Si te interesa contribuir a difundir la obra fotográfica de Tomás Montero Torres, ¡lo agradecemos desde ahora! Pero recuerda mencionar siempre al autor de las fotografías y el acervo a donde pertenecen.

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Category : Tarahumaras

Martha Patricia Montero

El niño Quijote

Los niños de Monterito

Pelones de Hospicio
Pelones de Hospicio
La risa de las niñas
La risa de las niñas

Por su figura menuda, a Tomás Montero Torres le decían “Monterito”, un mote que al paso del tiempo trascendería la referencia al atributo físico para ser un modo cariñoso de nombrarlo, de afirmar vínculos, de cultivar la amistad. Era afable y detallista. A la gente que quiso le obsequiaba dibujos acompañados de breves dedicatorias, todo de su puño y letra. Cuentan que al llegar a su casa traía dos regalos distintos en los bolsillos de su saco –porque siempre iba a trabajar de traje y con pañuelo en el bolsillo, como lo dictaba la elegancia de la época– en el de un lado caramelos para sus hijos, en el otro chocolates para su esposa.

Niña tarahumara
Niña tarahumara
Aprendiendo el Jarabe Tapatío
Aprendiendo el Jarabe Tapatío
Tejiendo a orilla del lago
Tejiendo a orilla del lago
Pequeños pescadores
Pequeños pescadores

Quizá mucho de ese espíritu es el que hizo que lograra gran empatía con los niños y ésta se reflejará en las fotografías donde los captó, lo mismo en sus encuentros cotidianos que en regiones indígenas, orfanatorios  e incluso en las experiencias del viaje. Los niños le miran, le sonríen… Esta es solo una pequeña muestra de un tesoro mayúsculo que, sobre niños, se halla en su legado fotográfico. Son otra forma de ver su corazón amoroso.

Tomás Montero
Tomás Montero

Tomás Montero Torres (*)

Tomás Montero Torres y María Luisa Butzmann de Montero disfrutando alegres en una fiesta de disfraces, y posando al centro con un beso…

Cuando mi abuela Lulú tomó la decisión de liberar el archivo de negativos, que con tanto celo guardó por 40 años, nadie –ni ella misma- imaginó lo que esa acción provocaría.

Mi abuelo Tomás falleció a los 56 años, cuando apenas éramos 4 nietos muy pequeños, de los 19 que llegaríamos a ser, y aunque su ausencia nos marcó profundamente, crecimos conociendo sólo algunas de sus facetas gracias a las historias que se desgranaban en voz de su viuda, de sus hijos, sobrinos, nueras, yernos… Que nunca llegaba a su casa con las manos vacías, por ejemplo, un bolsillo del saco lleno de caramelos para los hijos y otro con chocolates para su mujer; que en Michoacán, su tierra, se acercaban las jóvenes indígenas a decirle ‘¿le digo algo en purépecha y me da una moneda?’ y él, con seguridad, les preguntaba, ‘y si te hablo yo en purépecha, ¿me la das a mi?’, porque era una lengua que sabía; que era muy elegante y siempre andaba de traje y corbata, con pañuelo a juego; que alguna vez él y mi abuela habían abordado un tren nocturno para Morelia y dormido en un carro cama, para despertar y descubrir que amanecían en México, porque por alguna razón el tren no había salido y seguían en Buenavista; que era un trabajador incansable y que tenía un corazón de oro, con un carácter que con los años, y a ratos, se le descomponía a causa de la diabetes que padeció, y por la que moriría sin proponérselo; que aunque era de corta estatura y por ello le decían ‘Monterito’ tenía brazos amplios y generosos para recibir en su casa a cuñada, sobrinos, padre, suegra, amigos y las más raras mascotas que sus hijos elegían –desde tarántulas hasta chivos-.

