En la Línea Dorada del Metro de la Ciudad de México hay, desde el 14 de febrero de este 2013, un tren bautizado con el nombre de “Valentín Campa”. Quizás alguno de los cientos de miles de usuarios, en una posición donde pueda ver el vagón del frente y la placa, sienta curiosidad por saber quién fue, o solo lo volteé a ver, distraído.
En verdad parece un corto homenaje –poco visible y descarriado– para quien fue uno de los líderes sindicales más importantes del México del siglo XX, comprometido hasta los huesos con las causas de los trabajadores e idealista a rabiar.
Aunque nació en Monterrey, Nuevo León, su infancia y adolescencia transcurrieron en Torreón, Coahuila, y en Ciudad Madero, Tamaulipas. Después de un paso realmente corto por la industria petrolera –alrededor de un año– se incorporó a los Ferrocarriles Nacionales, por ahí de 1921, asumiendo varias responsabilidades.
Su niñez testificando la Revolución en el norte de México, quizá fue uno de los elementos que lo fue formando como una voz importante del lado de los desprotegidos. Fue natural en él, en esos años, participar activamente en la lucha que los trabajadores de México y del mundo emprendieron a favor de dos anarquistas italianos, Nicolás Sacco y Bartolomé Vanzetti, encarcelados en Estados Unidos.
En 1925 se convirtió en dirigente del sindicalismo ferroviario y a partir de ahí tres actos importantes: intervino en la huelga de la Unión Mexicana de Mecánicos y en la huelga general ferrocarrilera, se afilió al Partido Comunista y se integró a la Confederación de Transportes y Comunicaciones.
Se sabe que la huelga ferrocarrilera de 1927 tuvo tintes violentos, pero que también fungió como una especie de plataforma que dio mayor visibilidad a varios comunistas, entre ellos a Valentín Campa; además de motivar la creación del Sindicato Nacional de Ferrocarrileros.
Los enfrentamientos entre el Partido Comunista o los movimientos sindicales y el gobierno, eran frecuentes. Al no poder doblegarlo, lo encarcelaron por vez primera en esa época.
El Partido Comunista adquiría fuerza, y para 1929 estaba listo para contender por la Presidencia en las elecciones federales. Se constituyó el Bloque Obrero y Campesino Nacional, en cuyos puestos de mando se encontraban: Úrsulo Galván, Diego Rivera, Isaac Fernández, Valentín S. Campa, Donaciano López, y Rodolfo Fuentes López. Desde ese momento Campa siempre tendría una posición prioritaria en la vida política y sindical del país.
Posteriormente se integraría la Confederación Sindical Unitaria de México (CSUM), “ajena a todo compromiso con la pequeña burguesía dominante”, cuyos directivos eran: Julio Antonio Mella, como secretario general honorario; David Alfaro Siqueiros, secretario general; y Valentín Campa, secretario de Organización.
En estas y otras organizaciones, nacionales e internacionales, como la Confederación Sindical Latinoamericana –y en plena crisis económica a causa de la depresión– la participación de Valentín Campa se enfocaba en paros, huelgas y otras acciones en defensa de los obreros, lo que lo colocó en la mira de los Gobiernos, en una época en que aún estaban por definirse leyes que regularan las relaciones con los patronos.
Las luchas eran complejas, porque dentro de los mismos organismos sindicales se producían diferencias que hacían particulares las manifestaciones en cada entidad, pero en todos los procesos de composiciones o reagrupaciones, Valentín Campa siempre tuvo un rol esencial, sobre todo en la época del llamado “Maximato”, durante la Presidencia de Plutarco Elías Calles.
Después de muchas vicisitudes, en febrero de 1936 se efectuó un congreso del que surgiría la Confederación de Trabajadores de México, mejor conocida como CTM; con lo que la lucha obrera, en México, delinearía otra faceta histórica. Aunque al principio se vislumbraba la posibilidad de una unidad que trabajara a favor de las condiciones de los diferentes gremios de trabajadores, pronto se dieron diferencias y malos manejos, que derivaron en la salida de numerosas agrupaciones afiliadas, entre ellas la de los ferrocarrileros. Aproximadamente de 1943 a 1948, Valentín Campa retomaba con fuerza en el sector que lo vio nacer como líder, asumiendo la Secretaría de Educación y Propaganda.
Aquí cabe mencionar que, tras la Revolución Mexicana y el papel que jugaron los trenes en la misma, todo el sistema de trenes sufrió un notable deterioro, que obligó a que el sistema ferroviario se fuera nacionalizando paulatinamente, entre 1919 y 1937, hasta integrar Ferrocarriles Nacionales de México. Pese a tener una fuerte carga emblemática, se fueron recrudeciendo las condiciones financieras y, tras un déficit operativo calculado en 552 millones de dólares, ocasionó su posterior privatización, hacia 1995.
Concluida la Segunda Guerra Mundial, los dirigentes de la CTM cerraban filas contra posturas comunistas, y daban lugar a lo que hoy se conoce como “charrismo sindical”. Primero aceptaron el reingreso de algunas agrupaciones independientes, entre ellas el Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana (STFRM), pero coludidos con su Secretario General, Jesús Díaz de León, interpondrían demandas fraudulentas contra Valentín Campa y Luis Gómez, por un supuesto fraude. Cuando los agremiados quisieron destituir por este acto a Díaz de León, la CTM envió golpeadores profesionales, que resguardaron el edificio y lo mantuvieron en su poder.ç
Campa fue detenido y permaneció en la cárcel de Lecumberri de 1949 a 1952. Al ver estas imágenes captadas por Tomás Montero Torres, de su ingreso, cambio de ropa y registro, es factible intuir cierto orgullo, porque, finalmente, estas detenciones no hacían sino reafirmar sus convicciones.
A su salida militó en el Partido Obrero Campesino Mexicano, para más tarde reincorporarse al Partido Comunista, que encontró fortaleza en movilizaciones de maestros y ferrocarrileros, entre otros gremios, hacia finales de los años sesenta. Con este apoyo, en repudió al charrismo sindical y en busca de mejoras reales para los obreros, y para el reconocimiento de su líder, Demetrio Vallejo, los ferrocarrileros protagonizarían durante 1958-1959 una serie de paros y huelgas –a los que se unirían otros gremios como los petroleros–. Aunque lograron algunos puntos, como lo referente a salarios, el reconocimiento de Vallejo no se daba por la fuerza de la CTM y su colusión con el poder, por lo que alrededor de 100 mil ferrocarrileros de todo el país se fueron a un paro total e indefinido. Desafortunadamente la respuesta fue una aguda represión y la aprehensión de miles de trabajadores y líderes. Más adelante, después de algunos desencuentros partidistas, Valentín Campa volvería a ser arrestado y encarcelado por diez años más.
