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Category : Ciudad de México

María Estela Duarte Sánchez (*)

Juan Cruz Reyes: un escultor de obras monumentales

Corre el año de 1990, se presenta en el Museo del Palacio de Bellas Artes la Exposición “La Escuela Mexicana de Escultura. Maestros Fundadores”, inaugurada el 14 de marzo a las 19:30 en las salas: Nacional y Diego Rivera. Se trataba de un proyecto de la Coordinación Nacional de Artes Pláticas del INBAL, dirigida entonces por la maestra Teresa del Conde (Ciudad de México 1938 – 2017), siendo responsable de la curaduría el doctor Agustín Arteaga Domínguez, investigador del Centro de Investigación y Documentación de Artes Plásticas.

Se consideraron diez representantes de los escultores que formaron parte de esta escuela, amén de no ser los únicos que integraron dicha agrupación dentro del contexto del arte moderno en México: Carlos Bracho (1899 – 1966), Federico Canessi (1905 – 1977), Ceferino Colinas (1901 – 1985), Juan Cruz Reyes (1914 – 1991), Mardonio Magaña (1866 – 1947), Francisco Arturo Marín (1907 – 1979), Oliverio Martínez (1901 – 1938), Luis Ortiz Monasterio (1906 – 1990), Guillermo Ruiz (1894 – 1965) y Ernesto Tamariz (1904 -1988).

Fue muy emotiva la inauguración, pues de todos los homenajeados el único con vida y representante en aquel evento fue justamente Juan Cruz Reyes, quien inicia sus estudios en artes plásticas a partir de 1930 en la Academia de San Carlos y en 1934 se incorpora al Instituto de Investigaciones Etnográficas.

En su destacada profesión como escultor se encuentra, en 1934, su participación con Ignacio Asúnsulo (1890 – 1965) en el colosal monumento al general Álvaro Obregón en el Parque la Bombilla, en San Ángel, Ciudad de México.

Participa en 1937–1938 con Guillermo Ruiz Reyes (1894 – 1965), Rómulo Rozo (1899 – 1964) y Francisco Zúñiga (1912 – 1988) en el desarrollo de la efigie monumental de José María Morelos en Janitzio, así como en la escultura de la heroína de la Independencia Gertrudis Bocanegra en el mismo Pátzcuaro, Michoacán, y en otra más del rey purépecha Tanganxuan.

En 1938 colabora en la instalación de la gran figura de Benito Juárez en Bogotá, Colombia, realizada por Guillermo Ruiz (1894 – 1965).

En 1947 gana el primer premio de la V Feria del Libro con una propuesta monumental que conmemora la figura del literato español Miguel de Cervantes Saavedra, misma que se fue construyendo en el espacio cupular del Monumento a la Revolución, como puede verse en estas fotografías captadas por Tomás Montero Torres.

Con las ganancias del premio realizaron la maqueta, sin embargo, es una pena pero nunca llegó a fundirse. Las fotografías del Archivo Montero demuestran el complejo andamiaje y se advierte como el titular del proyecto, junto con sus colaboradores, van decreciendo frente a la dignidad del propio Cervantes.

El concurso del Monumento a la Bandera en 1948 lo gana Jorge González Camarena, pero la propuesta de Juan Cruz Reyes queda plasmada en la maqueta de yeso que logró fundir en bronce. Ambos modelos se conservan en diferentes colecciones.

En 1950 obtiene la Beca Guggenheim con el proyecto “Estudio de la escultura prehispánica y la labor creativa”; al año siguiente expone de manera individual en la New School of Social Research, Estados Unidos.

En 1986 el Gobierno de Japón selecciona y adquiere su obra “Paz maternal”, para ubicarla en la calle de las Esculturas de la Ciudad de Nagoya.

En 1990 el Museo del Palacio de Bellas Artes le rinde un sentido homenaje en la Sala Paul Westheim, la muestra tuvo como título Juan Cruz Reyes: cinco décadas de obra escultórica.

Su vida corrió entre las grandes obras monumentales, de talla directa, diseño, cerámica y de artes aplicadas, lo mismo que con su actividad docente en escuelas de Bellas Artes y del Instituto Mexicano del Seguro Social.  Su estética oscila entre las formas pétreas y cerradas del arte precolombino y la modernidad dinámica de gran fuerza en sus piezas de pequeño formato, tales como el Monumento a la Bandera y la terracota de una mujer joven sedente, que puede interpretarse como la enseñanza o bien referirse a una alegoría de la ley.

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Recibe múltiples reconocimientos, diplomas, premios y condecoraciones nacionales e internacionales. Muere en 1991.

En lo personal, me he gratificado de continuar, hasta hoy, con la gran amistad de la Familia Cruz Arredondo.

Las fotografías que se conservan en este acervo dan testimonio de un Juan Cruz joven, con obras de gran fuerza.

Recibí la invitación del Archivo Montero para presentar un texto sobre el citado escultor, a propósito de las fotografías periodísticas tomadas por don Tomás Montero Torres (Michoacán 1913 – Ciudad de México 1969), mismas que aquí se reproducen.

Hago votos por la fructífera labor del archivo, que marca momentos muy importantes y sustantivos para la historia y la cultura de la primera mitad del siglo XX.

(*) Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un verdadero honor contar con esta colaboración de la maestra María Estela Duarte Sánchez, Tely, investigadora del Museo Nacional de Arte y especialista en escultura mexicana y sus creadores, un tema al que ha dedicado largos años de estudio apasionado y comprometido.

Cuando el viaje era la música

Eran otros tiempos. Las distancias dentro de la ciudad no eran tan impenetrables. Llegar a la estación de Buenavista tomaba menos esfuerzo. Y era más emocionante. Hoy es un cadáver. Entonces la colmaba ese rumor de muchedumbre que va, viene o viene a despedir, a recibir. El ramillete febril de los andenes de la gran promesa hacia Nonoalco. Una voz estridente anunciaba por el magnavoz salidas y llegadas. Oaxaca, Veracruz, Mérida, Tapachula, eran mis destinos favoritos, o alguno de sus incontables puntos intermedios. Los porters, con algo de húsar en desuso. Los maleteros para los “ricos”, que no lo eran tanto pero viajaban en dormitorio. Los pobres, que sí lo eran, y los indios con sus bultos redondos, sus morrales, sus botellones de pulque, su canasta con tortillas, arroz y, con suerte, pollito cocido. Guajolotes y gallinas amarrados de las patas. Un olor a verdura, a sudor pasado por el maíz y los días. Una prisa relativa, fodonga.
Pitidos ensordecedores y familiares. Máquinas resoplando. El chirriar aún leve de los convoyes patinando en los rieles hasta el alto total cuando arribaban. La parsimonia de los trenes que partían. Correr. Alcanzar el estribo para no quedarse. Discutir con el billetero que desde el primer momento dejaba bien asentada su autoridad sobre los pasajeros. Encontrar asiento, o ya no y resignarse. El equipaje, donde cupiera: arriba, abajo o a los lados. Los lugares más impresentables de la vieja capital desfilaban por las ventanillas: traspatios de fábricas, almacenes monumentales en Vallejo, Azcapotzalco y Pantaco. Colonias de paracaidistas, el canal del desagüe, los barrios de vagones abandonados vueltos casa. Y por fin, el campo. Primero nopaleras y magueyales más allá de Lechería o por Apizaco. Después el bosque.
Un mundo y un tiempo en sí mismos. Otro México, lejos de las carreteras y dependiente del paso del tren. De su detenerse unos minutos que concentraban toda la vida económica de los pueblos. “Café, café, quiere café”. Vendedoras de tacos de canasta, paletas heladas, nanche en almíbar, dulce de agave. Unas trepaban los vagones. La mayoría se apiñaban bajo las ventanillas alzando piña, naranja, aguas frescas, pulque, cabuches.
Lo demás era la marcha. Cada pieza metálica de los carros poseía vida propia, ninguna tuerca estaba bien apretada. Todo tenía juego: los asientos, las barras, las paredes, los compartimientos, las plataformas, los estribos. La unión entre dos vagones, que para eso estaba, para tener juego, virar, deslizarse, unir el ferrocarril en fila india.
Y entonces lo mejor: las distancias. La locomotora pitaba entusiasmada y fijamente lejana. Las máquinas hacían alarde de su poder como un triunfo importante de la Era Industrial, y aunque ya emplearan diesel, seguían pareciendo del ochocientos y pico.
Bamboleo y estridencia. El sobrecogimiento de los rieles sobre la grava y los durmientes al paso de las toneladas del tren. Una cadencia, traca traca traca. Cambios de ritmo. Un repicar de campanas pesadas. Un conmoverse cada cosa, establemente inestable, un tamborileo progresivo a la manera de una jazz band. Percusiones de hierro. La trompeta del pito. La adoración increíble del viento veloz. El olor a metal y grasa y cosa vieja tocaban otras zonas de los sentidos.
Pero el oído atravesaba transversalmente la experiencia del ojo, el olfato, las yemas de los dedos. Sinfonía en forma de sonata. Glissandi en las pendientes, allegro en las praderas, andante con motto en las curvas de la serranía. Todo masivo, incansable, profundo y barítono, con algo de chelo, de contrabajo, de tuba. En el día, en la noche, una música muy, muy larga, circular, épica. Anchos adagios.
Hasta el paisaje sonaba. Aquellos verdes de pino y barranca se inundaban de estrépito ferroviario y modulaban el eco. El vaivén arrullaba a los viajeros a pesar del ruido. Quien podía, se adormecía. Los ronquidos. Allá afuera el país corría, caminaba, suspiraba sobre horizontes nunca quietos, pero alcanzables, como si todo conservara una escala humana. No existían grabadoras, walkman, radios portátiles. Mucho menos iPod. Uno no cargaba música en el equipaje todavía. La música, brutal y majestuosa, estaba en los recintos inestables de alto techo y pasillos de tal estrechez que obligaban al esfuerzo, a la tensa cortesía, al empujón decidido. Cuerpos contiguos y un cacarear desesperado de pollos con el pico contra el suelo. Mediante propina algunos lograban transportar que si un puerco, que si un chivo. Para los animales no era divertido. Su lamento acompañaba la canción de las máquinas.
La tristeza de los adioses, la melancolía del trayecto, la esperanza adelante, la alegría de llegar. Eran otros tiempos, sin ubicuidades virtuales ni eficacia electrónica. El tiempo era real, los trenes danzaban, percutían, cantaban su fuerza titánica, autosuficiente y fugitiva.Hermann Bellinghausen (Ciudad de México, 17 de mayo de 1953) es médico, narrador, poeta y editor mexicano. Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un privilegio que nos haya dado permiso de publicar este texto, que es parte del Último tren de los Tres Tristes Trenes, incluido en su libro “La entrega” (2004).

