de su poder como un triunfo importante de la Era Industrial, y aunque ya emplearan diesel, seguían pareciendo del ochocientos y pico.
Bamboleo y estridencia. El sobrecogimiento de los rieles sobre la grava y los durmientes al paso de las toneladas del tren. Una cadencia, traca traca traca. Cambios de ritmo. Un repicar de campanas pesadas. Un conmoverse cada cosa, establemente inestable, un tamborileo progresivo a la manera de una jazz band. Percusiones de hierro. La trompeta del pito. La adoración increíble del viento veloz. El olor a metal y grasa y cosa vieja tocaban otras zonas de los sentidos.
Pero el oído atravesaba transversalmente la experiencia del ojo, el olfato, las yemas de los dedos. Sinfonía en forma de sonata. Glissandi en las pendientes, allegro en las praderas, andante con motto en las curvas de la serranía. Todo masivo, incansable, profundo y barítono, con algo de chelo, de contrabajo, de tuba. En el día, en la noche, una música muy, muy larga, circular, épica. Anchos adagios.
Hasta el paisaje sonaba. Aquellos verdes de pino y barranca se inundaban de estrépito ferroviario y modulaban el eco. El vaivén arrullaba a los viajeros a pesar del ruido. Quien podía, se adormecía. Los ronquidos. Allá afuera el país corría, caminaba, suspiraba sobre horizontes nunca quietos, pero alcanzables, como si todo conservara una escala humana. No existían grabadoras, walkman, radios portátiles. Mucho menos iPod. Uno no cargaba música en el equipaje todavía. La música, brutal y majestuosa, estaba en los recintos inestables de alto techo y pasillos de tal estrechez que obligaban al esfuerzo, a la tensa cortesía, al empujón decidido. Cuerpos contiguos y un cacarear desesperado de pollos con el pico contra el suelo. Mediante propina algunos lograban transportar que si un puerco, que si un chivo. Para los animales no era divertido. Su lamento acompañaba la canción de las máquinas.
La tristeza de los adioses, la melancolía del trayecto, la esperanza adelante, la alegría de llegar. Eran otros tiempos, sin ubicuidades virtuales ni eficacia electrónica. El tiempo era real, los trenes danzaban, percutían, cantaban su fuerza titánica, autosuficiente y fugitiva.Hermann Bellinghausen (Ciudad de México, 17 de mayo de 1953) es médico, narrador, poeta y editor mexicano. Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un privilegio que nos haya dado permiso de publicar este texto, que es parte del Último tren de los Tres Tristes Trenes, incluido en su libro “La entrega” (2004).

Los anónimos

Fue una tarde en el departamento de Silvia -Directora de Conservación del Archivo Tomás Montero Torres– mientras revisábamos las reprografías de los negativos, cuando apareció esta foto, casi de inmediato enmudecí. Elva y July (**)  por un momento dejaron de hacer lo que estaban haciendo y postraron sus ojos en la imagen que proyectaba el cañón desde la computadora; era apenas mayo del 2014, o eso creo, de la fecha no estoy tan seguro. Lo que recuerdo es que el tiempo corría deprisa por diversos motivos personales y de trabajo en cada uno de nosotros.

Ese día todos coincidimos en que se trataba de una gran fotografía, quizá una de las mejores que se hayan tomado dentro del fotoperiodismo mexicano. Intencionada o accidental, es una gran imagen: capta la  manera intempestiva en que se atraviesa un fotógrafo delante del sujeto de interés que intentaba retratar Tomás Montero: un soldado con su uniforme negro, en su mano izquierda porta una ametralladora mientras usa una máscara antigas; tal vez observa a Montero mientras realiza la foto.

Su mano derecha lleva un anillo que brilla lo suficiente para quedar registrado en el negativo de 35mm, al fondo un camión con soldados contrasta con los tonos que se hacen presentes en la toma. Del fotógrafo sólo se puede reconocer una parte de su rostro: su oreja, su ceño fruncido y la frente amplia que se conjugan con el efecto del “barrido” que la cámara registró. Es difícil reconocer a cada uno de los sujetos presentes, la insignia  del camión tampoco se hace visible a  simple vista, los otros cuatro individuos sentados dentro del camión se pierden en las sombras… Nadie es reconocible, sólo se sabe quién fue el autor de dicha imagen: Tomás Montero Torres.