Tomás Montero con sus 6 hijos: Silvia, Tomás, Oscar, Peke, Lupita y Hugo en un amoroso abrazo
Tomás Montero con sus 6 hijos: Silvia, Tomás, Oscar, Peke, Lupita y Hugo en un amoroso abrazo
Leyendo con el más pequeño de sus hijos: Hugo
Leyendo con el más pequeño de sus hijos: Hugo
Posando en el día de campo con sus hijas Silvia y Lupita
Posando en el día de campo con sus hijas Silvia y Lupita

 

Sabíamos que pintaba, que era sumamente prolífico y lo hacía muy bien; no hay casa de familia donde no haya cuadros suyos –paisajes, desnudos, bodegones, vírgenes, bateas, miniaturas, y hasta tarjetas de recuerdo con letra garigoleada que él mismo se inventaba…–

Calavera hecha por Tomás Montero Torres
Calavera hecha por Tomás Montero Torres

Que había estudiado en la Academia de San Carlos, que le encantaba viajar y que además de haber recorrido más de una vez esta patria suya que tanto quería, había ido a Europa, a Estados Unidos, a Panamá, a Cuba, donde por cierto expuso una serie de Cristos, la mayoría de los cuales se venderían en la isla…

Portada del catálogo de la exposición, realizado por Tomás Montero Torres, y cuyo prólogo fue escrito por Don José Vasconcelos
Portada del catálogo de la exposición, realizado por Tomás Montero Torres, y cuyo prólogo fue escrito por Don José Vasconcelos

 

Tomás Montero mostrándole a Carlos Septién, y a otros amigos, las fotografías con las que participó en la exposición colectiva "Palpitaciones de la vida nacional" en 1947, en Bellas Artes
Tomás Montero mostrándole a Carlos Septién, y a otros amigos, las fotografías con las que participó en la exposición colectiva “Palpitaciones de la vida nacional” en 1947, en Bellas Artes

Que fue compadre de Carlos Septién García, ese periodista famoso y de temple claro, cuya muerte le afectaría profundamente en los afectos y en la salud, porque justo por una gripa fuerte el propio Septién lo había mandado de regreso a su casa, evitando así que tomara el mismo vuelo del trágico accidente.

¿Sobre su oficio de fotógrafo? Sabíamos, claro… ¡Otro rico puñado de anécdotas! Que había estado varios meses en la sierra tarahumara, en los 50, en una época de sequía, y había padecido hambre junto con los rarámuris y hasta había comido rata de campo; que había regresado lleno de admiración por ellos y que esa vivencia lo marcó mucho. Que tenía su cuarto oscuro en casa, en uno de los baños. Que su esposa y sus hijos aprendieron todo el oficio de la cámara fotográfica, el proceso de revelado e impresión para ayudarle en más de una ocasión. Que era perfeccionista. Que hubo una cámara Rolleiflex que nueva, de un tripié, caería para romperse cuando su segunda nieta pasó por ahí con la inocencia de los dos años y que conseguiría que se la cambiaran por otra nueva desde Alemania, pero que llegaría cuando él ya había partido y se quedaría sin estrenar. Por supuesto, sabíamos del archivo: que estaba ahí, y que al paso de los años y las mudanzas –siete desde el temblor de 1985– seguía estando ahí. Porque, por cierto, mis abuelos, mi papá y mis tíos vivían aquí enfrente, atrás de la Ciudadela, en la calle de Ayuntamiento, vecinos de este espacio del Centro de la Imagen…

Mediados de 2008 nos sorprendió con la idea clara de mi abuela de regalarlo. Mi hermana Claudia tuvo incluso que ir por un cerrajero, porque después de tantos lustros se desconocía el paradero de las llaves. Era tal el azoro de lo que se leía en cada sobre, que la importancia que se intuía sobre su contenido evitó que la curiosidad nos ganara y permitió que nos diéramos el tiempo suficiente para hacernos de mayores conocimientos sobre cómo tratar los negativos y qué hacer con el acervo, antes de manipularlo.

En los meses siguientes mi abuelo Tomás, así es aunque no lo crean, mi abuelo, haría tres revelaciones que nos irían encauzando más. Primero, al poco tiempo, apareció un legajo de 17 páginas con el nombre: “Diario de un fotógrafo de prensa”, que reprodujimos tal cual en el libro que les estaremos obsequiando en un rato más (aquí la versión descargable con dos clicks: CAT FONCA); poco después, una caja “camisera” –como las que se usan para guardar camisas– con sus documentos de la UNAM –boletas, formas de pago, credenciales…– con catálogos de exposiciones, gafetes de todos los diarios y revistas para las que colaboró y otros documentos de trabajo; y como medio año después, o más, como aparición mágica, mi prima Gabriela encontró en la casa de mi abuela una caja más grande, sellada por él, llena de hemerografía donde publicaban sus fotografías, recortes de prensa que hablan de él, de premios, anécdotas o hasta caricaturas que le hicieron famosos como Carreño o Vic…

