Hace 5 meses conocí a Silvia Sánchez Montero, nieta de Tomás Montero Torres, reconocido fotógrafo mexicano en los años 50. Silvia y su familia se hacen cargo de todo lo relacionado al archivo fotográfico de Tomás, asegurando así que la herencia artística que dejó lo mantenga con vida de muchas maneras.
El hombre en la imagen es el Dr. Atl (agua en náhuatl), vulcanólogo, yerbero, astrólogo, revolucionario y hechicero de Guadalajara, México. El Dr. Atl estudió filosofía en Roma y Derecho en París. En 1907 regresó a México para involucrarse en algunos de los más importantes movimientos intelectuales de la época, que ayudarían al surgimiento de la Revolución Mexicana.
En vísperas revolucionarias, el Dr. Atl se convirtió en uno de los aliados de Venustiano Carranza, volviéndose una pieza potencial política.
Como pintor, Atl comienza su carrera en 1920, influenciado principalmente por Nahui Olin, quien más tarde intentaría asesinarlo mientras dormía, resultado de una tormentosa relación. El Dr. Atl muere en 1964 debido a causas respiratorias ocasionadas por las emisiones de los volcanes.
La primera vez que vi esta foto quedé cautivada por la composición y la manera en la que las luces y los colores convierten al Dr. Atl en casi un personaje de algún cuento sacado de un sueño. Pregunté a Silvia si me permitría trabajar con dicha foto. Ella y su familia accedieron e inmediatamente sometí la imagen a cirugía en Photoshop, para dividirla en capas y posteriormente darle un efecto 3D en After Effects. Por último, agregué un sutil humo para darle vida a la pipa de Atl.
Gracias familia Montero por la confianza. Quedo contenta de haber trabajado en tan magnífica fotografía.
(*) Janine Hidalgo es fotógrafa y actualmente colabora en la Fundación Elena Poniatowska. Entre otras virtudes, se especializa en este tipo de intervenciones digitales. Si quieren ver más de su trabajo pueden buscarla en Instagram como @Hidalgo_Janine
Desconozco si cultivaron una amistad, pero Margarita Michelena y Tomás Montero Torres coincidieron, por lo menos, durante cuatro momentos de su vida. La primera en la Universidad Nacional Autónoma de México, a mediados de los años 30, cuando ella estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras y Montero Torres en la Escuela Nacional de Artes Plásticas. De esos primeros años de estudio, llegarían a convertirse en poeta y periodista, la primera; pintor y fotorreportero, el segundo. Durante esa época, para ser más precisos, en agosto de 1937, ambos asistieron al evento de inauguración de la Galería Permanente de la Generación Revolucionara Unificadora de Artistas (GRUA), ubicada en la calle de Corpus Christi No. 6, como puede comprobarse en la publicación que esa misma asociación hizo, con motivo de registrar tal suceso:
La publicación hacía referencia a los 23 artistas cuya obra se expuso para ese acto, además de incluir el cuento “Historia de travesuras”, de quien entonces firmaba como “Marga Michelena”. Entre otros, participaba también el pintor Manuel Montiel Blancas, quien compartiría una larga amistad con Tomás Montero.
Posteriormente, los dos trabajarían para la revista América, ella -oriunda de Hidalgo- comenzaría ahí su carrera literaria; él -oriundo de Michoacán- colaboraría ahí como fotógrafo y “asesor artístico”, de acuerdo con los créditos de ejemplares de la época.
Y por último, hay un cuarto instante registrado de vida compartida entre ellos, que en lo personal a mi me gusta mucho: una visita de Tomás Montero Torres a casa de Margarita Michelena.
Me lo cuenta esta serie de imágenes de fino acercamiento al espacio íntimo, al hogar y los afectos cercanos… Incluso una imagen que registró un abrazo de Margarita con su esposo e hija, que aunque ya se encuentra muy diluido, alcanza a mostrar un perfil de su brazo, cierta silueta.
En todas hay un porte indudable de esta mujer que, para muchos intelectuales de altura, como el propio Nobel Octavio Paz, poseyó una de las mentes mejor cultivadas de su tiempo.
Sus finas manos, ese mirar hacia dentro de sí misma, la suavidad que se intuye en la tela de su atuendo… No creo que sea sencillo posar así para un desconocido pero sí, quizá, para alguien que detrás de la lente se sabe amigo.