¿Qué es lo que está ocurriendo en esa foto? Por sí sola la imagen no proporciona más información de la que observamos con nuestros propios ojos, hay que seguir por otro camino, ya que en su momento la fotografía no fue publicada en La Nación ni en ningún otro periódico. A más de sesenta años, los hechos que giran alrededor de la imagen no parecen tan distantes. Fue la tarde del 7 de julio, un día después de los comicios presidenciales de 1952, que ocurrieron hechos de violencia en la capital mexicana. El país había vivido una reñida campaña electoral que enfrentaba a los candidatos: Efraín González Luna del Partido Acción Nacional (PAN) en alianza con Fuerza Popular (FP); Vicente Lombardo Toledano al frente del Partido Popular (PP); Miguel Henríquez Guzmán por la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano (FPPM); y Adolfo Ruiz Cortines por el Partido Revolucionario Institucional (PRI).

De acuerdo con la prensa, las elecciones se llevaron en “calma” , los candidatos pudieron emitir sus respectivos votos sin contratiempos y la seguridad estuvo a cargo de ejército, que hacía revisiones votante por votante con el fin de evitar hechos violentos. Miguel Henríquez, General retirado del Ejército mexicano, había pretendido contender desde 1946, pero una “discusión” con Ávila Camacho lo disuadió de seguir por ese camino, o al menos así lo relata Lázaro Cárdenas en sus memorias. Al final, fue Miguel Alemán el elegido ese año para darle continuidad al proyecto institucional de la Revolución mexicana, todo bajo un nuevo esquema de partido, una de las tantas razones por las que surgió el PRI.

Henríquez causaba polémica, se le relacionaba con el círculo íntimo del ex presidente Cárdenas, al tiempo que la prensa hacía pública su labor castrense durante el levantamiento armado de Saturnino Cedillo en contra del propio Cárdenas en su época en la Presidencia -según Excélsior, él había ordenado la ejecución de Cedillo-; también se le acusaba de no ser mexicano. Los estudiantes del Politécnico simpatizaban con Henríquez, dentro del sector obrero provocaba opiniones encontradas, tenía presencia en las zonas campesinas del centro-norte del país.

La izquierda se hallaba dividida, pero se aseguraba que algunos militantes del Partido Comunista Mexicano (PCM) votarían por él, o por lo menos una parte de la izquierda partidista, ya que otro tanto se hallaba en la clandestinidad o concentrada en algunas agrupaciones que habían surgido después de la crisis que sufrió el PCM en 1947 y que terminaría por fraccionarlo. De hecho casi desaparece, su principal pecado: haber apoyado la campaña de Miguel Alemán en 1946. Las Normales y sus Federaciones Estudiantiles surgidas durante el Cardenismo habrán de elegir la clandestinidad frente a este nuevo escenario.

Henríquez y su campaña avanzaban. La del PAN también, su presencia era fuerte entre los campesinos de la zona del Bajío y Jalisco, además de contar con el apoyo de los católicos. Sólo Toledano parecía naufragar en la aventura por la silla presidencial. La CTM apoyaba a Ruiz Cortines, académicos y estudiantes de la UNAM también se pronuncian a su favor. Los maestros del sector público se hallaban divididos, algunos lo apoyarán, otros más diluyen sus votos entre los contendientes. Los burócratas votan por el PRI, en apariencia son un bloque durante estas elecciones.

A las 9 de la mañana del día 7 de julio de 1952, los periódicos capitalinos hablaban de “las elecciones más pacíficas que había tenido México en 50 años”. Hacía las 12 del día la FPPM daba como vencedor a Henríquez y a las 2 de la tarde el PRI proclamaba su victoria; de esto deja constancia Montero en su Diario de un fotorreportero. La FPPM llamaba, invitaba, a sus seguidores a acudir a la “fiesta de la victoria” ese mismo día a las siete de la noche. Su sede se encontraba muy cerca de la Alameda, por lo que el evento estaba planteado a realizarse en dicho lugar. Por otra parte, mientras el PRI daba a conocer su triunfo, el Departamento Central del Distrito Federal comunicaba que la concentración de la FPPM no estaba permitida, por lo que la policía estaba autorizada para disolver cualquier acto que no estuviese aprobado.