70 años de la masacre de henriquistas en la Alameda

El Gral. Manuel Henríquez Guzmán consiguió el apoyo de las clases humildes, por eso le decían “el candidato del pueblo”.

(7 de julio de 1952 – 7 de julio de 2022)

El 7 de julio de 1952, simpatizantes del candidato presidencial general Miguel Henríquez Guzmán acudieron a la “Fiesta de la Victoria”, para celebrar el triunfo en las urnas de su candidato. El mitin tuvo como lugar de reunión el edificio del Partido Constitucionalista Mexicano (PCM), localizado en Av. Juárez 28, frente al Hemiciclo a Juárez.

Más tarde, el general Santiago Piña Soria, jefe del Estado Mayor Presidencial y quien controló el proceso electoral, dio a conocer los resultados de la elección, declarando vencedor al candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) Adolfo Ruiz Cortines. Ante esto, la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano (FPPM) y sus partidos aliados denunciaron en el acto de la Alameda el fraude electoral.

Debido al amplio consenso que se reflejó en la manifestación, por órdenes del gobierno del entonces presidente Miguel Alemán Valdés y del Estado Mayor Presidencial, se desplegó un operativo con la totalidad de corporaciones policiales de la Ciudad de México, así como con militares de la 1ª Zona Militar.

 

Aquel día fatídico se cometieron graves violaciones a los derechos humanos, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y detenciones arbitrarias masivas en contra de las bases sociales del movimiento henriquista, conformadas mayoritariamente por mujeres, campesinos, obreros y estudiantes.

Se contabilizaron 200 muertos, 500 desaparecidos, más de 100 detenidos de manera ilegal y miles de lesionados, una verdadera masacre. Las cifras oficiales reconocieron tan sólo 7 muertos y casi 600 detenidos. Sin embargo, hasta la fecha no se conocen las cifras reales de esta cruenta represión. Lo que sí se supo, por militares cercanos al general Henríquez Guzmán, fue que los cuerpos de los 200 muertos fueron incinerados en las instalaciones del Campo Militar número 1.

La masacre de la Alameda fue el estallido más estridente y sangriento que sufrió el movimiento Henriquista. Éste, a través de su amplia base social y en coalición con fuerzas políticas de izquierda, defendía un programa antiimperialista y social, con énfasis en la defensa de la democracia del pueblo, los derechos a la reunión y asociación, la política exterior independiente, la prohibición de inversiones extranjeras y la reivindicación del artículo 27 constitucional para limitar la propiedad privada, así como la adopción de una política de nacionalizaciones y de ampliación de la Reforma Agraria.

Tanto su proyecto como la política de exterminio que sufrieron sus bases se intentaron borrar de la memoria colectiva mexicana, cuyos vestigios aún permanecen ocultos en diferentes archivos.

 

El fin de la mecánica represiva, específicamente para la década de los años cincuenta, fue la eliminación total. Esto es, que el “exterminio” del enemigo sí fue físico, sí fue político, sí fue la cancelación de su posibilidad de ser “amenaza” para los grupos de poder aglutinados en el partido oficial. Por tanto, fue en los años de 1950 donde se sientan las bases jurídicas, corporativas y técnicas de la violencia política de Estado. Cabe señalar que es el mismo propósito de los años de la mal llamada “guerra sucia”.

 

Con motivo de los 70 años de la masacre de julio de 1952, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, por medio de su Oficina Especial para Investigar Represión y Desapariciones Forzadas por Violencia Política de Estado en el pasado reciente, emitió la Recomendación General 46/2022 para investigar los hechos relativos a ese suceso histórico.

 

Los resultados permitieron conformar la exposición “70 años de la masacre de Henriquistas en la Alameda”, que se inaugura este 7 de julio de 2022 en Avenida Juárez, a un costado del Archivo General de Notarías, donde se incluye un número importante de fotografías captadas por el fotorreportero Tomás Montero Torres. 

 

Con este acto la CNDH convoca a reflexionar en torno a lo difícil que ha sido la construcción de la democracia en México, lo mismo que la búsqueda de la verdad y la memoria de las luchas de ciudadanas y ciudadanos, quienes han sido brutal y sistemáticamente reprimidos por la violencia política de Estado.

 

Juanita Aparicio

Juanita Aparicio, matadora de toros

Relativamente hace poco tiempo, conocí a Martha Montero. Su sensibilidad por las letras y el amor por el archivo de su abuelo, que amorosamente custodia con sus primas Silvia y Julieta y su hermana Claudia, me convencieron para colaborar con este pequeño ensayo. El tema es por demás apasionante para mí: fotografía y toros. Espero no defraudar la memoria del archivo y que haya valido la pena la espera. 

A propósito de este ensayo vuelvo a las páginas del libro de Ernest Heminway, Verano peligroso, que en principio había sido concebido por la revista Life para un artículo del famoso mano a mano entre Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín, en aquel caluroso verano de 1959. Hemingway volvió a España para realizar el encargo buscando la juventud de aquellos años mozos, en que se acercó por primera vez a la fiesta de los toros. Sin embargo, esta vez no encontró aquel efecto, por el contrario, aquella búsqueda de juventud la halló en los resabios de la “locura y la muerte”, tal como lo apunta James Michener, amigo personal del escritor y quien realizó la nota introductoria en lo que se convirtió en este pequeño libro, veinte años después de aparecer en la prestigiada revista norteamericana. “La obra fue un placer melancólico por ver al envejecido Hemingway, campeón de la prosa precisa y fuerte, convertirse en un ensalzador parlanchín de su propio pasado (‘Pamplona. El vino era tan bueno como cuando teníamos 21 años, y la comida tan maravillosa como siempre. Había las mismas canciones. Las caras que fueron jóvenes eran ahora viejas como la mía, pero todo el mundo recordaba cómo éramos’). El famoso estilo sobrevive, pero como algo puramente mecánico”.