Hay documentos que comprueban que la cárcel no fue impedimento para que él siguiera activo en la lucha obrera. Junto con otros presos importantes, como el propio Demetrio Vallejo, Filomeno Mata y David Alfaro Siqueiros, iniciaría una huelga de hambre tratando de presionar por su libertad. Estando en prisión, fue postulado para Senador por la Convención del Frente Electoral del Pueblo en el Distrito Federal. Se mantuvo activo para participar en la vida sindical ferrocarrilera, y en 1967 el Partido Comunista lo integró a su Presidium de forma honoraria.
El 29 de julio de 1970, junto con Demetrio Vallejo, por fin fue liberado. Valentín Campa atribuyó gran parte de esta decisión al Movimiento Estudiantil de 1968, ya que una de sus exigencias constantes fue la liberación de presos políticos.
Tras dos lustros de encierro, la vida no fue tranquila para Campa. Continúo coherente a sus ideales comunistas y, según está documentado, sufrió dos secuestros policíaco-militares en el periodo de Luis Echeverría, uno de ellos vinculado a un supuesto accidente ferroviario. Al mismo tiempo fue consultor e inspiración para la conformación de otros sindicatos, en especial universitarios. Además, para las elecciones presidenciales de 1976 el Partido Comunista de México lo postuló como candidato, y fue el único que contendió contra José López Portillo. Alcanzó poco más del 5% de los votos, que fueron anulados al no contar el PCM con el registro oficial; pero para 1978 se convirtió en diputado por ese partido para la LI Legislatura. Hacia el final de sus días, y tras varias transformaciones que fue teniendo la izquierda mexicana, militó en el Partido de la Revolución Democrática y falleció el 25 de noviembre de 1999, a la edad de 95 años.
78 años –sino es que más– claramente entregados a la lucha obrera, en especial desde el gremio ferrocarrilero. Seguro para Valentín Campa resultaría triste testificar la ruina de lo que en un tiempo fue un sistema ferroviario de excelencia, y más aún ver que con su privatización desaparecerían del país los trenes dedicados al transporte de pasajeros. Pero bueno, el Gobierno de la Ciudad de México ya contribuyó a su memoria: un tren de la línea 12 del metro corre día y noche su rutina diaria, ostentando en su frente el nombre de Valentín Campa.
En el “Correo de Espectáculos” del 14 de enero de 1919 se reseñaba el éxito de la Zarzuela “La Gallina Ciega”, protagonizada en el Teatro Principal de la Ciudad de México por la soprano María G. Gallardo, el tenor Mario Talavera, el barítono Felipe Liera, el bajo Luis G. Saldaña y Enriqueta Monjardín, todos ellos españoles. Era el auge de este género surgido en la Península Ibérica, donde a lo largo de la representación teatral se combinaban partes vocales con diálogos hablados.
Enriqueta Monjardín era una sevillana que inició su carrera en 1882 como tiple cómica; después se integró a una compañía dramática en calidad de dama joven, con la que llegaría a La Habana en 1889, para poco después embarcarse a México. María Tue era otra actriz proveniente de España, que hacía gala de sus talentos en las también llamadas Operetas, y que adquirieron su nombre más popular al presentarse por vez primera en El Palacio de la Zarzuela, en Madrid. Se sabe que a ambas las había recibido muy bien el público mexicano y se les consentía con flores y aplausos.
Pero para los años cuarenta la capital de México se convirtió en una afrenta para ellas. Lejos habían quedado las mieles de la juventud, así como los talentos histriónicos de sus años mozos. La soledad, la pobreza, la desesperanza, la fragilidad de sus cuerpos, habían obligado a María a pedir limosna fuera de los teatros en los que alguna vez actúo; mientras Enriqueta vendía pepitas a los feligreses tras escuchar misa. La vejez las había esperado sin más nada que sus propias manos para sostenerse…
Su última etapa de vida pudo ser como la de tantos adultos mayores, cuando contrastan la vida productiva, plena y entregada que lograron en sus mejores años, con la marginalidad a que los induce el olvido, el desgaste físico, la carencia de alternativas de calidad para seguir viviendo… Sin embargo, el destino, siempre tan azaroso, logró que una noche de 1941, en las afuera del Teatro Colón, Mario Moreno “Cantinflas” reconociera en aquella anciana mujer que le pedía ayuda, a una de las artistas que tanto contribuyeron al auge de las zarzuelas en México: María Tue, y a quien desinteresadamente -como todo lo que él hacía- comenzó a ayudar de forma inmediata. Poco después reconocería en la vendedora de pepitas a Enriqueta Monjardín, a quien por supuesto también apoyó para, literalmente, rescatarla de la miseria.
Mario Moreno, sensible al infortunio de sus colegas de profesión, vio en ello una oportunidad para emprender acciones que pudieran garantizar para todos los actores, al llegar a la vejez, otro panorama muy distinto al que ellas habían vivido, ante la falta de un sistema de seguridad social que las incluyera.
Casa del actor
Desde el instante en que concibió la idea, emprendió esfuerzos para adquirir un predio y construir un sitio idóneo para la última etapa de vida de los miembros del gremio actoral, a partir de donativos en dinero o en especie. A esta noble labor se sumarían, entre otros, Jorge Mondragón, Jorge Negrete, Consuelo Guerrero y María Teresa Montoya.
Les tomaría tres años concretar la idea e inaugurar, con las dos primeras huéspedes que la motivaron, María y Enriqueta, la Casa del Actor en Tiziano 34, en el barrio de Mixcoac. Enfermeras, comedor, habitaciones cómodas y pulcras listas para acoger a actores y actrices por igual, contribuirían a la vez en reflexiones -cada vez más necesarias e importantes- sobre esa Tercera Edad a la que todos, de una u otra manera, nos encaminamos.
Hoy, 69 años después de que empezara a funcionar este asilo modelo para actores, la esperanza de vida de los mexicanos es, de acuerdo con el INEGI, de 78 años para las mujeres y de 73 para los hombres. Una vida longeva a la que debiéramos aspirar en condiciones óptimas de salud, lúcidos, valorados, en compañía de seres queridos…
Aunque se estima que en el 2040 uno de cada 4 mexicanos pertenecerá a la Tercera Edad, no sé si estemos lo suficientemente conscientes de lo que significa. En principio, que un número importante de nosotros formará parte de ese rango de edades (arriba de 60, ejem…), sino es que ya está en él. ¿Estamos haciendo lo suficiente para tener una vejez armoniosa? ¿Leemos para que el cerebro esté activo…? ¿Nos ejercitamos? ¿Cuidamos nuestra alimentación? ¿Cultivamos la amistad, procuramos las que ya existen? ¿Demostramos nuestro amor a aquellos que nos importan? ¿Celebramos la Vida…?
Veo a este primer grupo de actrices residentes en la Casa del Actor, retratadas por Tomás Montero Torres, y siento que aunque ya están a salvo del mundo exterior -de las carencias y la zozobra del día a día- hay un universo interno en cada una que las atrapa y vuelve melancólico su mirar. ¿Qué se guardan…? ¿Qué tan sinuoso fue su camino para llegar ahí, a ese instante de tiempo? ¿Qué les duele más allá de sus pies hinchados y la dificultad al caminar…?