 

Aquí, sin duda, tienen que comenzar los agradecimientos, porque desde 2009 hemos reencontrado o conocido a personas valiosas, en los momentos correctos, para optar por los mejores caminos para esta impresionante aventura en la que estamos envueltas Silvia, Claudia, Julieta y yo. Un reto que nos impulsó a definir claramente lo que debíamos hacer: rescatar y difundir el acervo fotográfico de Tomás Montero Torres, contribuyendo a que tenga el lugar que le corresponde en la historia de la fotografía en México. Porque es claro lo que él aportó, lo que innovó, la estética y el humanismo de sus imágenes, su diversidad, su oportunidad histórica, que estando vivo, curiosamente, le reconocían, y que con el silencio de la muerte fue una distinción que se apagó…

Tomás Montero en las bellas Lagunas de Camécuaro, en Michoacán, su tierra
Tomás Montero en las bellas Lagunas de Camécuaro, en Michoacán, su tierra

Y aquí cabría decir que la primer persona de este siglo XXI que hizo una presentación sobre Tomás Montero Torres no fue nadie del equipo: fue Ángela –la mayor de sus 23 bisnietos–. Cuando iba en el último año de preparatoria se enteró de lo poco que sabíamos en aquel momento y reclamó –“¿por qué nadie me había dicho que tuve un familiar famoso?”– así que pidió algunas fotos y datos y preparó una clase sobre él antes de ingresar a la universidad a estudiar Gastronomía.

 

Además de nuestra abuela, que creyó en nosotras, en nuestras capacidades, compromiso afectivo y entusiasmo –y que está hoy aquí con sus muy lúcidos 91 años– y de toda nuestra familia, incluyendo a los sobrinos e hijos, y en especial Tania, Luis y Matías, hay una larga lista de personas a quienes hay que decir “Gracias”, porque sin sus consejos, apertura, apoyos, amistad y cariño, este trecho de tres años de trabajo –uno de preparativos y dos con la valiosa beca del Fonca– hubiera sido más complejo…

Rodeado por sus hijos -en el sentido del reloj- Oscar, Silvia, Hugo, Tomás, Peke y Lupita
Rodeado por sus hijos -en el sentido del reloj- Oscar, Silvia, Hugo, Tomás, Peke y Lupita

Me gustaría mencionar a algunos, con la salvedad de que hay un listado mucho más detallado –y espero que completo, por supuesto– en el libro que les daremos hoy… Paco Mata, Rebeca Monroy, Elisa Lozano, Pedro Valtierra y Anasella Acosta, Alberto Del Castillo, Gerardo Ceballos, Pedro Meyer y Nadia Baram, Arturo Betancourt, Iván Mejía, Maribel Fonseca, Adrián Román, Víctor Flores y Cristina Morán, Banco de Ideas y su director Carlos Mora, la asociación civil que dirige mi hermana, Muévete x Tu Ciudad, la Fototeca Nacional con Mayra Mendoza y Juan Carlos Valdez Medellín, la Fundación Cultural Televisa con Fernando Osorio, Fernanda Monterde y Mauricio Maillé, Laura González Flores y su maravilloso equipo de la UNAM, Sabrina, Amanda, Brenda, María, Elva, Karen, Edgar y Marisol, a Glinsi, y a más, muchos más…

Dos años de trabajo apoyadas por el Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales del Fonca se dice fácil, pero para nosotras han sido sumamente intensos y nos marcan nuevos retos en el corto plazo. La dinámica nos está exigiendo preparar una muy buena biografía de Tomás Montero Torres, clara, bien fundamentada, con investigación rigurosa; establecer lineamientos para abordar sus principales temas –que es algo que aún no hacemos- que son: política, aviación civil, tauromaquia, religión, bellas artes… Concluir la reprografía de los restantes 60 y tantos mil negativos, así como ampliar las posibilidades de la base de datos. Digitalizar y pasar a materiales de conservación otras cantidades de negativos, conforme el tiempo y los recursos lo permitan…