Probándose un traje de charra, puesto que no le era permitido usar el traje de luces

Sin embargo, el encargo literario y el propio papá Hemingway consiguieron sus objetivos. Para la revista, una publicación poderosa de uno de los literatos norteamericanos más prestigiados del siglo XX. Y para el escritor, al hallar sus orígenes, la melancolía y el camino a la muerte, como los toreros, jugándosela a cambio de la suya propia por una de sus grandes pasiones, la escritura.

Hemingway hizo un recorrido de buena parte de la temporada taurina al lado de estos dos diestros de la tauromaquia y dio cuenta a detalle de cada una de sus actuaciones. Para terminar su ensayo se valió de las fotografías de algunos de los momentos más gloriosos de cada uno de ellos, rematando así el resultado concluyente de su prosa infalible. Hizo con las imágenes y dejó para la posteridad, un imaginario verás y contundente de la fuerza de estos titanes taurinos, pero también perpetró una huella a través de estas fotografías acerca de las intenciones de aquel encuentro portentoso: el empoderamiento de una primera figura que llegaba para reclamar el trono y la decadencia de los últimos años del talento del que tuvo y retuvo, pero que la edad, como al propio Hemingway, le exigía una retirada pronta y mayormente digna. 

Toreando Toreando

La biografía de Tomás Montero Torres señala, que al fundarse la escuela de periodismo Carlos Septién, se convirtió en uno de los primeros profesores de enseñanza fotográfica y que por su cercanía y amistad al propio Septién se permitió cubrir el fotoperiodismo taurino por mucho tiempo. Sin embargo, esa vocación ya lo había volcado años antes a registrar el espectáculo de los toros, ya fuera en las tientas de los campos de Conejo, propiedad de Chafik, donde un joven Arruza despotricaba arte y sentimiento ante las vaquillas y las paellas; en momentos gloriosos como la despedida de Silverio Pérez, el Compadre, o en la cercanía de las actuaciones de la torera norteña Juanita Aparicio.

La fiesta de los toros posee muchas aristas y la mayoría de ellas, sino es que todas, de gran valor y ligadas a una buena cantidad de las actividades culturales que realiza el hombre. Sin embargo, a su alrededor giran mitos y decires que la demeritan y otros más que simplemente no se sostienen. Pero hay un hecho contundente que continua vigente, y que la atosiga, el machismo.

Héctor Cedillo comenta al respecto que, “la historia conservadora decía que el toreo se inventó para demostrar el valor de los hombres ante una bestia, pero las luchas incansables de algunas mujeres valientes en España provocaron ‘una revolución’ para que poco a poco pudieran torear, pese a las prohibiciones políticas impuestas desde el siglo XVIII. Si para un hombre es un reto convertirse algún día en matador de toros, para una mujer lograrlo es todavía más complicado pues, además de jugarse la vida ante un toro, tienen que lidiar con el obstáculo del más complicado machismo; impuesto lo mismo por empresarios, que por compañeros de profesión, apoderados y hasta por el mismo público”.

 

La historia de la tauromaquia señala que a lo largo del tiempo se tiene registro de por lo menos dos mil mujeres que han dedicado su vida a la lidia taurina, y que pese a todos los obstáculos han demostrado con creces sus dotes de matadoras. España, Portugal, Francia, Estados Unidos, Latinoamérica y, por supuesto, México, han sido semillero de grandes toreras, que con sus actuaciones han dejado una huella indeleble en el imaginario taurino. 

Existen registros memorables de toreras en diferentes tiempos que, con sus actuaciones, ya sea a pie o acaballo, se han convertido en referencia obligada para todos aquellos que gustan de la fiesta. Por recordar algunas, la “lámina 22” de su serie La Tauromaquia de Francisco de Goya, que realizó como homenaje al valor de la torera Nicolasa Escamilla La Pajuerela, quien lidió y picó a un astado en el coso taurino de Zaragoza, España; o aquella en que la joven rejoneadora peruana Conchita Cintrón desbordó las tribunas de la Plaza “El Progreso”, en Guadalajara, en la víspera navideña de 1939, al despachar dos astados sobre las monturas de sus cuacos “Ojitos” y “Morenito” o recientemente las actuaciones, por demás sobresalientes, hasta jugarse la vida, de las españolas Cristina Sánchez y Mary Paz Vega, además de las mexicanas Hilda Tenorio y Lupita Sánchez. 

El punto es que las mujeres enfrentan la tauromaquia con la misma prestancia que cualquier matador. Se juegan la vida y realizan el toreo verdad con el arte y la valentía que la fiesta exige. Muchas veces superando las labores del trasteo de algunos “maletillas”. Alguna vez la propia Cintrón comentó que había toreros tan malos, que pronto habrían de subirse a un caballo para recorrer las praderas, mientras ellas y su “femineidad” ocuparían los sitios de honor en el ruedo. 

Y un ejemplo por demás particular es el de la torera mexicana Juanita Aparicio, que con sus dotes de caballista logró transmitir su vocación torera en cualquier coso en donde se apersonara.   

Aparicio nació en Monterrey, Nuevo León, el 27 de enero de 1935. Hija del torero y charro Francisco Aparicio. Como buena charra comenzó a torear a caballo. Debutó a los 12 años haciendo suertes con la reata. Ese día y con el beneplácito del propio Carlos Arruza, quien la apadrinó, despachó un becerro para un festival de periodistas organizado por la Asociación Nacional de Charros. Y de ahí para el real.

 

Cuenta la propia Aparicio que el ambiente era “de hombres” y que todo pintaba en su contra. Aun así, demostró casta y supo plantarse. Su consolidación no tardó en llegar. El mismo año de su presentación, en diciembre, le abrieron una fecha en la monumental “El Progreso” de Guadalajara. Con un dejo de incredulidad, los diarios locales anunciaban su presentación para el día 6: “Por fin hoy sabremos a qué atenernos con el toreo femenil, que nos demostrará que puede ser tan serio y emotivo como el de los hombres, según informan quienes ya la han visto actuar. No se trata de una rejoneadora más, sino de una mujer que en realidad sabe lidiar toros bravos y hacerles lo que pueda hacer un diestro o por lo menos que no hace del toreo femenino una pachanga”. Ese día alternó con los matadores Carlos Barros y Manuel Barbosa, con toros de la ganadería de Don Miguel Franco. Y vaya que triunfó. Toreó de manera “elegante, seria y artística”. Al primero de su lote le cortó un apéndice y con el segundo, vuelta al ruedo por fallar con la espada. Su triunfo la llevó a repetir para el 19 de diciembre con igual suerte. De hecho, desde entonces se ganó el mote de “la reina azteca del toreo mexicano”, comparándola con la diestra peruana Conchita Cintrón, quien ya tenía un lugar ganado en la fiesta, gracias a su talento y al apoyo del matador Chucho Solórzano.

El 14 de septiembre de 1953, el diario jalisciense El Informador comentaba de la presentación oficial de la torera en la Plaza México, después de 45 novilladas: “La joven torera de 17 años estuvo muy bien con su primer enemigo, al que toreó muy lúcidamente de capa y le hizo muy buena faena de muleta, en la cual resultaron varios magníficos derechazos, naturales y trincherazos, arrucinas y torerísimos de pecho con la izquierda. Estuvo regular con el estoque; ovación y vuelta al ruedo. En su segundo se mostró acertada en todo momento, ante la mansedumbre del novillo; mató bien y volvió a ser muy aplaudida”. Su debut la empoderó como una leyenda a partir de ese día, después de lidiar con un burel llamado Pimiento, de la ganadería de Santa Marta.

Cortó su primer apéndice el 27 de septiembre de ese mismo año. Compartió cartel con Carlos Cruz Portugal, Rubén Salazar y Javier Maceira. Lidió dos astados de Cerro Gordo y le cortó una oreja a su primero, de nombre Jazminero.