Cada persona es una historia y tendríamos que desentrañar varias para entender lo que guardaban y sentían sus corazones. A lo mejor al cerrar los ojos para adentrarse en el sueño y revivir, así, los años donde el baile y el canto eran la razón de ser y estar, una sonrisa luminosa les habitaba sus rostros…
Al mal tiempo buena cara, Ciudad de México 1951
El golpe de vista cae, certero, sobre el cuerpo de una señora vestida de negro que se aferra a la pared como un alpinista al acantilado. Rápido, tal cual ojo, se cae en cuenta del poco espacio para la pisada, los pies de la dama tienen la precisión del espacio mínimo y la posición comprometida. La bolsa de las compras hará imposible el próximo paso.
Entonces, y sólo entonces, la mirada viaja al primer plano, al piso. Y los reflejos indican el agua, están en perfecta armonía con la base de la columna que se adivina a la derecha. El escalón levemente a la izquierda y los cuadros del mosaico de ese mismo flanco con las horizontales de la cortina de hierro, todo, salvo la señora y el agua, es fijo, estático, transmite al cuerpo la sensación de durabilidad, de inamovible objeto. El gran momento de la foto es ese cuidadoso ballet de la señora y el espejo de agua.
Entonces se hace evidente la historia que en apariencia es obvia: la señora viene del mercado y no quiere mojarse, ha llovido, aunque la señora –desde los zapatos– está seca.
Luego las dudas, acaso es una gran fuga de agua, un drenaje… En fin, las variaciones de una historia desencadenada por la contradicción de un cuerpo pesado y viejo que transforma la dificultad en gracia, como la lluvia, que estorba pero alegra.
Enorme síntesis de una mirada que sólo tardó una fracción de segundo y que el lenguaje, en su triste condición temporal y lineal nos hace ver como pasado –y acaso lo sea– un presente que sigue sucediendo en la portada del catálogo (**) del archivo de Tomás Montero, fotógrafo.
(*) Roberto Maldonado Espejo es maestro de fotografía en LCI Monterrey, con especialidad en fotoperiodismo. En el Archivo Tomás Montero Torres nos sentimos honrados de esta colaboración suya para el blog, que esperamos sea la primera de muchas más.
(**) Quien desee el catálogo referido puede leerlo, imprimirlo y/o compartirlo en forma completamente gratuita a través de este link: http://issuu.com/maribelfonseca/docs/version_portada
De acuerdo con el informe oficial del Servicio Sismológico Nacional del Instituto de Geofísica de la UNAM, este martes 20 de marzo a las 12:07 se registró un temblor de 7.8 grados escala Richter, con epicentro en las cercanías de Ometepec, Guerrero, y Pinotepa Nacional, Oaxaca; que se sintió con fuerza en la zona central de la República Mexicana. En estas situaciones, nuestra memoria reciente revive las imágenes, estremecimientos y resquebrajos sufridos en 1985, cuando a las 7:17 de la mañana un temblor oscilatorio y trepidatorio, con una magnitud de 8.1 y con epicentro frente a la desembocadura del Río Balsas, en los límites de Michoacán y Guerrero, junto con su fuerte réplica del día siguiente, provocaron una de las más graves tragedias humanas de la capital mexicana, con más de 10 mil muertos, miles de heridos y damnificados, así como cuantiosas pérdidas materiales. Aunque no fue la primera vez que el Valle de México se estremecía…
La madrugada del domingo 28 de julio de 1957, exactamente a las 2:44am, los habitantes de la Ciudad de México despertarían sorprendidos y presurosos por un temblor de 7.7 grados en la escala de Richter, cuyo epicentro en esa ocasión se ubicó en Acapulco, Guerrero, con el resultado de 700 personas muertas y 2,500 heridas. Un año antes, en el ánimo de modernidad de aquella época, se había levantado el primer rascacielos del país: la Torre Latinoamericana, diseñada por el arquitecto Augusto H. Álvarez (44 pisos y 188 metros de altura incluyendo la antena), así que los días posteriores, en los medios y círculos especializados, se procuraba saber “si era peligroso crecer hacia arriba”.
Parece que los entrevistados por el reportero Alardo Prats -tres arquitectos y los pintores Ángel Zárraga y Diego Rivera- se inclinaban por promover un crecimiento horizontal y apegado a reglamentaciones que delimitaban la altura máxima de los edificios en sesenta metros, aunque las tendencias iban rompiendo el estilo de la Ciudad de México, con un crecimiento anárquico, “en todas direcciones, según el viento de las especulaciones monstruosas y desenfrenadas”, cuando el país albergaba 30 millones de habitantes y la capital tres millones y medio in crescendo…
¿Qué dirían los urbanistas de hace 55 años de la fisonomía actual de la Ciudad de México, que con su ritmo de crecimiento se expandió vertical y horizontalmente? Trascendiendo este punto -digno de otras polémicas y complejas soluciones- habría que resaltar la gran diferencia entre las reacciones y los daños humanos y materiales de ese 1957 y la experiencia de este día de 2012…
Aquel movimiento telúrico llegó a conocerse como “El temblor del ángel”, porque también cayó al suelo la emblemática figura de la Victoria Alada que coronaba la Columna de la Independencia, tal y como podemos apreciar en esta serie de fotografías de Tomás Montero Torres. El ángel tuvo que ser reconstruido a lo largo de un año por un grupo de técnicos, bajo la dirección del escultor José María Fernández Urbina, así que la columna permaneció sin su colosal complemento hasta el 16 de septiembre de 1958, cuando fue reinaugurada.
Resalta la proporción entre los trozos de la Victoria Alada esparcidos por el suelo y la dimensión de hombres y mujeres que llegaron hasta ese punto de la Avenida Reforma a verlo con sus propios ojos… Otras edificaciones se perderían por completo o sufrirían cuarteaduras de importancia, contribuyendo con sus ausencias o remodelaciones a reconfigurar la metrópoli…
Pero hubo aprendizajes… La Torre Latinoamericana, por ejemplo, fue de los primeros edificios del planeta en construirse en una zona de alto riesgo sísmico y, gracias a su estructura de acero y gatos hidráulicos se mantuvo sin percances, logrando gran prestigio internacional y el premio del American Institute of Steel Construction.
Es más, hoy día, con su fortaleza probada tras el sismo de 1985, “la Latino” está considerada “uno de los rascacielos más seguros del mundo”. De cierto modo constituyó un experimento positivo para la mejora de futuras construcciones, en México y el extranjero. Fue la edificación más alta del país hasta 1972, cuando concluyó la construcción del Hotel de México -hoy World Trade Center-, y durante ese tiempo también permaneció como “la más alta de Iberoamérica”.
Lo cierto es que los aprendizajes nunca concluyen, menos cuando habitamos un país con alto riesgo sísmico debido a sus características geológicas.