Continuar el blog como una labor permanente, porque ha sido y es una experiencia sumamente enriquecedora, un diálogo abierto y no destinado sólo a especialistas. Gracias a este espacio nos hemos topado con familiares o estudiosos de varios personajes retratados por Tomás Montero; el nieto del escultor Alfredo Just, Verónica, la nieta de Miguel Bernal, un familiar de Víctor y Jorge Cuesta, o fortalecido el contacto con otros, como María Elena, la sobrina de Miguel Covarrubias… Nos topamos con Don Antonio Aspiros, un alumno de Montero Torres, ya que él dio clases de fotografía –y fue el primero en hacerlo– en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García; o con un admirador de un ídolo como Pedro Infante, Paul Riquelme, que nos ha aportado datos específicos sobre una serie de fotografías, como el día y hasta la hora en que fueron tomadas… Por todo esto seguiremos, como hasta ahora, dispuestas a este diálogo abierto, lo mismo que a estudiantes, investigadores y otras alianzas académicas que brinden herramientas para concretar estos retos.

Cuatro generaciones: bisabuelo, abuelo, papá y la nieta mayor, Martha...
Cuatro generaciones: bisabuelo, abuelo, papá y la nieta mayor, Martha…

Estamos en una conversación inesperada y cálida con nuestro abuelo Tomás, quien si ya era entrañable ahora lo es aún más. Hoy sabemos dónde estudió y trabajó, por dónde anduvo, quiénes eran sus amigos, qué postura política tenía, con qué profesión se identificaba, qué le dolía de México, qué le gustaba y cómo se lo transmitió a su familia…

Seleccionando piedras con su segunda nieta, Silvia, para después pintarlas...
Seleccionando piedras con su segunda nieta, Silvia, para después pintarlas…

 

Se nos “aparece” cada tanto de muchas maneras y nos impulsa a continuar la labor con idéntico entusiasmo que al principio. Por mencionar un ejemplo que aún me conmueve, les cuento… Viendo las revistas de época nos enteramos que en los créditos aparecían con igual importancia los Hermanos Mayo y Tomás Montero, así que le pregunté a mi abuela y dijo ‘¡claro, era muy amigo de ellos, en especial de Paco y de Julio!’, así que nos dimos a la tarea de localizar a Don Julio y le llamamos a su casa de Atlixco cuando aún vivía su esposa y él tenía 97 años –este año cumplirá 99–. Me contestó una enfermera muy amable, explicando que Don Julio estaba muy bien de salud, pero que ya oía menos, que si le explicaba a ella quién era yo y el motivo de la llamada, eso le facilitaría la conversación… Supongo que le escribió los datos, porque alcancé a sentir como Don Julio le arrebató el teléfono para preguntarme ‘¿Es usted nieta de Tomás Montero? –sí…– pues no me lo va usted a creer, pero ayer tuve que ir a la Ciudad de México porque soy Vicepresidente Vitalicio de la Asociación de Fotógrafos de Prensa, y me enseñaron unas fotografías antiguas para ver de quién me acordaba, y mencioné a su abuelo… ¡¿No le parece una fabulosa coincidencia que ayer yo lo haya mencionado y hoy usted me llame por teléfono?!’… Ya sabrán que la piel se me puso chinita, impresionante…

Don Julio Mayo, Silvia, la Sra. Mayo (q.e.p.d.), Martha y Claudia
Don Julio Mayo, Silvia, la Sra. Mayo (q.e.p.d.), Martha y Claudia

Y por supuesto fuimos a Atlixco, y Don Julio ya nos tenía de regalo una foto que mi abuelo había tomado, donde estaban su esposa y mi abuela juntas, vestidas de sevillanas en una corrida de toros, y otra de él con mi abuelo y otro grupo de fotógrafos, en compañía de Cantinflas