Dos años más tarde, ya como figura del toreo mexicano, el 25 de septiembre de 1955, le cortó las orejas y el rabo al becerro Bailador de la ganadería de Coaxamalucan. Alternó esa tarde con la artista norteamericana Bette Ford y completaron el cartel los novilleros Enrique Esparza y Antonio García. Ford se hizo célebre por algunas participaciones esporádicas en películas y series, de muy poco lustre. De hecho, tuvo más adeptos por el documental, The Beauty and the bull, de 1954, que se realizó por su paso en el toreo. La pieza cinematográfica no fue muy afortunada, ya que en varios momentos se ve cuando los novillos le propinaban sendos “arrastrones”. 

 

Aparicio toreó también en varias ocasiones en distintas plazas de Centro y Sudamérica, destacando una tarde en Caracas, donde compartió cartel con la estadounidense Patricia Mc Cormick.

Su carrera llevaba muy buena proyección, sin embargo, las constantes trabas que se fue encontrando por el hecho de ser mujer la llevaron a anunciar su retirada en la Plaza “El Toreo” de Cuatro Caminos, en 1957. Dos años después regresó para retirarse definitivamente. 

En el archivo de Tomás Montero Torres aparecen varias series fotográficas de algunas de las presentaciones de Aparicio en diversos cosos: las mencionadas en Guadalajara alternando con Carlos Arruza; en 1955 en la Monumental México durante su presentación con Bette Ford y, por supuesto, en la fecha de su despedida, en 1957. 


 

Sin embargo, de todo este universo llama la atención una de las series, que posteriormente se convertiría en un fotorreportaje realizado en varios escenarios: su rancho, su casa y en un centro comercial publicitando su despedida. Pero ¿qué es lo curioso de estas imágenes fotográficas? Y, sobre todo, ¿qué se quería enseñar con estas imágenes a sus seguidores?

En su rancho: éstas parecieran las imágenes más normales acordes a su oficio. La matadora aparece con su padre y mentor al lado de sus hermanas. Sin embargo, ellas, ataviadas con vestidos de calle posan para la foto; Juanita con una pañoleta en la cabeza y con botas cortas. Ninguna prenda de usanza torera; en otra pareciera que su padre le da indicaciones del paso y, otra más, dando un pase por alto al natural a un mozo que porta una cornamenta. 

 

En su casa: aparece dando pases de “feminidad”, ya haciendo un pastel; presumiendo un obsequio; sentada en la cama exhibiendo su capote; cociendo a máquina su terno; en familia, y frente al espejo arreglando su peinado para vestir de luces (todo indica que se preparaba para salir a la presentación en público para publicitar su corrida de despedida) y asistir a una entrevista radiofónica para la estación Radio Mil. Por último, realiza los rituales de la fe ante sus devociones religiosas, antes de aparecer majestuosa en la escalera de su casa ataviada al estilo campero-charro, para deleite de la lente que la esperaba para fotografiarla. 

Con sus padres y una de sus hermanas Con sus padres y una de sus hermanas

 

En el centro comercial: Ante un letrero que anunciaba su presencia, Aparicio firma autógrafos para sus seguidores y un periodista radiofónico da cuenta de los hechos. 

 

La sesión fotográfica se verificó dos días antes de su despedida. Ésta aparecería posteriormente bajo el título: “Corrió a los hombres”. El artículo fue escrito por el célebre cronista taurino Rafael Morales “Clarinero” y, por supuesto, con fotos de Tomás Montero Torres. Algunos de los pies de imágenes causan hilaridad al paso del tiempo: “No mienten los cronistas taurinos al afirmar que los ángeles torean” (al posar una gaonera); “Que muerte mayor que dejar de verla” (al interpretar la muerte suprema con la toledana); “El natural se vuelve sobrenatural” (al modelar con el capote el pase con su hermana, que le auxilia con la cornamenta). 

 

Lo curioso de las imágenes surge a partir del propósito de mostrar a una estrella del toreo que, con una intención, quizá velada, pretende desmentir a los aficionados taurinos y convencerlos, realizando una crónica detallada de que se trataba de una mujer, y que por el hecho de ser matadora de toros no permitió mostrar el abandono de sus trastes hogareños. Contrariedades y estigmas de los tiempos, que por fortuna para la fiesta y para muchos ámbitos más, se han ido borrando. 

Juanita Aparicio acompañada del fotógrafo Tomás Montero Torres Juanita Aparicio acompañada del fotógrafo Tomás Montero Torres

Para el Archivo Tomás Montero Torres es un honor contar con la participación del Doctor en Historia Carlos Silvacoordinador de Gestión Cultural de la Subdirección General de Patrimonio Artístico de la Dirección de Arquitectura del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Es, además, colaborador de diversos diarios nacionales y autor de libros como El diario de Fernando; las biografías de Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Gonzalo N. Santos; La Independencia de México; 101 preguntas de historia de México. Todo lo que un mexicano debe saber,  Los días que cambiaron México y, entre otros, Álvaro Obregón, ranchero, caudillo, empresario y político. Fue director de la Colección 20/10 Memoria de las Revoluciones en México, y desde hace más de ocho años dirige su propio sello editorial Quinta Chilla Ediciones.

Dibujos animados de México

El reportaje sobre el estudio Dibujos Animados de México S. de R. L., que resguarda el Archivo Tomás Montero Torres, documenta uno de los episodios más curiosos de la historia de la animación mexicana. Las 35 fotografías que lo integran registran un día en la vida del estudio fundado en 1947 por un grupo de entusiastas mexicanos, entre los que destacan Carlos Sandoval, Claudio Baña, Leobardo Galicia y Jesús Sánchez Rolón.

 

Los cinco formaron parte de Caricolor, empresa fundada en 1943 por Santiago Rechi con el propósito de proveer de cine animado al trabajo publicitario que hacía con POSA S.A. (Publicidad Organizada S.A.) y para el que trajo a México a destacados animadores estadunidenses, como Pete Burnes, Rudy Zamora, Carl Urbano y Manuel Moreno.

El descubrimiento de Cantinflas por Reachi y el magnifico negocio que representó el cómico para el empresario, hicieron que éste se desinteresara de la animación y cerrará Caricolor. Fue entonces cuando varios de sus trabajadores consiguieron que les vendiera el stand de animación y la cámara multiplano a un precio muy razonable y fundaron Dibujos Animados de México S.A.

La flamante empresa se instaló en unos galerones de madera propiedad de la familia de Leobardo Galicia. Baña era el director y Sánchez Rolón el coordinador general. Al poco tiempo se incorporaron Carlos Sandoval e Ignacio Rentería y otros jóvenes como Fernando Castro, Ricardo Fernández y Ernesto López (hermano del destacado fotógrafo Nacho López).

 

En la época, el periódico Novedades dio cuenta del trabajo de Dibujos Animados de México, como si se tratara del primer estudio de animación que se hubiera establecido en el país: “Sí señores –escribió un redactor anónimo–, la industria cinematográfica de México cuenta con una nueva rama, o sea, lo que México esperaba: películas de dibujos animados con sabor a nopalitos compuestos, mole, memelas y todo el encanto nacional”.

Carlos Sandoval recordaba que, pese a que “los recursos económicos eran muy escasos”, Dibujos Animados emprendió varios proyectos. Uno de ellos fue un noticiero cómico protagonizado por el reportero Estrella. Se terminaron varias secuencias, pero debido a que su producción se llevaba de tres a cuatro meses, las noticias ya habían perdido actualidad al exhibirse y el proyecto fracasó.

 

En 1949, el productor Arturo Ripstein contrató a Dibujos Animados para resolver las secuencias en que un mosquito atormentaba a los protagonistas de El diablo no es tan diablo. Se trataba de la primera vez en la historia del cine mexicano que se integraban dibujos animados y acción viva. Cuando el trabajo ya estaba prácticamente listo, un incendio provocado por la colilla de un cigarro dejada caer en un cesto lleno de micas de dibujo destruyó todo lo hecho, aunque las llamas no afectaron a la cámara. Para sorpresa de los animadores, Ripstein refinanció el trabajo y finalmente el film se concluyó. López recordaba que “fueron unos dos minutos de producción y espantoso lo que salió, pero el gesto de Ripstein fue muy bonito”.