Así probablemente podría titularse esta fotografía de la flemática Dolores del Río, quien mirando a lo lejos posa en una actitud apacible –mientras cose y sus pequeños carretes de hilo están al alcance de su mano– en un bello rincón de su rancho La Escondida, en lo que en ese año de 1951 era aún un Coyoacán pueblerino, algo retirado del bullir del centro de la capital mexicana.
Con un quexquemétl que acentúa su sencilla dignidad, y que ya en el interior de su casa, con otro atuendo y un exquisito juego de aretes, anillos, collares y pulseras, la hará lucir cosmopolita y sofisticada, permite que Tomás Montero Torres le haga varios retratos para La Revista de Revistas, el Semanario Nacional, donde lucirá fabulosa en la portada del 8 de julio de ese año, con magnífico y sensual traje de noche, de tela sedosa y amarilla.
Varios rollos se emplearían en esta sesión, tanto en blanco y negro como a color, pero sólo 5 imágenes se publicarían en total.
¡Que diferente se ve luciendo su atuendo frente al espejo, sin el acento del color! De acuerdo con el crítico e impulsor de la fotografía de aquellos tiempos, Antonio Rodríguez, Tomás Montero fue varias veces a Estados Unidos “para estudiar diversos problemas de la técnica, y fue de los primeros en introducir en México la fotografía a color y el Flexicrom”. De ahí que su colaboración para Revista de Revistas haya sido tan fructífera.
Cabe notar que, en la descripción minuciosa que se hace de la casa de la gran diva mexicana, resalta la mención de la biblioteca, donde además de libros de gran valor “destacan figuras de barro de arte indígena que Diego Rivera obsequió a la artista cinematográfica” y donde también hay “objetos de plata mexicana”. El manifiesto interés de los hacedores de la imagen de México de aquellos años por valorar las raíces y el arte que nos distinguen, y que buena falta haría retomar en estos tiempos, donde la paloma adquiere otro significado al de aquel que leemos en la imagen de Dolores del Río sosteniendo una en sus manos.
Durangueña de facciones recias, porta un curioso vestido para volver a posar en el jardín junto con uno de sus perros y una efigie que la inmortaliza. Tres son entonces los rostros que nos miran, perpetuando el encuentro a más de 60 años de distancia…
Trayectoria singular, iniciada en Estados Unidos un poco a broma, donde se consolidó en el cine mudo y transitó con rimbombantes éxitos al cine sonoro; para luego retornar a México triunfadora y eterna. Patria que la recibe amorosamente, con proyectos estelares a cargo de otros grandes del cine mexicano –Roberto Gavaldón y Emilio el Indio Fernández– donde demostrará con su talento y carisma que la juventud es un estado de gracia, pero no el condicionante para volverse el ideal soñado de un sinfín de corazones…
Ella encarna la universalidad de la imagen cinematográfica, porta el mundo en sus estolas y en la actitud para desenvolverse dentro y fuera de escena. Impacta por su belleza y garbo, sin duda, pero también por haber franqueado numerosas fronteras: territoriales, idiomáticas e incluso la de los estereotipos femeninos de esos lustros, que permitían el desenvolvimiento de las mujeres en otras esferas profesionales siempre y cuando no perdieran las dotes propias de su género… ¡como coser!
Hoy que es un día dedicado internacionalmente a la mujer, tomemos estas imágenes de Dolores del Río como un homenaje a su persona, y como un bello pretexto para reflexionar en aquello que es esencia y lo que es imposición social en y para la mujer.
Hubo una época de oro en México, cuando se consideraba un país en donde las oportunidades llegaban solas, con poca competencia y con trabajo para todos; y en la que los que se aventuraban a ir más allá destacaban, consolidando sus nombres para las generaciones futuras. Pedro Infante y Don Tomás Montero fueron unos de ellos.
Pedro Infante en los estudios “Peerless”
Esta serie de imágenes -captadas a Pedro Infante por Tomás Montero Torres– tienen una relevancia tremenda, porque nos describen más de lo que cualquiera pueda imaginar… Se trata de una secuencia fotográfica en los estudios “Peerless” de la avenida Mariano Escobedo #201 de la Ciudad de México, donde vemos a Pedro Infante vestido del personaje de la película “Nosotros los Pobres”, ni más ni menos que de “Pepe el Toro”, con una camiseta con bandas horizontales en color rojo y un lápiz en la oreja; en otras más lo vemos descalzo, ensayando con los músicos o recibiendo instrucciones del director de la compañía fonográfica, el señor Don Guillermo Knorhauser.
Pero para explicar sobre esta sesión en particular, tengo que darle un vistazo a cómo Pedro Infante llegó a grabar en dicha compañía.
Los orígenes
Pedro Infante se iniciaría como músico desde muy joven; su padre, Don Delfino Infante, era músico de profesión, por lo que a Pedro le tocaría acompañarlo en sus múltiples compromisos en una orquesta. Ya de adolescente y por ser un muchacho “coqueto” empieza a cantar para culminar sus “conquistas” a las muchachas de su localidad (Guamúchil, Sinaloa); de esta manera, el destino hará un camino a Pedro Infante para llegar a ser el artista más famoso de México y Latinoamérica.
Después de una aventura hacia la capital de México, en compañía de su primera esposa María Luisa León, las oportunidades para él no se hicieron esperar: cantaría para la estación de radio XEB “El Buen Tono de la Radio” (que aún sigue transmitiéndose como la primer estación de radio vigente y más longeva de México); de ahí le darían trabajo como “Crooner” en centros nocturnos; después de algún tiempo, en 1942, realizará una prueba para grabar su primer disco en la compañía “RCA Víctor”, dos boleros llamados “Guajirita” y “Te estoy queriendo”, de los cuales se tenía planeado vender 300 copias, pero sólo se vendieron 100, lo que motivó a que fuera expulsado de la compañía “RCA”.
Pedro
Un año después, a finales de octubre de 1943, Pedro Infante fue contratado para grabar en la compañía de discos “Peerless”. El director artístico era el señor Guillermo Knorhauser (de origen alemán), quien le ofreció grabar y firmar un contrato de exclusividad que duraría hasta la muerte de Pedro Infante, el 15 de abril de 1957.
Lunes 24 de marzo de 1947
Tomás Montero, reconocido fotoperiodista, se cita con Pedro Infante desde muy temprano en las instalaciones de la compañía “Peerless”, para una sesión de fotografías exclusivas. Es un magnífico día, el sol está en todo su esplendor –si ese día llueve entonces se tendrán que cancelar las grabaciones por el ruido que genera la lluvia, y que quedaría grabado en los discos de 78 rpm–. Pedro lo invita a pasar mientras Don Guillermo Knorhauser le entrega al artista las canciones que deben grabarse ese día. Pedro no conoce las melodías, pero su memoria es privilegiada, sólo repasa unos 10 o 15 minutos la letra y ya se la aprendió para toda la vida (alguna vez, en una gira por Perú, a Pedro le preguntaron si recordaba a las personas y sus nombres, sin dudar dijo que “sí”). Don Guillermo expresa lo que dirá siempre: “Trabajar con Pedro es un placer”, en tanto los músicos muestran haber ensayado tiempo atrás para el día de las sesiones; ahora sólo falta afinar y darle pequeños arreglos a las canciones para iniciar las grabaciones… Pedro ensaya otros 15 minutos con los músicos y Don Guillermo –que es el director artístico– indica qué debe cambiarse para una mejor interpretación. Por su parte, Tomás Montero no pierde ningún detalle de los sucesos, realiza tomas en todo momento: a Pedro cantando, a Pedro hablando con Guillermo Knorhauser, a Pedro ensayando con los músicos, a Pedro tocando el piano, a Pedro escuchando como van quedando las grabaciones, etc. Ya todos lo conocen bien, sólo bastan pocos ensayos y Pedro Infante es capaz de grabar sin jamás equivocarse.