Al centro de esta imagen la señora Mayo y María Luisa Buztmann de Montero... Arriba, con la bota de vino y la cámara al cuello, Julio Mayo
Al centro de esta imagen la señora Mayo y María Luisa Buztmann de Montero… Arriba, con la bota de vino y la cámara al cuello, Julio Mayo
Evento de presentación en el Centro de la Imagen con Martha Montero, Álvaro Cueva, Silvia Sánchez Montero, Nacho López, Carmen Soriano y Luis Enrique Villegas
Evento de presentación en el Centro de la Imagen con Martha Montero, Álvaro Cueva, Silvia Sánchez Montero, Nacho López, Carmen Soriano y Luis Enrique Villegas

Nos compartió sus recuerdos, nos trató como reinas y no quería dejarnos marchar… ‘¡que diera yo porque mis nietos fueran como ustedes! Pero no les interesa la fotografía ni mi archivo…’, nos dijo, y toda esta inolvidable vivencia, estoy segura, fue gracias a mi abuelo, como otras tantas más.

Los logros de lo ya hecho los compartió Silvia hace un momento. Yo quiero concluir esta presentación agradeciendo a Luis Enrique Villegas, Carmen Soriano, Alberto Zuñiga y José Luis Espinoza Piña del ILCE –los dos últimos no pudieron estar físicamente pero sí de corazón– y a Álvaro Cueva, cómplices fabulosos de este proyecto y de esta noche; a Nacho López, que en su nombre ya venía marcada su profesión ligada a la fotografía y dirige con juventud y éxito una gran revista desde Jalisco, La Membrana, por su papel como moderador; y a Valentín Castelán, Erika Nuñez y Kristal Mejía, un equipo fabuloso del Centro de la Imagen dirigido por Alejandro Castellanos, por tan buena acogida esta noche y por su apoyo generoso desde que venimos a proponerles hacer aquí esta presentación; también a cada uno de ustedes por estar siempre, por ser cercanos y estimularnos a continuar, y estar hoy aquí, con su hermosa, hermosísima presencia.

 

María Luisa con su hija Peke de bebé, con el Lago de Pátzcuaro al fondo...
María Luisa con su hija Peke de bebé, con el Lago de Pátzcuaro al fondo…

En este país que tanto nos enseñaron a amar desde pequeñas, ahora más que nunca hace falta retomar los pilares de ideas, creación y aportes, recordar lo grandes que podemos ser como país y apostar por ello.

Hoy puedo decir llena de emoción y gozo –porque esas son las palabras correctas, emoción y gozo– que Tomás Montero Torres ya no es un desconocido en el ámbito actual de la fotografía en México. Aún es largo el camino por recorrer, pero sin duda su nombre ya está cargado de significados y aportes. Su legado es familiar, pero lo trasciende: es un patrimonio visual de México que habla de estética, identidad, memoria y pertenencia, y hoy lo presentamos oficialmente ante ustedes invitándolos a acercarse, a profundizar, a hacerlo también suyo. Muchas gracias…

Tomás Montero Torres en plena acción con su cámara Leica, retratando al emblemático "General de la Rosa"...
Tomás Montero Torres en plena acción con su cámara Leica, retratando al emblemático “General de la Rosa”…

(*) Escrito compartido el 17 de abril en el Centro de la Imagen, en el evento de presentación de los resultados obtenidos por el equipo del Archivo Tomás Montero Torres en los dos años de apoyo de la beca del Fonca, y donde el Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa (ILCE), en voz de Luis Enrique Villegas y Carmen Soriano, también compartió algunos avances de “Haluros de Plata”, un documental que están encabezando sobre el fotógrafo Montero Torres y el proyecto de rescate de su acervo.

La Tarahumara: una deuda de más de 60 años

El 13 de junio de 1953, el fotorreportero Tomás Montero Torres y el cronista Ignacio Mendoza Rivera partieron de la Ciudad de México, en un avión DC-3 de la empresa LAMSA, rumbo a Chihuahua, como primer escala para su destino final: la Sierra Tarahumara. Enviados por el semanario ilustrado Mañana, lograrían un muy extenso reportaje que se publicaría a lo largo de 10 números continuos de la publicación, bajo los esclarecedores títulos de “En la ruta de las llanuras abandonadas”, “Hambre, sed y enfermedades en la Tarahumara”, “Misión de Sisoguichi: donde renace una raza”, “Ropiri Brama: el pescador de almas”, “Siquirichi: una obra de salvación en desamparo”, “El saqueo de Ganochi”, “Rarámuri: el indio de los pies alados”, “La superstición: ruina de la raza india”, Prudencia y bondad: virtudes que gobiernan a la raza Tarahumara”, “Huída a las montañas” y “Rostros tarahumaras”.