Veámosla como mujer indómita y entera, que halló en la palabra la forma directa de denunciar verdades y en la poesía la mejor manera de hablarse a sí misma. En el número 237 de la legendaria revista Vuelta, Octavio Paz escribió, con motivo del justo homenaje que en 1996 se le hiciera en Bellas Artes a Margarita Michelena: “pertenece a esa rara estirpe de poetas que en formas diáfanas alían el pensamiento al sentimiento, lo que pensamos con los sentidos a lo que sentimos con la cabeza. Sus poemas son cristalizaciones transparentes. Desde su primer libro me impresionaron, por igual, la maestría de la hechura, la profundidad del concepto y la autenticidad de la emoción. Equidistante del grito y del frío conceptismo, de la confesión sentimental y del «preciosismo», sus poemas brotan del suelo del lenguaje como chopos, pinos o álamos; también como torres de reflejos y esbeltos obeliscos de claridades. Poemas bien plantados en la tierra pero movidos por una misteriosa voluntad de vuelo. Gravitación y levitación”.
Y es un cierto halo de levitación el que yo distingo en varias de estas fotografías. En estos retratos amorosos de una poeta que, entre mucho, alguna vez escribió:
“Cuando yo digo amor”
Cuando yo digo amor identifico
sólo una pobre imagen sostenida
por gestos falsos,
porque el amor me fue desconocido.
Cuando yo digo amor
sólo te invento
a ti, que nunca has sido.Y cuando digo amor
abro los ojos
y sé que estoy en medio
de mis brazos vacíos.
Cuando yo digo amor
sólo me afirmo
una presencia impar
como mi almohada.
Cuando yo digo amor
olvido nombres
y redoblo vacíos y distancias.
Cuando yo digo amor
en una sala
llena de rostros fútiles
y pisadas oscuras en la alfombra.
Cuando yo digo amor
crece la noche
y mis manos encuentran
para su hambre doble y prolongada
mi pobre rostro solo
repetido por todos los rincones.
Cuando yo digo amor
todo se aleja
y me asaltan mi nombre y mis cabellos
y las hondas caricias no nacidas.
Cuando yo digo amor
soy como víctima.
La inválida en salud.
El granizo y la rosa paralelos.
La dualidad del árbol y el paseante.
La sed y el parco refrigerio. Yo soy mi propio amor
y soy mi olvido.
Cuando yo digo amor se me desploma
la ascensión de las venas.
Sobreviene un otoño
de fugas y caídas
en que yo soy el centro
de un espacio vacío.
Cuando yo digo amor
estoy sin huellas.
De porvenir desnuda
e indigente de ecos y memoria.
Cuando yo digo amor
advierto inútil
la palma de mi mano —que es convexa—
e increíble
ese girar soltero
del pez en su pecera.
Por su figura menuda, a Tomás Montero Torres le decían “Monterito”, un mote que al paso del tiempo trascendería la referencia al atributo físico para ser un modo cariñoso de nombrarlo, de afirmar vínculos, de cultivar la amistad. Era afable y detallista. A la gente que quiso le obsequiaba dibujos acompañados de breves dedicatorias, todo de su puño y letra. Cuentan que al llegar a su casa traía dos regalos distintos en los bolsillos de su saco –porque siempre iba a trabajar de traje y con pañuelo en el bolsillo, como lo dictaba la elegancia de la época– en el de un lado caramelos para sus hijos, en el otro chocolates para su esposa.
Quizá mucho de ese espíritu es el que hizo que lograra gran empatía con los niños y ésta se reflejará en las fotografías donde los captó, lo mismo en sus encuentros cotidianos que en regiones indígenas, orfanatorios e incluso en las experiencias del viaje. Los niños le miran, le sonríen… Esta es solo una pequeña muestra de un tesoro mayúsculo que, sobre niños, se halla en su legado fotográfico. Son otra forma de ver su corazón amoroso.
¿Alguno de ustedes puede imaginar vivir en una cueva? Yo veo estas seis imágenes tomadas por mi abuelo, Tomás Montero Torres, y se me despiertan muchas emociones. Primero, me impacta saber que esta familia no es parte de un pasado que quedó registrado, muy probablemente, con el afán de visibilizar una circunstancia que exigía mover conciencias, ¡y acciones! La pobreza en nuestro país se desparrama en números y modos de manifestarse; duele pensar que es un hecho que se nombra con estadísticas que deshumanizan, y que sus efectos nos han mellado como una sociedad que aspiraba a una calidad de vida que, si no es con todos, difícilmente podrá concretarse.
También trato de imaginar qué habrá sido de cada uno de los miembros de esta particular familia. En su precario vivir se perciben lazos complejos de cultivar. Hay una figura paterna que se impone, un afán por proteger a los menores, un orden minúsculo -un sitio para el anafre, para los petates, para los zapatos de calle, para el sombrero…-. ¿Qué alimentos sencillos se habrán cocinado ahí? Habitar en las entrañas de la montaña, ¿les brindaría una sensación de refugio? Surgimos de la tierra para retornar a ella; el tiempo de estancia aquí, no para todos es medido con la misma vara….