Las melodías de ese día fueron éxitos
Ese lunes 24 de marzo de 1947 en los estudios “Peerless” resultó un día especial, a Tomás Montero le fue permitido tomar fotografías al artista mientras se grababan las canciones. En las bitácoras alguien anotó: “Hoy se tomaron fotos”. El ingeniero de sonido de esa sesión es el señor Ed. L. Baptista, quien se encuentra tras la cabina escuchando y ecualizando los sonidos (esta persona fundaría tiempo después su propia compañía de discos, “Musart”). El orden correcto de la grabación de las canciones fue así:
1.- “Mi cariñito”
2.- “Maldita sea mi suerte”
3.- “Mi consentida”
4.- “Me voy por ahí”
5.- “Ojitos morenos”
6.- “El aventurero”
7.- “Que gusto da”
8.- “La motivosa”
Algo curioso de esta sesión fue que la compañía “Peerles” perdió dos grabaciones de este día: “Que gusto da” y “La Motivosa”. De hecho, después de un tiempo nadie las recuerda, sólo permanecen escritas en las bitácoras poco legibles… Salen a la luz después de un trabajo arduo, de años de investigación que dieron fruto en los últimos tiempos, ya que se pudieron encontrar gracias a un coleccionista norteamericano que facilitó el material para su restauración.
La despedida
Ya son las 4:00 pm, por fin se termina de grabar. Pedro, contento y satisfecho, porta en su bolsillo el cheque que le dieron por la sesión, él así lo ha pedido… “A mi no me den eso de regalías, yo soy muy malo para las cuentas, mejor páguenme por mi trabajo”… Se pone su saco nuevamente y le dice a Tomás: “Por hoy se terminó, si quieres acompáñame al estacionamiento”…
Se dirigen a la parte trasera de los predios de la compañía “Peerless”, en donde tiene estacionado su Lincoln convertible del año en color negro. Se deja fotografiar nuevamente y Tomás Montero le realiza estupendas poses en su auto. El reloj de Pedro marca exactamente las 4:12 pm del lunes. Finalmente, se despide con la mano de su amigo Tomás, no sin antes agradecerle el haberlo acompañado durante el día en una sesión agotadora de trabajo.
La última vez que Pedro Infante pisa los estudios “Peerless” es el día sábado 1 de diciembre de 1956, para grabar cuatro canciones.
El predio original donde se ubicaban los estudios fue vendido por sus antiguos dueños, hace más de una década, a una compañía constructora que los demolió para edificar departamentos. En cuanto a los archivos sonoros, fueron adquiridos en precio secreto por la compañía Warner Music de México.
(*) Paul Riquelme es abogado, investigador y admirador profundo de toda la vida del ídolo de Guamúchil. Está en la etapa final de la elaboración de un libro sobre Pedro Infante, donde dará a conocer anécdotas e información poco conocida del actor y cantante. En el Archivo Tomás Montero Torres agradecemos profundamente su entusiasta colaboración, para enriquecer con contenidos interesantes una parte de la cantidad de fotografías que en el acervo se conservan de esa memorable sesión de grabación.
El coso más grande del mundo, con el aforo lleno
¡Qué lejos han quedado los días donde la Plaza de Toros México, el Coso de Insurgentes, La Monumental, se llenaba en su totalidad de personas ansiosas de ver y disfrutar uno de los espectáculos más antiguos del mundo: las corridas de toros!

Legado español de rápido arraigo en nuestro país, la fiesta brava es una forma de expresión que desde su nacimiento ha despertado críticas y desatado polémicas. La primera corrida en la Nueva España está fechada el 24 de junio de 1526, y tenemos como dato curioso el que algunos de nuestros héroes estaban ligados a la fiesta brava. Ignacio Allende, hábil jinete, era reconocido como un buen torero a pie, y Miguel Hidalgo y Costilla, padre de la patria, era dueño de ganado y proveedor de éste en los diferentes festejos que se realizaban en el Bajío, zona torera por excelencia.
En sus inicios la fiesta estaba ligada a las festividades cívicas y religiosas, donde se utilizaban las plazas públicas como ruedos.
La Real Plaza de Toros de San Pablo es el primer ruedo fijo, construido de madera y con la característica de ser desmontable.
En el siglo XX y hasta la década de 1940, la plaza más famosa era el Toreo de la Condesa, ubicado en los terrenos que hoy ocupa la tienda departamental El Palacio de Hierro Durango. Esta dejó de tener sentido después de que se demolió el Hipódromo de la Condesa y se comenzó la construcción de la nueva colonia; funcionó hasta su última corrida, el 19 de mayo de 1946, cuando fue desmantelado y trasladado a los terrenos de la Ex Hacienda de Los Leones, lugar que más tarde sería conocido como “cuatro caminos” o “El Toreo”, en los límites entre la Ciudad de México y el Estado de México, y que recientemente también fue desmantelado.

Por su parte, para el Coso de Insurgentes se hizo pública una convocatoria el domingo 4 de enero de 1942, en la que se invitaba a los arquitectos e ingenieros a enviar proyectos para la construcción de una nueva plaza.
Propuesta como parte de un ambicioso proyecto llamado Ciudad de los Deportes y promovido por el empresario yucateco de origen libanés Neguib Simón Jalife, que incluía, además de la plaza, un estadio de fútbol, canchas de tenis y frontón, boliches, cines, restaurantes, arena de box y lucha, albercas, playa con olas, terreno para ferias y exposiciones. Solo llegaron a construirse la plaza y el estadio (actualmente el Estadio Azul, del equipo Cruz Azul).
Otra obra del escultor valenciano Alfredo Just
Una de las esculturas que engalanan la Plaza México
El ingeniero a cargo de la construcción fue el ingeniero Modesto Rolland. El 1o. de diciembre de 1944 comenzaron las obras en los terrenos donde se ubicaba la ladrillera “La Guadalupana” en la colonia Nochebuena que para esas fechas se encontraba en las afueras de la ciudad.
La obra se terminó en un tiempo récord de 180 días: 10 mil trabajadores laborando en tres turnos las 24 horas del día logran tal hazaña. Su ruedo se encuentra a 20 metros por debajo del nivel de la calle. Está rodeada por esculturas del valenciano Alfredo Just, gran amigo de Tomás Montero Torres.