Dirigido por Daniel Morales y contando -entre muchos- con colaboradores de la talla de los Hermanos Mayo y Arno Brehme en la imagen, y Salvador Novo, Jaime Torres Bodet y Carlos Septién García en la escritura, el semanario Mañana hacía honor a su activa participación en la llamada “época de oro de las revistas ilustradas en México”, otorgando créditos con igual importancia a Mendoza Rivera y a Montero Torres, e incluyendo en su muy detallada “misión periodística” una cantidad profusa de fotografías. Ya desde el principio, dos señalamientos cruentos; el primero como pie de imagen: “La tierra norteña, anémica, agoniza por la sed prolongada en cinco años y niega sus frutos a los hombres y a los animales. La vida sucumbe y por todo el camino se repite este cuadro aterrador: el caballo muerto y el zopilote listo a devorar la carroña”; el segundo como parte de un recuadro introductorio: “Ignacio Mendoza Rivera, redactor de Mañana, y Tomás Montero Torres, fotógrafo, recorrieron más de mil kilómetros en el curso de su exahustiva jornada. Primero contemplaron el panorama de la tierra mexicana que se muere lentamente por falta de agua. Después, en la entraña misma de la tierra del indio rarámuri, fueron testigo de las flagelaciones que sufren los tarahumaras a consecuencia del hambre y de las injusticias de los blancos”.

Los dos comisionados por la publicación hicieron 17 horas de Chihuahua a Creel -su primer parada- a bordo del ferrocarril Kansas City México y Oriente. Ya desde ese momento sus ojos se impactaron con el suelo erosionado que se prolongaría a lo largo de toda la Sierra Tarahumara que, “como otros lugares de Chihuahua, fue un emporio de riqueza, pero la sequía y la voracidad de algunos terratenientes se confabularon hasta arruinarla”.

"Por este tramo pasaba un río, ahora solamente queda la ruina de la tierra. ¿Acaso será posible que el hombre permanezca en este inhóspito suelo? ¡No! se diría. Sin embargo, muchos seres viven aferrados a él".
“Por este tramo pasaba un río, ahora solamente queda la ruina de la tierra. ¿Acaso será posible que el hombre permanezca en este inhóspito suelo? ¡No! se diría. Sin embargo, muchos seres viven aferrados a él”.

Las siguientes paradas de estos nómadas de la información serían: Bocoyna, Sisoguichic, Cerocahui, Batopilas, Chinatú o Guadalupe y Calvo, entre otros, a los que llegarían tras jornadas de varias horas en camioneta, a lomo de mula o caballo, e incluso a pie. “Cerca de 120 mil almas, adheridas a las peñas y a los escabrosos planos de la Sierra Tarahumara son, en la actualidad, víctimas indefensas del hambre y la sed. Los indios tarahumaras sufren de la carencia de alimentos, particularmente, porque han sido flagelados por el azote de una sequía prolongada en cinco años que les ha arrebatado los exiguos productos de su tierra, paupérrima y degenerada. Además, el terrible azote de la carencia de agua no sólo ha calcinado los suelos de los indios rarámuris sino que, como plaga incontenible, aniquila lenta y pavorosamente las pocas cabezas de ganado que tienen para su manutención. De esta manera y en estas desastrosas condiciones, la voz trágica de los tarahumaras se vuelve un lastimoso eco que recorre todo el ámbito de la sierra y de las principales ciudades del estado de Chihuahua, pidiendo limosna”.

¡Korima! -escucharon Ignacio Mendoza y Tomás Montero más de una vez, mientras algún rarámuri se les acercaba con la palma extendida solicitando ayuda-; y a lo largo de los días que convivieron con esta región y sus nobles habitantes también llegaron a padecer hambre y sed.

“La tierra paupérrima de la Sierra Tarahumara es irónica. Se abre al impulso del surco, pero cuando los hombres quieren recoger el fruto de su trabajo les niega, definitivamente, la más mínima planta”.