Hacía las 6 de la tarde, según Montero Torres y la prensa de la época, comenzaron una serie de desmanes promovidos por “individuos” que se infiltraron en la convocatoria del evento de la FPPM, quienes además, de acuerdo con el parte que la policía da a los reporteros, se hallaban ya bajo la influencia de sustancias alcohólicas, por lo que fue necesaria la intervención de la policía y el ejército. Durante horas se escenificó una auténtica batalla campal en las calles aledañas a la Alameda: algunas tanquetas del Ejército fueron quemadas, los gases lacrimógenos se esparcieron desde Donato Guerra y Avenida de la Reforma hasta la Alameda.

Soldados, “guaruras”, agentes secretos y granaderos forman parte de esta batalla. Se rumora que hay disturbios en otras ciudades, que hay sectores del Ejército dispuestos a levantarse en armas. Miguel Alemán declaró que se debía mantener el orden  y que no que se permitiría ningún hecho de violencia que dañase el proceso electoral. Lo cierto es que como resultado de la gresca hay un número de muertos que oscila de los siete a los tres, más de treinta heridos y muchos detenidos, algunos hablan de doscientos; publican sus nombres, sus fotos. Al final fueron estudiantes, campesinos, gente que transitaba por la calle y hasta niños, de acuerdo con el diario escrito por Tomás Montero. El Politécnico declaraba que investigaría a los estudiantes que participaron en los hechos, con el fin de expulsarlos de la institución en caso de hallarlos culpables de los actos violentos. A Henríquez se le obliga a abandonar la escena pública, retiro forzoso hasta el día de su muerte; algunos de sus partidarios son encarcelados, sólo queda el registro de sus nombres en los periódicos.

Montero se pregunta: Qué raro que no hubiese policías o soldados lesionados o heridos después de la larga tarde en que se reprime a los henriquistas… Al final todos quedan anónimos en las fotos de aquel día, lo que no queda anónimo son los hechos que relatan y testifican sus fotos.

(*) Iván Alberto Hernández Cortés está en proceso de titularse como Historiador por la UNAM.

(**) Tanto Iván como Elva Peniche, Elena Rojas Parra, María José Crespo, Julieta Sánchez Montero y Silvia Sánchez Montero integraron el equipo de investigación, clasificación y digitalización que coordinó la Doctora Laura González Flores, curadora de la exposición “Hacia los márgenes: Tomás Montero Torres, fotógrafo de oposición”, misma que podrá verse en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco hasta marzo de 2015.

Luis Mario Cayetano Spota Saavedra Ruotti Castañares

“El niño terrible de los medios”

Luis Mario Cayetano Spota Saavedra Ruotti Castañares, quien llegaría a trascender en prensa, radio, televisión, cine y literatura tan sólo como Luis Spota, partió de este mundo hace justo 29 años: el 20 de enero de 1985. Su precoz incursión al universo de los medios en el México de finales de los años cuarenta es el mejor ejemplo de lo que una afición temprana por la lectura puede llegar a inspirar. Se sabe que alentado por su padre, un inmigrante italiano asentado en la Ciudad de México, tuvo una infancia acompañada por las historias del francés Jules Verne y del compatriota paterno Emilio Salgari, entre otros. Aunque las vicisitudes económicas familiares lo empujaron pronto a “ganarse la vida”, mostró desde el principio un arrojo para destacar y lo mismo quiso ser torero que boxeador, afición ésta última que lo llevaría a presidir la Comisión de Box y Lucha del Distrito Federal, para más tarde ser presidente fundador del Consejo Mundial de Boxeo. Pero su vocación primera era encontrar historias, narrarlas y crearlas, utilizando para ello todas las posibilidades a su alcance.

Con seguridad sin duda envidiable, convenció a Regino Hernández Llergo, director de la revista “Hoy”, para que lo aceptara como realizador de entrevistas a la temprana edad de 14 años. Su audacia para conseguirlas marcó lo que sin duda fue una trayectoria brillante y sin tapujo alguno, ya que se desempeñó como fotógrafo, columnista, editor, locutor de radio y de televisión, guionista y director de cine, dramaturgo, poeta y novelista, cosechando premios y reconocimientos prácticamente en todos los ámbitos; lo mismo que el apodo de “el niño terrible de Bucareli”, durante el periodo de 1943 a 1944, por conseguir por 43 días consecutivos la nota de 8 columnas de Las Últimas Noticias de Excélsior, periódico con sede en esa calle.