El 3 de febrero de 1945 el Arzobispo de México Luis María Martínez le da su bendición y no es hasta el 5 de febrero de 1946 que es inaugurada con aquel inolvidable cartel: Luis Castro “El Soldado”, Manuel Rodríguez “Manolete” y Luis Procuna. “Jardinero”, “Fresnillo”, “Gavioto”, “Gallito”, “Peregrino” (devuelto y sustituido por “Monterillo”) y “Limonero” fueron los toros de San Mateo que se lidearon ese día.

Agustín Lara y María Félix eran asiduos asistentes a las corridas de toros desde el Toreo de la Condesa y no podían faltar el día de la inauguración de la Monumental Plaza de Toros México. Ellos, al igual que las otras cerca de 41,260 personas asistentes esa tarde, observaron el primer muletazo de Luis Castro “el Soldado”, vestido de marfil y plata, y seguramente gritaron con todas sus fuerzas y con una sincronía no ensayada ¡Oleeeeé! haciendo retumbar al coso más grande del mundo.
TRIVIA:
En esta última fotografía el flaco de oro, Agustín Lara, aparece acompañado por una guapa y enigmática mujer, cuyo nombre desconocemos… La persona que proporcione un dato contundente que nos ilustre quién es ella y sustente bien su información, obtendrá como regalo una publicación sobre el Archivo Tomás Montero Torres, que enviaremos por paquetería a su domicilio. Se podrá obsequiar un ejemplar a los primeros tres que den la respuesta…

A los ocho años vendía periódicos, boleaba zapatos y cargaba los guantes de sus hermanos mayores. Sus padres llegaron de Guanajuato a la Ciudad de México, él nació en Héroes de Granaditas 119, en Tepito, un 28 de julio de 1934. Con pocas peleas de amateur llamó la atención lo suficiente como para ser seleccionado en 1950 durante los Juegos Centroamericanos y del Caribe, celebrados en Guatemala. En Argentina, durante los Panamericanos trajo medalla de bronce y fue a Helsinki, a las Olimpiadas, donde fue derrotado por el soviético Gennady Garbuzov, en una polémica decisión, en la que todo México consideró un robo para el Ratón. Cuando regresó a México, el aeropuerto estaba repleto de gente que lo fue a recibir como si se tratara de un medallista de oro. El apodo fue por su tamaño y velocidad para escapar de los gandallas y sus ataques, lo vio Pepe Hernández que era mánager en el gimnasio de los baños Gloria, donde le pusieron el apodo. “Parece un ratoncito y es bueno para no dejarse pegar”, decían. Lució en los guantes de oro en 1948; también ganó el campeonato del DF en peso mosca. Otra versión de su apodo narra que fue Adolfo “El Negro” Pérez, quien le dio el sobrenombre. “El Negro”, ex mánager de Vicente Saldívar y ayudante de Don Pancho Rosales, lo bautizó como “Ratón”, porque se pasaba por las piernas de los que hacían guantes. La versión del propio Macías, dice: “Había un peso completo que pesaba 120 kilos y yo tenía que saltar para pegarle. Era muy lento y me le metía por debajo de las piernas y le daba sus nalgadas. Mis mánagers decían, mírelo, si hasta parece un ratón.”
Ganó su primer campeonato el 17 de octubre de 1953, luego de vencer por puntos a Beto Couray por el título nacional mexicano de peso gallo. Royal Crown Cola, un refresco que venía a hacer competencia, tenía una promoción en la que usaba al Ratón: había botellas que tenían premio en la tapa, bajo el corcho algunas tenían la leyenda: “Ratón paga.” Llegó a ganar 100 mil pesos por combate.
Es febrero de 1959, estamos en la Arena México, el Ratón se ha impuesto después de diez rounds, a Ernesto Parra. El Ratón Macías toma el micrófono y anuncia su retiro. A la semana muere su madre, el pretexto por el que decidió retirarse de los encordados, ya que sufría de fuertes depresiones cada vez que su hijo subía al ring.
“Le prometí a mi jefecita que me iba a retirar para que estuviera tranquila y a la semana que anuncié el adiós, dejó de existir.”
Antes de que existiera la venta de boletos por teléfono o Internet, 1954, el Ratón vendió en sólo dos horas 55 mil boletos para su pelea contra Nate Brooks. Ese día llovió, como casi todos los días épicos, y México estrenaba campeón gallo de Norteamérica. En 1955 conquistó el título mundial gallo de la NBA, al noquear al tailandés Chamroen Sonkitrat, en el Crow Palace de San Francisco. Su regreso a la Ciudad de México provocó un tumulto en el aeropuerto, cientos de policías tuvieron que rescatar al ídolo de México, su vehículo fue escoltado por motociclistas hasta su casa en Héroes de Granaditas, invadida por alrededor de 10 mil fanáticos que gritaban su nombre y celebraban con baile, mariachi, Ron Potrero y Cerveza Caballito, patrocinadores del festejo.
Es apenas el tercer round. Billy Peackok vs El Ratón. Los radios de todo el país se encuentran encendidos y todos sintonizados en la misma frecuencia, las abuelitas han prendido veladoras a los pies de la Virgen de Guadalupe y se mantienen cerca de ellas, con las manos juntas, rezando para que Ratón salga de esta pelea con el puño arriba. Es 16 de junio de 1955. Peackok ha insistido con ganchos de izquierda sobre la mandíbula del mexicano. El hombre de raza negra se nota superior sobre el ring. Al Ratón le gusta bailar. No tiene otro vicio. Deporte, familia y baile. A las nueve de la noche ya está en casa, para levantarse a las cinco y entrenar. Sus lugares preferidos para bailar son el Fénix, Los Ángeles, El Chamberí, El Antillano y El Pabellón, a los que asiste un día por semana a cada uno, para ayudarse a mantener el peso. Un danzón está dedicado en su honor: “Este es el danzón que le gustó al Ratón”. Estamos en el tercer round, la quijada del Ratón ha sido masacrada con una zurda violenta que ya lo ha mandado a la lona y lo tiene contra las cuerdas. Tuvo una carrera corta, de sólo 40 peleas, se codeó con personajes como Pedro Infante, María Félix, Cantinflas y Agustín Lara. “Fue el único que estuvo cerca de mí el día en que me llevaron a la cárcel… Me trajo de comer”, cuenta el presidente del Consejo Mundial de Boxeo, José Sulaimán. Es el tercer round, ya ha caído el Ratón, se puso de pie y el referí limpió los guantes y le autorizó seguir. Falleció el 23 de marzo de 2009 víctima del cáncer de próstata. Su último adiós en la Basílica de Guadalupe, al igual que sus combates, fue atestiguado por miles de seguidores. Tras el retiro, el Ratón estudió actuación en la academia de Andrés Soler y protagonizó “El Ratón”.