Además de dejar registro, con sus palabras e imágenes, del hambre y el abandono, los enviados de Mañana se darían tiempo para conocer y testimoniar otros hechos, como el saqueo de la Cueva de Ganochi –lugar de gigantes-; caverna de unos 12 metros de profundidad y en cuyas entrañas “se esconde una parte del pasado de la raza tarahumara. Los restos de los antiguos moradores de la sierra permanecen ocultos, conservándose de esta manera el secreto de las antiguas costumbres rarámuris que determinaron la manera de ser de los actuales habitantes de la Tarahumara. Sin embargo, la voracidad de algunos aventureros procedentes de países extraños, ha roto en algo el enigma de la tumba india. Decenas de momias que descansaban en el silencio del sepulcro han sido sacadas irrespetuosa e ilícitamente; según versiones de los guías fueron llevadas al Museo de Chicago”.

En las páginas amarillentas y gastadas del semanario de los años cincuenta, queda también una visión prejuiciosa hacia las costumbres de los rarámuris: “…el indio de la planta corredora va dejando tristemente su precaria existencia en el cúmulo de supercherías perniciosas que, como lastre, le heredaron sus antepasados”. Lo que hoy causa respeto y se admira como parte de una cosmogonía de fuerte raíz espiritual, se percibía en aquel entonces como “una esclavitud espiritual casi indestructible”.

Y aún así, puede percibirse que Ignacio Mendoza Rivera y Tomás Montero Torres permitieron que sus propios espíritus se cimbraran en el convivio cercano con los rarámuris, y se dejaron tocar por la fuerza de los sukuruames -hechiceros- y admiraron la alta dignidad del siriame -quien posee el don de la elocuencia-. Presenciaron con admiración a las corredoras rarámuris, “que como estrellas fugaces cruzan el desierto”, y admiraron la notable resistencia de los hombres que, de requerirse, pueden recorrer “hasta 100 kilómetros sin descanso”.

Entre el primer reportaje publicado y el último, dedicado a los “Rostros Tarahumaras”, se percibe que los corresponsales de Mañana se dejaron trastocar los corazones. Las descripciones visuales y textuales contemplan a los rarámuris con mayor intimidad y gozo: “Los ojos de la mujer tarahumara son tiernos, brillantes. A veces almendrados y en ocasiones perfectamente circulares. Muchos hay que son grandes, negrísimos; otros muy pequeños, como gotitas de agua. Los ojos siempre están brillantes, como estimulados por una fuerza invisible que transmite ese brillo a los dientes parejos y sólidos. La vida palpita en sus pómulos carnosos y la dignidad brilla en su frente, que es como media luna en menguante. Las orejas son delgadas, grandes, y en todo el conjunto facial de la india joven vibra la inquietud sexual de su edad, pues es atractiva y propicia a humanos deseos” / “En el broncíneo fulgor de la cara de los adolescentes tarahumaras late la inocencia. Sus ojos, de características aún indefinidas, miran con una confianza inaudita. Su sonrisa es blanca, como blanca es su alma. Tienen el cabello negro y apenas si pinta sus cejas un bello disparejo y brusco”.

“El rostro indio es un reflejo de lo que acontece en su alma. En todas las líneas de su cara se intensifica el sístole diástole de su corazón y en el brillo de sus ojos se manifiestan uno a uno los sentimientos que bullen en su interior. La cara del indio tarahumara es una prolongación de vibraciones. Sugerente y firme relata todo lo que acontece al numeroso pueblo rarámuri en su paupérrima existencia por los caminos de la Sierra Tarahumara, que esconde en sus entrañas el pasado, el presente y el futuro de los indios de la planta corredora”.

Quien iba a decir que esta última frase, que cierra el largo reportaje de diez entregas, iba a ser premonitoria de la situación de los tarahumaras más de 60 años después, en este 2012 de un siglo diferente; y que la sed y el hambre iban a prevalecer como una triste constante de esta línea de tiempo entre aquellos instantes registrados textual y fotográficamente para la posteridad y hoy. Releyendo lo escrito por Ignacio Mendoza y viendo las imágenes legadas por Tomás Montero Torres, volvemos a cimbrarnos; más aún, sabiendo que su realidad paupérrima y de abusos no ha logrado transformarse. Nuestra deuda con ellos es honda, no hay duda.