 

Una intensidad por la narrativa -sustentada en la curiosidad, la cercanía con las esferas de poder lo mismo que por una observación detallista de la vida cotidiana, cuyos lados ásperos él mismo había padecido de niño- y gracias a la cual su legado periodístico, literario y fílmico es vehemente y vasto.

 

Publicó su primera novela, “De la noche al día”, a la edad de 20 años y todavía un año después de morir se publicaría de forma póstuma “Días de poder”, quedando inconclusa “Historia de familia”. Tan sólo esta referencia a una de sus pasiones pudiera bastar para imaginar su capacidad de entrega y una facilidad nata para reconocer y usar los distintos lenguajes que emanan de cada medio.

Hoy, para recordarlo, compartimos estos retratos hechos por Tomás Montero Torres a una edad temprana de Spota, en años donde sin duda coincidieron, ya que el fotorreportero también colaboró en los cuarenta y cincuenta para las revistas Hoy, Mañana y el periódico Excélsior, entre muchas otras publicaciones de la época. La mirada de Luis ya denotaba el entusiasmo que le caracterizaría a lo largo de la vida…

Margarita Michelena

Cuatro instantes con Margarita Michelena

Desconozco si cultivaron una amistad, pero Margarita Michelena y Tomás Montero Torres coincidieron, por lo menos, durante cuatro momentos de su vida. La primera en la Universidad Nacional Autónoma de México, a mediados de los años 30, cuando ella estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras y Montero Torres en la Escuela Nacional de Artes Plásticas. De esos primeros años de estudio, llegarían a convertirse en poeta y periodista, la primera; pintor y fotorreportero, el segundo. Durante esa época, para ser más precisos, en agosto de 1937, ambos asistieron al evento de inauguración de la Galería Permanente de la Generación Revolucionara Unificadora de Artistas (GRUA), ubicada en la calle de Corpus Christi No. 6, como puede comprobarse en la publicación que esa misma asociación hizo, con motivo de registrar tal suceso:

La publicación hacía referencia a los 23 artistas cuya obra se expuso para ese acto, además de incluir el cuento “Historia de travesuras”, de quien entonces firmaba como “Marga Michelena”. Entre otros, participaba también el pintor Manuel Montiel Blancas, quien compartiría una larga amistad con Tomás Montero.

 

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Posteriormente, los dos trabajarían para la revista América, ella -oriunda de Hidalgo- comenzaría ahí su carrera literaria; él -oriundo de Michoacán- colaboraría ahí como fotógrafo y “asesor artístico”, de acuerdo con los créditos de ejemplares de la época.

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Y por último, hay un cuarto instante registrado de vida compartida entre ellos, que en lo personal a mi me gusta mucho: una visita de Tomás Montero Torres a casa de Margarita Michelena.

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Me lo cuenta esta serie de imágenes de fino acercamiento al espacio íntimo, al hogar y los afectos cercanos… Incluso una imagen que registró un abrazo de Margarita con su esposo e hija, que aunque ya se encuentra muy diluido, alcanza a mostrar un perfil de su brazo, cierta silueta.

Margarita Michelena.

 

En todas hay un porte indudable de esta mujer que, para muchos intelectuales de altura, como el propio Nobel Octavio Paz, poseyó una de las mentes mejor cultivadas de su tiempo.

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Sus finas manos, ese mirar hacia dentro de sí misma, la suavidad que se intuye en la tela de su atuendo… No creo que sea sencillo posar así para un desconocido pero sí, quizá, para alguien que detrás de la lente se sabe amigo.

Margarita Michelena

Veámosla como mujer indómita y entera, que halló en la palabra la forma directa de denunciar verdades y en la poesía la mejor manera de hablarse a sí misma. En el número 237 de la legendaria revista Vuelta, Octavio Paz escribió, con motivo del justo homenaje que en 1996 se le hiciera en Bellas Artes a Margarita Michelena: “pertenece a esa rara estirpe de poetas que en formas diáfanas alían el pensamiento al sentimiento, lo que pensamos con los sentidos a lo que sentimos con la cabeza. Sus poemas son cristalizaciones transparentes. Desde su primer libro me impresionaron, por igual, la maestría de la hechura, la profundidad del concepto y la autenticidad de la emoción. Equidistante del grito y del frío conceptismo, de la confesión sentimental y del «preciosismo», sus poemas brotan del suelo del lenguaje como chopos, pinos o álamos; también como torres de reflejos y esbeltos obeliscos de claridades. Poemas bien plantados en la tierra pero movidos por una misteriosa voluntad de vuelo. Gravitación y levitación”.