“La falta de recursos –escribió Sandoval en su “Crónica de los dibujos animados en México”, publicada por la UNAM en 1992– y las necesidades urgentes de cada uno de nosotros hicieron que poco a poco el grupo fuera desintegrándose, al ir encontrando acomodo en las revistas de historietas y en otros ambientes que nos permitían sobrevivir, y Dibujos Animados languideció y finalmente se extinguió”.

 

Los jóvenes animadores que participaron en la aventura protagonizarían otros muchos episodios de la historia de la animación mexicana, como cuenta el libro El episodio perdido, Historia del cine mexicano de animación.

 

La legendaria cámara multiplano, que se salvó del incendio y aparece retratada en el reportaje de Tomás Montero Torres, pasaría por diferentes estudios y todavía en los años ochenta del siglo pasado fue utilizada para la realización de Crónicas del Caribe, producida por el Taller de Animación A.C., que ganó el Gran Coral en el Festival de La Habana en 1982.

 

(*)Para el Archivo Tomás Montero Torres es un verdadero honor haber contado con la colaboración del investigador Juan Manuel Aurrecoechea, a quien agradecemos profundamente su contribución para seguir dando a conocer el acervo.

Estudios CLASA

Los Estudios CLASA

Leer la lista de películas que produjo CLASA en su larga historia, es como una guía mínima del cine máximo que México realizó antes de la reciente ola de nueva producción que ha ganado laureles internacionales: “Ojos tapatíos”, “Doña Bárbara”, “El Corsario Negro”, “La barraca”, “Encadenada”, la enorme “Salón México”, “Peregrina”, “Viajera”, “Tequila” y “La tarea”, entre muchas otras. Títulos que son parte del registro emocional e imaginativo de lo que los mexicanos somos, sentimos, pensamos y, también, de lo que soñamos.

En esta colección de fotos no vemos a las grandes estrellas, que son parte de otro brillante legajo del Archivo Tomás Montero Torres, sino a los soldados de a pie en ese ejército de artesanos que contribuyen a la existencia del cine.

A pesar de lo que las tías solteronas piensan de nosotros, los profesionales que nos dedicamos al cine no trabajamos (todos) vendiendo palomitas o robándole besos a las boleteras, sino que la industria se integra por una amplia variedad de profesionales que, atrás del juego de sombras magníficas que son las películas, ponen cuidado y paciencia en la edición, corte, mezcla sonora y –antes, nostalgia aparte– en los procesos de revelado fotoquímico e impresión de negativos que, al final, cuando la lamparita parpadea a sus rigurosas veinticuatro veces por segundo, nos abren la puerta a mundos diferentes.

Estudios CLASA
Estudios CLASA

El implacable avance de la tecnología le da un valor adicional al registro que Tomás Montero dejó de esas especialidades industriales. En un mundo digital, donde millones de minutos por día se producen y suben fácilmente a toda clase de sitios web y redes sociales, el cuidado y dominio técnico que se adivina en estas fotos queda grabado para siempre.

 

 

En esos tiempos, las cámaras eran unos artefactos inmensos, construidos con acero y lámina, insonorizados con pesadas mezclas de hules, que requerían a tres o cuatro personas solo para moverlas de sitio.

Mirar a través del visor para encuadrar requería de una habilidad especial, porque las cámaras no tenían sistemas que permitieran ver exactamente el cuadro que se filmaba, sino que hacían uso de visores de paralaje.

Nuestros tiempos, veloces como un tren sin freno, permiten que editemos una película entera desde la comodidad de un escritorio, con las sencillas acciones de presionar una tecla, colocar el cursor de la computadora aquí o allá, pero en las fotos de esta colección vemos a una cortadora de negativos, una especialista en mirar los pequeños cuadros que formaban las escenas, colocar una navaja o tijera en la posición correcta, y snip-snip, cortar la imagen, dejando dentro todo lo que contaba la historia y fuera todo lo superfluo.

Por cierto, también sirven las fotos para llevar un registro de los lugares que ocupaban mujeres y hombres en esa industria ya desaparecida.

Las manos pequeñas, finas y con dedos más delgados de las mujeres se prestaban magníficamente para manipular, cortar y pegar negativos; es así que la mayoría de las mujeres que trabajaron en ese tiempo lo hacían en los laboratorios o los cuartos de edición.

 

Los hombres, a quienes la sociedad de la época consideraba más fuertes, se encargaban de las pesadas máquinas de rodaje y de los brutos, reflectores enormes que recibieron ese nombre precisamente porque su tamaño y peso requería de mucha fuerza bruta para cargarlos.

 

Así, las fotos nos enseñan también una estratificación social, basada en roles tradicionales desempeñados por cada sexo, que afortunadamente hoy han sido desbordados por una realidad en la que las mujeres aceptan y dominan gustosas las actividades que requieren fuerza bruta.

Esta parte de la colección amplísima de fotos que dejó tras de sí Tomás Montero es un magnífico testimonio de la existencia de esos que somos los que trabajamos en el cine, recuerdos del mismo cartón-piedra con el que jugamos a reconstruir al mundo.

 

De nosotros no queda más que un titubeante parpadeo en la fugacidad del espíritu humano, una sonrisa, una lágrima, un recuerdo y aquí, pruebas tangibles de que existimos; pero de ellos, de los que aparecen en estas fotos, ha quedado un registro permanente que les sirve de homenaje.

 

(*) Hugo Villa Smythe ha estado involucrado en el medio cinematográfico desde la edad de 12 años, tanto detrás de cámaras como productor y promotor. Su trayectoria incluye documentales, así como producciones de carácter educativo o industriales, tanto nacionales como internacionales. Se ha desempeñado como subdirector del Instituto Mexicano del Cine. Actualmente es productor del Festival Internacional de Cine de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, cuyos ejes rectores son Identidad, Sociedad y Medio Ambiente. Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un gran honor tenerlo como colaborador para ahondar en torno a los emblemáticos estudios cinematográficos CLASA.

Un héroe de 95 años

Antes que nada ¡¡¡GRACIAS!!! por la atención que el Archivo Tomás Montero Torres ha tenido para la Asociación Mexicana de Veteranos de la II Guerra Mundial A.C., fundada en 1951 en el Pueblo de Tepoztlán, Morelos. Cuando establecimos comunicación, me emocionó la idea de conocer imágenes hasta hoy desconocidas de nuestros Veteranos del Escuadrón 201, porque si bien ellos han escrito parte de la historia de nuestro país, cada uno tiene también su propio relato, es decir: su familia, su casa, sus amigos, su trabajo, en fin, tanto por contar. No imaginé que al recibir el correo electrónico, donde amablemente nos compartieron algunas fotografías relacionadas al Escuadrón 201 y sus familiares, capturadas en diferentes ocasiones por Tomás Montero, apareciera en una de ellas mi padre, Sargento 2/o. Arm. Ret. Fortino González Gudiño, y mi abuelita, Teresa González. Los sentimientos aparecieron y me emocionaron hasta el llanto… ¿Coincidencia?, no lo sé, sólo me queda claro que el trabajo realizado por su abuelo, y la calidad del mismo, no sólo documenta hechos y eventos, sino historias de valor personal y gran contenido humano.

El fortuito encuentro entre el Archivo Tomás Montero Torres y la Asociación Mexicana de Veteranos de la II Guerra Mundial A.C., será una gran oportunidad para que cada uno de ellos, o bien sus familias, terminen de escribir su propia historia. Además, estoy seguro que cuando se conozca la totalidad del material fotográfico, causará en tantas familias el mismo efecto como ha sucedido en la mía. Al difundir estas imágenes, que cuentan historias tan emotivas del regreso a nuestro querido México de nuestros Valientes Soldados, se cerrará un círculo donde nuestros Héroes de la Patria responderán a aquella canción de Pedro Flores y que interpretaron Daniel Santos y Bienvenido Granda, que dice “vengo a decirle adiós a los muchachos, porque pronto me voy para la guerra…..”