Hizo otras cinco películas. También se dedicó a la política: fue diputado federal suplente. En 1966 ocupó varios puestos en el Comité Ejecutivo N
acional del PRI y fue secretario del Deporte en el DDF. La izquierda de Peackok ha conectado tres veces más. El ratón tira golpes rápidos abajo, tratando de bajarle la velocidad y fuerza a su rival que, agazapado en su guardia, espera el momento de atacar; cuando lo hace el Ratón cae con la mandíbula rota en tres pedazos. Cae y el referí cuenta mientras el ídolo yace en posición fetal. Le cuentan. Ese día perdió el invicto y México entero lloró.
A pesar del descalabro, unos diez mil seguidores fueron a recibirlo al aeropuerto. Macías apenas esbozó una sonrisa. “Todo se lo debo a mi mánager y a la Virgencita de Guadalupe.”
(*) Adrián Román es un poeta vigoroso, además de un cronista nato de los lugares recónditos y poco accesibles, tanto de la Ciudad de México como de otras geografías. Su prosa rítmica, atractiva y certera acompaña en esta ocasión a una serie de fotografías que Tomás Montero Torres le tomó a este vertiginoso boxeador, en 1954. En el Archivo Tomás Montero Torres nos sentimos muy honrados de contar con su colaboración, que nos contagia de energía y frescura.
Al fondo (i. a d.): Adrián García Cortés, Domingo Álvarez Escobar, José N. Chávez González, Tomás Montero Torres y Rubén Zúñiga Fuentes. Al frente (i. a d.): José Antonio Moreno, Alberto Antonio Loyola, Águeda Ruiz Padilla, Guillermina Álvarez, Amelia Córdoba, Juan Manuel Rosas Medina e Ignacio Tojyo Tomoka.
La historia de los medios informativos en México tendría menos lustre sin el papel que la Escuela de Periodismo ‘Carlos Septién García’ ha tenido durante más de seis décadas (celebró 62 años el 24 de mayo de este 2011) como formadora de reporteros, redactores, articulistas, directores, jefes, conductores de noticiarios, comentaristas, editores y, desde luego, fotógrafos de prensa.
Si bien el libro El parlamento de los pueblos (1999), de Alejandro Hernández, que reseña el primer medio siglo de historia de esa institución, no da suficientes detalles al respecto, una de las materias impartidas allí ha sido la de fotografía, y hasta donde hemos podido establecer, don Tomás Montero Torres fue el maestro que la inauguró.
Este redactor siempre había considerado que su generación -que terminó la carrera en 1964- fue la primera en cursar esa materia cuando el plantel estaba en la casona de Guillermo Prieto 60 bis, colonia San Rafael de la capital mexicana, porque antes no existía en el plan de estudios y porque le tocó ver la instalación del laboratorio de revelado durante el semestre en que tuvo como maestro al ya entonces famoso fotógrafo, quien nos mostraba y explicaba su trabajo con fotos impresas en gran formato tomadas por él, las cuales dejó encargadas a alguno de nosotros y lamentablemente desaparecieron.
Así se lo comentamos apenas en 2010 a una de sus nietas, Martha Montero, pero nuestra convicción al respecto se tambaleó cuando, el pasado 15 de marzo, ella nos consultó sobre una fotografía datada en 1954 en la que aparecían el maestro Montero y otras personas, la mayoría de ellas alumnos suyos de un curso de fotografía en la ‘Septién’, en esa época.
Imposible reconocer a esas personas que nos antecedieron por una década, con excepción del propio Montero y de Domingo Álvarez Escobar, a quien tuvimos como maestro en 1960. Pero como asumimos el compromiso de investigar, pedimos ayuda al amigo y colega Salvador Flores Llamas, alumno también de la ‘Septién’ antes que nosotros, y gracias a su auxilio e investigaciones que hizo con otros compañeros, y a unos recortes de prensa que Martha nos hizo llegar, pudimos armar el rompecabezas. Por cierto, Salvador contrajo matrimonio con quien fue nuestra compañera de aula, Anita González Paz y Puente, y viven felices en la colonia Lindavista de la Ciudad de México.
Repasemos la foto de mayo de 1954. Se refiere, dicen los recortes, a la ceremonia de premiación de trabajos al término de un curso intensivo de fotografía periodística que duró cuatro semanas a partir del 3 de marzo y fue impartido por don Tomás Montero cuando la ‘Septién’ tenía su sede en San Juan de Letrán -hoy Eje Central Lázaro Cárdenas- número 23, segundo piso. En esa oportunidad fue anunciado un segundo curso, del cual no existe testimonio alguno… o no ha aparecido.
En aquel curso relámpago, dice una nota sin crédito en El Universal, “juntamente con las explicaciones teóricas se verificaron una serie de prácticas individuales con el lente y por las calles de la ciudad”.
Y al final, fueron premiados los mejores trabajos por un jurado que, según la reportera de La Prensa, María Elena Talavera, conformaron el director de la Escuela José N. Chávez González, Rubén Zúñiga Fuentes, dibujante que hizo un retrato de Carlos Septién que donó al plantel, y los maestros Domingo Álvarez Escobar y Adrián García Cortés.
Otro recorte de prensa del que no hay crédito alguno, asegura que uno de los miembros del jurado fue el bien recordado profesor Alejandro Avilés, que luego fue director y en su etapa registró formalmente los estudios de la Escuela de Periodismo ante la Secretaría de Educación Pública, pero no aparece en la foto, como sí, los demás miembros del jurado.
¿Y quiénes son los que aparecen en la imagen? Revísela usted: atrás están, de izquierda a derecha, los ya citados Adrián García Cortés, Domingo Álvarez Escobar, José N. Chávez González, Tomás Montero y Rubén Zúñiga Fuentes.
Y al frente, en el mismo orden y mostrando sus trabajos premiados, José Antonio Moreno, Alberto Antonio Loyola, Águeda Ruiz Padilla, Guillermina Álvarez, Amelia Córdoba, Juan Manuel Rosas Medina e Ignacio Tojyo Tomoka.
Dice la nota de El Universal que “El primer lugar correspondió a la foto del alumno de primer año, Juan Antonio Ruiz, que muestra a un hombre del pueblo agobiado por su miseria; los segundos lugares fueron para los estudiantes Juan Rosas Medina y Alberto Loyola y los terceros para el mismo Loyola y la señorita Agueda Ruiz.” Y que “Las menciones (honoríficas) se hicieron en la forma siguiente: la periodística y la técnica, a las gráficas presentadas por la señorita Guillermina Alvarez y la artística al alumno Alberto Loyola.”
Salvador Flores Llamas nos informó que Guillermina es hermana de María Elena Álvarez, esposa del que fuera presidente del PAN, Abel Vicencio Tovar, y a su vez legisladora.
De acuerdo con la reseña de La Prensa, “El profesor Tomás Montero habló de las cualidades de los trabajos ganadores y las fallas de los que no ganaron por malos elementos artístico, periodístico y técnico” y “felicitó a todos los alumnos de este curso, por el interés que pusieron en el mismo y por los resultados obtenidos, a pesar de las dificultades que se presentaron”. También los exhortó “a buscar el ángulo periodístico de sus fotografías y concluyó felicitando calurosamente y deseando a todos gran éxito para el futuro.”