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Y es un cierto halo de levitación el que yo distingo en varias de estas fotografías. En estos retratos amorosos de una poeta que, entre mucho, alguna vez escribió:

“Cuando yo digo amor”

Cuando yo digo amor identifico
sólo una pobre imagen sostenida
por gestos falsos,
porque el amor me fue desconocido.

Cuando yo digo amor
sólo te invento
a ti, que nunca has sido.Y cuando digo amor
abro los ojos
y sé que estoy en medio
de mis brazos vacíos.

Cuando yo digo amor
sólo me afirmo
una presencia impar
como mi almohada.

Cuando yo digo amor
olvido nombres
y redoblo vacíos y distancias.
Cuando yo digo amor
en una sala
llena de rostros fútiles
y pisadas oscuras en la alfombra.

Cuando yo digo amor
crece la noche
y mis manos encuentran
para su hambre doble y prolongada
mi pobre rostro solo
repetido por todos los rincones.

Cuando yo digo amor
todo se aleja
y me asaltan mi nombre y mis cabellos
y las hondas caricias no nacidas.

Cuando yo digo amor
soy como víctima.
La inválida en salud.
El granizo y la rosa paralelos.
La dualidad del árbol y el paseante.
La sed y el parco refrigerio. Yo soy mi propio amor
y soy mi olvido.

Cuando yo digo amor se me desploma
la ascensión de las venas.
Sobreviene un otoño
de fugas y caídas
en que yo soy el centro
de un espacio vacío.

Cuando yo digo amor
estoy sin huellas.
De porvenir desnuda
e indigente de ecos y memoria.

Cuando yo digo amor
advierto inútil
la palma de mi mano —que es convexa—
e increíble
ese girar soltero
del pez en su pecera.

Manuel Buendía

Icono de la libertad: Manuel Buendía

Tomás Montero Torres y Manuel Buendía estaban destinados a conocerse, porque ambos eran michoacanos, y porque a ambos sus familias les desearon la profesión de sacerdortes, aunque, a ambos también, la vida los llevó por otros caminos: fotógrafo y pintor el primero; docente y periodista el segundo (además, Buendía era 13 años más joven que Montero). El destino los reunió en un proyecto editorial comandado por otro gran representante y decano del medio periodístico: Carlos Septién García; y más tarde los llevaría a compartir la aventura de ser docentes en la escuela de periodismo que lleva su nombre.

Fundador de La Nación, considerado en su tiempo el semanario político más importante de América Latina, Septién García atrajo el talento e interés de ambos y los formó en la crítica objetiva y sagaz; mientras que la revista sería, para los dos, una plataforma fundamental de despegue hacia otros derroteros de la comunicación.

Manuel Buendía
Manuel Buendía

 

Manuel Buendía tuvo una trayectoria coherente y de aportes valiosos. Fue el iniciador, por ejemplo, de esfuerzos de divulgación científica en la prensa escrita, en colaboración larga y estrecha con el Conacyt.

Su oficio incisivo se reflejó en todo su trabajo, y aún más, en una de las columnas que firmaba y que, gracias a su calidad, se publicaba en gran número de medios nacionales e internacionales: Red Privada. Fue censurado en más de una ocasión, y siempre encontró el modo de dejar atrás las presiones para brindar su voz clara e inquisitiva en otros espacios, donde ahondó sobre la CIA, el tráfico de armas y drogas, entre otros temas candentes para la época.

A más de uno molestó, porque el 30 de mayo de 1984 un sicario lo asesinó con cinco balazos por la espalda, en el cruce de Reforma e Insurgentes. Se sabe que estuvieron involucrados varios altos mandos de la Defensa y la Policía de aquel entonces, el nieto del ex Presidente Manuel Ávila Camacho (por lo que estuvo preso 18 años), y Manuel Bartlett, hoy Senador de la República por el Partido del Trabajo.

Manuel Buendía
Manuel Buendía

En honor de Manuel Buendía se creó en 1998 una fundación que lleva su nombre, y que desde entonces publica cada año el informe Recuento de daños, sobre el estado de la libertad de expresión e información en México. Hoy que es Día de la Libertad de Expresión en nuestro país, con tantos periodistas abatidos y censurados, Buendía es uno más para ser recordado.