 

Felicidades por el gran legado de Don Tomas Montero, un reconocimiento a  su trabajo, lo visionario de su tiempo, y sobre todo al gran interés y entusiasmo de sus nietas para compartirnos estos tesoros. En ese ánimo, y como inicio de una relación que apenas empieza, quiero compartirles algunos hechos contados por mi padre, quien es actualmente el Presidente de la Asociación Mexicana de Veteranos de la II Guerra Mundial A.C., y quien, coincidentemente, cumple 95 años de edad este 20 de septiembre de 2014.

Aunque a principios de la Segunda Guerra Mundial México mantenía una posición neutral, las embarcaciones que utilizaba para surtir de petróleo a los aliados fueron atacadas por submarinos alemanes, por lo que el presidente Ávila Camacho, apoyado por el Congreso, decidió declarar la guerra y conformar un contingente, el Escuadrón  201, mismo que partió el 24 de julio de 1944 a Estados Unidos para tener una fase de entrenamiento y después dirigirse a Manila. Conocidos como las Águilas Aztecas, lograron por su desempeño el reconocimiento del comandante de las fuerzas aliadas, el General Douglas MacArthur, y tras la firma de la rendición incondicional de Japón, el 1º de septiembre de 1945, donde inclusive el Coronel Antonio Cárdenas Rodríguez y el Capitán Radamés Gaxiola Andrade fueron parte de los testigos, emprendieron el regreso a casa, arribando primero, el 13 de noviembre de 1945, a California, a bordo del buque Sea Marlin.

Mi padre nos contaba que al principio tenían sentimientos de temor, en parte porque no sabían si iban a regresar al país, pero sobre todo por las madres, padres y hermanos que dejaban en México. La mayoría eran solteros, sólo un 10% de ellos estaban casados. Cuando por fin la guerra terminó venían llenos de emoción por el regreso. A mis hermanos y a mi nos platicaba que tomaron el tren de Nuevo Laredo rumbo a la Ciudad de México, pero que hicieron mucho más de 30 horas porque en todos los pueblitos los paraban para recibirlos con comida y, según el lugar, con música norteña, sones o mariachis… ¡Todo era una fiesta! Llegaron a la estación de Buenavista en la madrugada del 18 de noviembre de ese año, y ahí los dejaron dormir un rato en los vagones, antes de dejar entrar a los familiares que iban a recibirlos. Seguramente la foto es de ese día, de cuando mi abuela volvió a abrazar a su hijo, mi padre.

 

Un dato interesante es que es la primera vez que el desfile cívico deportivo se adelantó dos días, con el propósito de que los miembros del Escuadrón 201 se integraran al contingente. Su arribo al Zócalo fue muy emotivo. Dice mi padre que cuando por fin lograron llegar a sus casas les faltaban botones o distintivos del uniforme: todos querían tocarlos y conservar algo de sus héroes. En los diferentes lugares de residencia y en las casas les ofrecían las tradicionales fiestas de pueblo, las que duran días. Los abrazos y los festejos eran uno tras otro.

Otro dato interesante de compartirles es que antes de partir fueron a despedirse del presidente, que era Manuel Ávila Camacho, y las órdenes de sus superiores eran abstenerse de solicitar algo, so pena de castigos severos. Pero al escuchar el ofrecimiento del presidente, de concederles algo especial, el soldado Ángel Bocanegra se adelantó y le pidió una escuela primaria para los hijos de Tepoztlán, Morelos, donde no había escuela. Así que a su regreso, tras el desfile, todos fueron a Tepoztlán el 25 de noviembre, junto con el presidente y el Secretario de Defensa, con la sorpresa de que era para inaugurar la escuela que es la primera primaria del lugar –ahora hay 14– y la primera que tiene por nombre Escuadrón 201. Por muchos años les rendían ahí homenaje a los veteranos, con danzas de los niños, pero últimamente ya no por sus edades. De ahí salieron varios presidentes municipales y otros personajes importantes de Morelos.

 

Este próximo 18 de noviembre se conmemorarán 69 años del regreso a México del Heroico Escuadrón 201. Su historia ya se cuenta menos, pero sin duda es una parte importante de lo que hoy somos.

(*) Don Alberto González Ramírez es Secretario y Socio Civil de la Asociación Mexicana de Veteranos de la Fuerza Aérea Mexicana. Para el Archivo Tomás Montero Torres es un verdadero honor que nos haya compartido estas anécdotas contadas por su padre, y hemos de decir que nos causó también una gran emoción que la vida nos sorprendiera con la magia de esta foto: que fuera una primer pieza intercambiada para conocernos y resultara tan vinculada a él y a su familia. Con el resto del material fotográfico que Tomás Montero realizó de los miembros del Escuadrón 201 y sus familiares estaremos preparando una sorpresa para todos ustedes. Estén pendientes.

Luis Mario Cayetano Spota Saavedra Ruotti Castañares

“El niño terrible de los medios”

Luis Mario Cayetano Spota Saavedra Ruotti Castañares, quien llegaría a trascender en prensa, radio, televisión, cine y literatura tan sólo como Luis Spota, partió de este mundo hace justo 29 años: el 20 de enero de 1985. Su precoz incursión al universo de los medios en el México de finales de los años cuarenta es el mejor ejemplo de lo que una afición temprana por la lectura puede llegar a inspirar. Se sabe que alentado por su padre, un inmigrante italiano asentado en la Ciudad de México, tuvo una infancia acompañada por las historias del francés Jules Verne y del compatriota paterno Emilio Salgari, entre otros. Aunque las vicisitudes económicas familiares lo empujaron pronto a “ganarse la vida”, mostró desde el principio un arrojo para destacar y lo mismo quiso ser torero que boxeador, afición ésta última que lo llevaría a presidir la Comisión de Box y Lucha del Distrito Federal, para más tarde ser presidente fundador del Consejo Mundial de Boxeo. Pero su vocación primera era encontrar historias, narrarlas y crearlas, utilizando para ello todas las posibilidades a su alcance.

Con seguridad sin duda envidiable, convenció a Regino Hernández Llergo, director de la revista “Hoy”, para que lo aceptara como realizador de entrevistas a la temprana edad de 14 años. Su audacia para conseguirlas marcó lo que sin duda fue una trayectoria brillante y sin tapujo alguno, ya que se desempeñó como fotógrafo, columnista, editor, locutor de radio y de televisión, guionista y director de cine, dramaturgo, poeta y novelista, cosechando premios y reconocimientos prácticamente en todos los ámbitos; lo mismo que el apodo de “el niño terrible de Bucareli”, durante el periodo de 1943 a 1944, por conseguir por 43 días consecutivos la nota de 8 columnas de Las Últimas Noticias de Excélsior, periódico con sede en esa calle.

 

Una intensidad por la narrativa -sustentada en la curiosidad, la cercanía con las esferas de poder lo mismo que por una observación detallista de la vida cotidiana, cuyos lados ásperos él mismo había padecido de niño- y gracias a la cual su legado periodístico, literario y fílmico es vehemente y vasto.

 

Publicó su primera novela, “De la noche al día”, a la edad de 20 años y todavía un año después de morir se publicaría de forma póstuma “Días de poder”, quedando inconclusa “Historia de familia”. Tan sólo esta referencia a una de sus pasiones pudiera bastar para imaginar su capacidad de entrega y una facilidad nata para reconocer y usar los distintos lenguajes que emanan de cada medio.

Hoy, para recordarlo, compartimos estos retratos hechos por Tomás Montero Torres a una edad temprana de Spota, en años donde sin duda coincidieron, ya que el fotorreportero también colaboró en los cuarenta y cincuenta para las revistas Hoy, Mañana y el periódico Excélsior, entre muchas otras publicaciones de la época. La mirada de Luis ya denotaba el entusiasmo que le caracterizaría a lo largo de la vida…

Luis Cernuda, el amigo de Octavio Paz

 
“…Tú justificas mi existencia
si no te conozco no he vivido
si muero sin conocerte, no muero,  porque no he vivido…
Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz…”
 
Luis Cernuda 

* Su tumba se encuentra en la fosa 48, fila 4, sector C. Está abandonada en el Panteón Jardín de la Ciudad de México; debería estar en Sevilla, con todo respeto.