Un recorte sin datos del periódico a que corresponde, informa por su parte que “El fallo definitivo atendió a tres aspectos en los trabajos premiados, a saber: interés periodístico, conocimiento técnico de la cámara empleada y composición artística”. La fotografía del primer lugar “representa un vendedor de plátanos, que en su ademán deja adivinar la desesperación de la miseria”.
Después de aquel curso intensivo en la ‘Septién’ deben haber pasado diez años antes de que el maestro Montero volviera a impartir clases allí. Salvador Flores Llamas nos informó que “Tomás Montero no dio clases mientras yo estuve en la escuela, y creo que por mucho tiempo”.
Y cuando el maestro volvió en 1964, entre las fotografías suyas que nos mostró había una de su amigo -para entonces ya fallecido- Carlos Septién García -con quien trabajó en la revista La Nación, del PAN- vestido de paisano durante la peregrinación anual de Querétaro a la Basílica de Guadalupe.
Volvimos a ver esa foto el año pasado gracias a la gentileza de Martha Montero, quien nos la envió. Ojalá que pronto ponga en su blog una serie fotográfica con las imágenes que captó el maestro Montero de este periodista queretano, que dirigió también la Revista de la Semana de El Universal, fue un excelente cronista taurino, dirigió la Escuela de Periodismo que lleva su nombre y falleció a los 38 años en un accidente aéreo en Nuevo León, el 15 de octubre de 1953, cuando cubría una gira del entonces presidente Adolfo Ruiz Cortines.
(*) José Antonio Aspiros Villagómez es un destacado periodista, colaborador de varios medios prestigiosos y egresado de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Supo de su maestro de fotografía el 6 de agosto de 2010, cuando leyó un artículo de Alberto Solís publicado en la sección Cultura del diario Milenio, sobre el proyecto de Rescate y Difusión del Archivo Tomás Montero Torres, gracias al apoyo del Fonca. Desde entonces nos ha brindado su apoyo en esta tarea compleja y de largo aliento de forma absolutamente generosa, tanto al compartir sus recuerdos como con su vocación de investigador y su talento. En el archivo nos sentimos honrados con esta colaboración suya.
Sabes que estás frente a un fotógrafo de vuelos artísticos por el inmenso paréntesis que se abre al mirar sus placas. Por la vertiente de preguntas que se esparcen en torno a sus imágenes y por el deseo de interrogar a esa luz que robó para nosotros el alma de hombres, mujeres y cosas. Luego, el ojo, que se vuelve una intención a través de una lente, va revelando una escena, una secuencia urgida por moverse; por oler; hablar; carcajearse y maldecir en ese rumor inconfundible de las piqueras de todo el mundo. Tomás Montero, un imaginero que pudo perderse en el olvido, vuelve al encuentro de los ojos en un tiempo signado por la saturación visual, por la polisemia y el vacío. Para un amante de la ciudad como yo, devoto del olvido, sus impresiones sobre el bajo mundo de las cantinas y pulquerías del México de la posguerra es un excelente pretexto para incrementar el ruido. Así, desde el inefable tufo de las pulquerías, hasta el pulcro lienzo digital, vienen estas imágenes que burlaron su destino de extinguirse en el cruento mundo analógico. En esta serie, un ojo diestro en la mirada furtiva se aventura con su cámara a los bajos fondos, siempre generadores de imágenes dramáticas.
“Mejor aquí que enfrente”; rezaba el mítico letrero de una “pulcata” que por años brindó sus mejores néctares frente al panteón de Dolores, en la Ciudad de México. Aquí, es un instante en el que el regusto de maguey, caña o cebada se interna en el cuerpo para romper la tarde, para recuperar la dignidad perdida y desafiar la vida cotidiana de los barrios poblados de chinas y tarzanes. Aquí, es esa mirada de reto y pavor que inquietó tanto a Octavio Paz cuando trató de descifrar el alma mexicana y que nos contempla desde el pequeño submundo que empieza donde acaba la calle y llega hasta la barra (en tiempos en que estos lugares no cerraban sus puertas, ni excluían a soldados, mujeres y boleros). Aquí, es un viejo, elegante en sus andrajos, que toma pulque en jarro mientras cuida a su nieta, contemplándola desde la embriaguez (no es metáfora); El peladito, mestizo excluido del milagro mexicano, ocupado en mal vivir en algún oficio, alternado con algo de ratería, fuma y bebe con sus “trapos” supervivientes.
La serie de Montero nos muestra unos pocos signos de distinción en los bebedores: en casi todos ellos el bigote y en muchos el pelo engominado a lo Artaud. En las mujeres el chongo, hecho de trenzas, siempre, no sé por qué muy chino. El pachuco se presiente en estos lugares. Una mujer de vestido floreado y saco (ya sé que lo estás viendo) hurga la ropa de trabajo de un joven que bebe pulque sin atenderla; más tarde ella misma bebe un tornillo; la hija de ambos mira todo con asombro y moños en el pelo. Otra señora da el último trago, desafiante, a una “anforita”, mientras carga a su niño.
Dos jóvenes inquietantemente adolescentes bailan su romanza afuerita de una cantina. El tendajón que vende espíritus y aguardiente empareja al cargador de guaraches y al burócrata de sombrero Panamá y tímida corbata. La vida pasa aromada de pulques y aguardientes.
Tomás Montero eligió el espacio más histriónico de su momento para robarse un puñado de imágenes que nos dicen que algunas cosas no cambian tan rápido como queremos creer. Me sorprende en la serie la presencia de los niños en el entorno de los antros a pie de calle del siglo pasado, era claro que estaban muy integrados al devenir cotidiano (tanto los antros como los niños y entre ellos). Tengo la impresión de que hay algo fundamental que sigue fijo: la vida cotidiana sólo es tolerable con al menos una parada al día para ingerir una bebida espirituosa. La cantina rompe el día y expande, al ritmo de los tragos, el alma furibunda. Una pequeña retribución, quizá un venganza por los traumas del barrio.
La fotografía sepia surge así como un enjambre de preguntas, como el punto visible de un momento del que queremos saber más. El maestro es quien nos propone un entorno y una historia por una imagen fija, lo demás hay que hacerlo cada uno. Esta serie, afortunadamente libre de antropologismo costumbrista, de “testimonio”, es pronto alcanzada por una intención más profunda: la aprehensión de un estado de gracia; su escenografía y sus personajes centrales. En este caso anónimos, desplazados de la narración principal de un desarrollismo progresista que sigue provocando bostezos al fondo de la pulquería.
(*) Joao Barrera es Director de CRC Consultores en Comunicación y Relaciones Públicas, practica una poética que es prodiga en historias sublimes y es, sobre todo, un entrañable amigo. En el Archivo Tomás Montero Torres agradecemos de corazón su colaboración.