* En la lápida dice: “Luis Cernuda Bidon. Poeta. Sevilla 1902-México 1963”.

Hoy martes 5 de noviembre se conmemora el 50 aniversario luctuoso del poeta Luis Cernuda Bridón. Nació en Sevilla el 21 de septiembre de 1902 y murió  de un infarto la mañana del 5 de noviembre de 1963 en la casa de su amiga Concha Méndez,  en la calle Tres Cruces 11 en  Coyoacán, Distrito Federal.  Al lado de donde quedó inmóvil estaba una máquina de escribir y un libro –Novelas y cuentos- de Emilia Pardo Bazán. Dentro del ejemplar había dos marcadores de página -uno con el David de Miguel Ángel y otro con el retrato de Francisco I por Tiziano- que desvelaban en qué página había quedado interrumpida la lectura.

Eva Díaz Pérez escribió en El Mundo (03/11/2013) que “el cuerpo del poeta estaba en el suelo, vestido aún con su batín, el pijama, las zapatillas y al lado, la pipa y unas cerillas. La muerte lo había sorprendido intentando fumar. En la máquina de escribir había frases por terminar, anotaciones sobre el teatro de los hermanos Álvarez Quintero….”

Un día antes había ido al cine. Vio el filme Divorcio a la italiana, de Pietro Germi, con Marcello Mastroianni, y le gustó tanto que durante el almuerzo propuso a Paloma Altolaguirre –hija de Concha Méndez y del poeta Manuel Altolaguirre- volver a verla con ella. Luego se retiró a su habitación como hacía todas las tardes.

Quizá por ser una persona poco amigable y difícil, el poeta fue enterrado con el acompañamiento de muy pocos amigos. Alí Chumacero comentó en su momento que él fue uno de los pocos que asistieron al Panteón Jardín.

“–Yo conocí mucho a Luis Cernuda, porque estuve encargado de la primera edición de su poesía completa para el Fondo de Cultura Económica: La realidad y el deseo. Corregimos juntos las pruebas. Fue una edición bastante bien hecha. Ahora sé que han hecho una edición en España que todavía no conozco. Él era un hombre muy huraño, muy extraño. No se llevaba con los españoles. Peleaba con todos. Cuando murió, aquí en México, fuimos a su entierro 17 personas. (…) Yo hice la observación en el camposanto y me dijeron: ‘No, es que toda la gente fue a (la funeraria) Gayosso. Por eso no vienen’. Pero cuando a un muerto no lo acompañan más que 17 personas, eso quiere decir que no es precisamente un personaje muy popular”. (Proceso, no.1651, 22 de junio de 2008).

El Ateneo de Madrid le rendirá un justo homenaje presentando el libro “Leve es la parte de la vida que como dioses rescatan los poetas (poemas para Luis Cernuda)”, editado por la revista Áurea. En la obra participan poetas como Francisco Brines, José Manuel Caballero Bonald, Antonio Colinas, Antonio Gamoneda, Juan Carlos Mestre, Andrés Trapiello, Luis Alberto de Cuenca, Pablo García Baena, Luis Antonio de Villena, Juan Gelman y la Premio Nobel Herta Müller, entre otros. Además, en este volumen se encuentra un manuscrito inédito de Cernuda con los borradores del “Soliloquio del farero” y dibujos y fotografías suyas, de igual forma inéditas.

A la vez, se proyectarán imágenes del madrileño de “Los placeres prohibidos” y se podrá escuchar su voz grabada; los asistentes al Ateneo podrán recorrer la etapa madrileña del poeta y su vinculación con el Ateneo, que solía frecuentar con sus amigos de la denominada Generación del 27, como Federico García Lorca y Vicente Aleixandre.

El día ocho de noviembre, también en Sevilla -su ciudad natal- será la presentación del libro; ahí se dieron cita más de 40 poetas; un día después, el sábado nueve se leerán poemas en las calles Acetres, frente a la casa donde nació y creció el poeta.

¡Maravilloso! Lástima que estemos tan lejos de la madre Patria. Quizá vaya a depositar una flor a su tumba en el Panteón Jardín.

Pero Cernuda no murió de amor, murió él, bueno una parte de él, ya que él vive cada vez que leemos su poesía:

“No es el amor quien muere,
somos nosotros mismos….”
Sólo vive quien mira
Siempre ante sí los ojos de su aurora,
Sólo vive quien besa
Aquel cuerpo de ángel que el amor levantara….”
 

Luis Cernuda llegó a México exiliado y para quedarse. Nació en Sevilla en 1902 y vivió allí hasta 1928; después todo fue exilio eterno, pero siempre pensando en volver a Sevilla. Inició sus estudios de Derecho en la Universidad de Sevilla, donde conoció a Pedro Salinas, que fue su profesor. Ya en los años veinte se trasladó a la ciudad de Madrid, donde entró en contacto con los ambientes literarios de lo que luego se llamará Generación del 27.

Durante un año trabajó como lector de español en la Universidad de Toulouse. Cuando se proclamó la República se mostró dispuesto a colaborar con todo lo que fuera buscar una España más tolerante, liberal y culta. Durante la Guerra Civil participó en el II Congreso de Intelectuales Antifascistas de Valencia, y en 1938 fue a dar unas conferencias a Inglaterra, de donde ya no regresó a España, iniciando un triste exilio después de la guerra civil. Fue profesor de Literatura en Glasgow, Cambridge, Londres, Estados Unidos y  llegó a establecerse en México en noviembre de 1952, con 500 dólares en la bolsa; antes había estado de vacaciones; la primera vez fue verano de 1949. El poeta entonces vivía y trabajaba “bien” en Mount Holyoke, un colegio para mujeres en Massachusetts, Nueva Inglaterra.

En ese tiempo Cernuda vivió en México en varios lugares; durante el primer año vivió en un departamento en la calle Madrid pero luego, hacia finales de 1953, animado por su amigo Manuel Altolaguirre (quien entonces vivía con su segunda esposa, María Luisa Gómez Mena), Cernuda fue a vivir a casa de Concha Méndez y su hija, Paloma Altolaguirre, en Coyoacán. Con algunas breves interrupciones, ésta había de ser su casa durante los once años que le quedaban de vida. Dichos años resultaron ser un período muy fructífero, aunque más productivo, tal vez, en trabajos críticos que en poesía.

En nuestro país se reencontró con amigos españoles como Altolaguirre, Méndez, José Moreno Villa, Ramón Gaya y Emilio Prados, a quienes no había visto desde su salida de España, en plena Guerra Civil, en febrero de 1938.

Fortaleció su amistad con Octavio Paz e hizo relación con el pintor Manuel Rodríguez Lozano, los músicos Salvador Moreno e Ignacio Guerrero, y el poeta Enrique Asúnsolo y Guadalupe Dueñas.

El apoyo de Octavio Paz. En 1954 y gracias a la intervención de Octavio Paz, Luis Cernuda entró a trabajar como profesor en la UNAM, a la vez que como becario en El Colegio de México. Paz fue el padrino y ayudó a Cernuda sin condición. Le solicitó a su amigo Alfonso Reyes, entonces presidente de El Colegio de México, que acogiera  a su amigo Luis y éste le concedió  una beca, misma que le fue con cedida de inmediato por 450 pesos mensuales –de entonces- y para justificarla lo consideró “investigador independiente”.

Para mantener la beca, Cernuda propuso y el Colegio aceptó un estudio sobre poesía inglesa del siglo XIX. Y cuatro años después, en 1958, Alfonso Reyes decide por problemas de salud darle carácter honorario a su cargo de presidente del COLMEX y crear el puesto de director, para el que se escogió a Daniel Cosío Villegas. A él se dirigió don Alfonso en diciembre de ese mismo año  para “hacerle tres súplicas”, una de las cuales era sostenerle la beca a Luis Cernuda, “que vive muy pobremente” y “es cumplido en su trabajo”.

Cernuda ya había empezado también a escribir en la prensa mexicana, notablemente en las dos principales revistas de esa época: México en la Cultura y Universidad de México. No es casual que el fruto destacado de su labor de estos años son dos libros de crítica literaria: Estudios sobre poesía española contemporánea (1957) y Pensamiento poético en la lírica inglesa (Siglo XIX) (1958). Al publicarse en España, el primero causó verdadero asombro y consternación por la dureza con que el sevillano enjuició a varios de sus contemporáneos, sobretodo a sus maestros Juan Ramón Jiménez y Pedro Salinas. Hay una carta muy dura de Pedro Salinas en contra de Cernuda.

Un año después –el 27 de diciembre de 1959- muere Alfonso Reyes y en agosto de 1961 Daniel Cosío le cancela la beca al poeta español. En  una entrevista con Enrique Krauze  le habla de ese asunto.

Discusión pública. Al fallecer Cernuda, apareció en la Revista de la Universidad (julio de 1964) un artículo en el que Octavio Paz afirmaba del poeta español que “a la muerte de Reyes, el nuevo director (del Colmex) lo despidió sin mucha ceremonia”. Entonces Cosío Villegas envió una carta de respuesta a Paz, la que apareció en el número de octubre de la misma publicación y tachaba de “falsa de toda falsedad la acusación” de que hubiera quitado el apoyo económico a Cernuda, pues argüía la existencia de una carta de éste en la que anunciaba que iría a Estados Unidos como profesor visitante de una universidad “que no nombra”, lo que motivó que le suspendieran la beca.

En el mismo número de Revista de la Universidad, Octavio Paz contestó con un texto fulminante: “Por lo visto Cernuda no fue despedido por El Colegio de México. Me alegra saberlo. Mis noticias eran otras y uno de mis informantes fue el mismo Cernuda. Como el poeta muerto era todo menos un mentiroso (y como tampoco lo es el señor Cosío Villegas) no hay más remedio que atribuir el incidente a un equívoco: Cernuda creyó que con frías y correctas maneras burocráticas, se le quería despedir y se alejó voluntariamente. La actitud del Director debe haber contribuido a esa impresión del poeta. No es un misterio que el señor Cosío Villegas, por afectación anglicista o inclinación natural, es un témpano en el trato con sus semejantes y que ha hecho de la impertinencia y el desdén, ya que no un estilo, un hábito. Cernuda tenía fama de susceptible; Cosío Villegas la tiene de intratable: todo se explica”.

Octavio Paz, dice Enríquez Perea, retiró ese texto de sus Obras completas. Quizá, porque de alguna manera lo que decía de Cosío Villegas era el autorretrato del Octavio Paz endiosado de sus últimos años. (Fuente: Revista Contralínea, Junio 2a quincena de 2007).

El escritor y biógrafo de Cernuda, Antonio Rivero Taravillo escribe también sobre el tema en Luis Cernuda. Años de exilio (1938-1963, Ed. Tusquets.)

(*) Fred Álvarez Palafox es columnista de temas políticos para varios medios de México, consultor de asuntos religiosos y un declarado amante de la poesía. Para el Archivo Tomás Montero Torres  es una privilegio contar con una colaboración suya con motivo del 50 aniversario luctuoso de Luis Cernuda, que nos otorga, además, un buen motivo para compartir estas dos fotografías del poeta sevillano tomadas por Tomás Montero Torres

Margarita Michelena

Cuatro instantes con Margarita Michelena

Desconozco si cultivaron una amistad, pero Margarita Michelena y Tomás Montero Torres coincidieron, por lo menos, durante cuatro momentos de su vida. La primera en la Universidad Nacional Autónoma de México, a mediados de los años 30, cuando ella estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras y Montero Torres en la Escuela Nacional de Artes Plásticas. De esos primeros años de estudio, llegarían a convertirse en poeta y periodista, la primera; pintor y fotorreportero, el segundo. Durante esa época, para ser más precisos, en agosto de 1937, ambos asistieron al evento de inauguración de la Galería Permanente de la Generación Revolucionara Unificadora de Artistas (GRUA), ubicada en la calle de Corpus Christi No. 6, como puede comprobarse en la publicación que esa misma asociación hizo, con motivo de registrar tal suceso:

La publicación hacía referencia a los 23 artistas cuya obra se expuso para ese acto, además de incluir el cuento “Historia de travesuras”, de quien entonces firmaba como “Marga Michelena”. Entre otros, participaba también el pintor Manuel Montiel Blancas, quien compartiría una larga amistad con Tomás Montero.

 

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Posteriormente, los dos trabajarían para la revista América, ella -oriunda de Hidalgo- comenzaría ahí su carrera literaria; él -oriundo de Michoacán- colaboraría ahí como fotógrafo y “asesor artístico”, de acuerdo con los créditos de ejemplares de la época.

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Y por último, hay un cuarto instante registrado de vida compartida entre ellos, que en lo personal a mi me gusta mucho: una visita de Tomás Montero Torres a casa de Margarita Michelena.

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Me lo cuenta esta serie de imágenes de fino acercamiento al espacio íntimo, al hogar y los afectos cercanos… Incluso una imagen que registró un abrazo de Margarita con su esposo e hija, que aunque ya se encuentra muy diluido, alcanza a mostrar un perfil de su brazo, cierta silueta.

Margarita Michelena.

 

En todas hay un porte indudable de esta mujer que, para muchos intelectuales de altura, como el propio Nobel Octavio Paz, poseyó una de las mentes mejor cultivadas de su tiempo.

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Sus finas manos, ese mirar hacia dentro de sí misma, la suavidad que se intuye en la tela de su atuendo… No creo que sea sencillo posar así para un desconocido pero sí, quizá, para alguien que detrás de la lente se sabe amigo.

Margarita Michelena

Veámosla como mujer indómita y entera, que halló en la palabra la forma directa de denunciar verdades y en la poesía la mejor manera de hablarse a sí misma. En el número 237 de la legendaria revista Vuelta, Octavio Paz escribió, con motivo del justo homenaje que en 1996 se le hiciera en Bellas Artes a Margarita Michelena: “pertenece a esa rara estirpe de poetas que en formas diáfanas alían el pensamiento al sentimiento, lo que pensamos con los sentidos a lo que sentimos con la cabeza. Sus poemas son cristalizaciones transparentes. Desde su primer libro me impresionaron, por igual, la maestría de la hechura, la profundidad del concepto y la autenticidad de la emoción. Equidistante del grito y del frío conceptismo, de la confesión sentimental y del «preciosismo», sus poemas brotan del suelo del lenguaje como chopos, pinos o álamos; también como torres de reflejos y esbeltos obeliscos de claridades. Poemas bien plantados en la tierra pero movidos por una misteriosa voluntad de vuelo. Gravitación y levitación”.

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Y es un cierto halo de levitación el que yo distingo en varias de estas fotografías. En estos retratos amorosos de una poeta que, entre mucho, alguna vez escribió:

“Cuando yo digo amor”

Cuando yo digo amor identifico
sólo una pobre imagen sostenida
por gestos falsos,
porque el amor me fue desconocido.

Cuando yo digo amor
sólo te invento
a ti, que nunca has sido.Y cuando digo amor
abro los ojos
y sé que estoy en medio
de mis brazos vacíos.

Cuando yo digo amor
sólo me afirmo
una presencia impar
como mi almohada.

Cuando yo digo amor
olvido nombres
y redoblo vacíos y distancias.
Cuando yo digo amor
en una sala
llena de rostros fútiles
y pisadas oscuras en la alfombra.

Cuando yo digo amor
crece la noche
y mis manos encuentran
para su hambre doble y prolongada
mi pobre rostro solo
repetido por todos los rincones.

Cuando yo digo amor
todo se aleja
y me asaltan mi nombre y mis cabellos
y las hondas caricias no nacidas.

Cuando yo digo amor
soy como víctima.
La inválida en salud.
El granizo y la rosa paralelos.
La dualidad del árbol y el paseante.
La sed y el parco refrigerio. Yo soy mi propio amor
y soy mi olvido.

Cuando yo digo amor se me desploma
la ascensión de las venas.
Sobreviene un otoño
de fugas y caídas
en que yo soy el centro
de un espacio vacío.

Cuando yo digo amor
estoy sin huellas.
De porvenir desnuda
e indigente de ecos y memoria.

Cuando yo digo amor
advierto inútil
la palma de mi mano —que es convexa—
e increíble
ese girar soltero
del pez en su pecera.