¿Hasta dónde habrán ido a abastecerse de agua? Ese líquido que apacigua casi cualquier sed, y ante cuya ausencia todos desfallecemos. Imagino que lejos, dada la dura resequedad que se adivina en techos, paredes y pisos de esa cueva, vuelta a fuerza de necesidad humilde casa.
Y aunque sobre los hombros frágiles la carga por nacer en medio de carencias es casi tan natural como la propia piel, la risa de los niños siempre es fácil, traviesa, cómplice… Ojalá además fuera pasaporte para otros universos, donde los sueños no se evaden al despuntar el día y los anhelos dan certezas.
Mirándolos a ellos también miro los ojos de mi abuelo. Tendría quizá mi edad -o poco más- cuando llevó su andar hasta la entrada de la cueva para presentarse con tiento, conocerlos, quizá compartir una tortilla con salsa, saberse los nombres, vibrar su corazón al unísono de ellos… Apachurrarse un poco el alma antes de hacer las fotos.
¡Ah, esta imagen! Pienso que la tomó al final, ya por irse. Esta mujer sola y firme, guarecida dentro de sí misma con el rebozo extendido, mirando su presente y, quizás, deseando otro futuro para sus hijos.
Hace poco más de dos años iniciamos este blog con el propósito de ir dando a conocer parte de las imágenes que vamos rescatando. En ese entonces todavía no teníamos una idea clara de la cantidad de negativos que había dejado nuestro abuelo, Tomás Montero Torres. Habíamos conseguido la primer beca que otorga el Fonca para la recuperación de Archivos Históricos, y los únicos datos para esbozar la tarea que nos esperaban eran unos listados ordenados que daban cuenta de poco más de 18 mil negativos. Inexpertas aún en estos temas, calculábamos entonces que, con el resto de los negativos agrupados en sobres, más los que se hallaban aún cajas, latas y cilindros metálicos, podrían ser alrededor de 30 mil negativos. Así se lo dijimos al Fonca en nuestro proyecto participante…. ¡Que lejos estábamos de la cifra final! Ahora sabemos que son más de 86 mil negativos, y conforme los vamos develando (con la limpieza y digitalización a cargo de Silvia), nos sorprendemos de la mirada de Tomás Montero, los lugares por dónde anduvo, su acercamiento a las personas, su tacto para los temas difíciles…
Aunque los dos años de beca concluyeron hace tiempo –y el blog era parte de los acuerdos– decidimos continuar con esta tarea de divulgación porque las satisfacciones paralelas han sido grandes y especiales: la gente que hemos conocido, los proyectos que surgen… Este esfuerzo lo hemos continuado también en el Facebook (esta es la liga, por si desean explorarla), y por diversas razones ahí publicamos fotografías diferentes a las del blog, donde hemos tenido la fortuna de otras coincidencias.
En el caso de este blog, hemos descubierto que, al compartir imágenes, de pronto los lectores a su vez nos comparten información que enriquece el contenido propio de la cada fotografía. Ahora que vamos a retomar con frecuencia el blog, queremos iniciar esta nueva fase agradeciendo las valiosas aportaciones de varios lectores. Claro, ¡es una invitación a que continúen siendo tan generosos como hasta ahora!
Próspero Morales Martínez nos contó que la mujer que aparece de perfil en esta imagen es la bailarina afroamericana Maudelle Bass Weston, quien fue modelo de Diego Rivera y del fotógrafo Edward Weston. En efecto, Maudelle (1908–1989), fue una reconocida bailarina afroamericana, primera mujer de color en estudiar con el coreógrafo Lester Horton.
Con respecto al nacimiento del volcán Paricutín, el 20 de febrero de 1943, Alfonso Flores, Presidente de la Sociedad Mexicana de Estudios Aeronáuticos Latinoamericanos, A.C., nos compartió: “Sin duda el nacimiento del Paricutín fue todo un suceso a nivel mundial ya que despertó diversas expresiones y curiosidad. Igor Sikorsky, diseñador y constructor de helicópteros trajo al país en julio de 1945 uno de sus nuevos modelos (Sikorsky R-6A) con la finalidad de estudiar el comportamiento del aparato en condiciones extremas y para facilitar el trabajo de una misión científica, aprovechando la oportunidad para dar rienda suelta a una de sus pasiones; las montañas y los volcanes. De igual manera, Harry Truman, presidente de los Estados Unidos, durante la primer visita oficial de un mandatario de esa nación a México en 1947, sobrevoló el volcán para admirar el inusual espectáculo”.
Alejandro Noriega nos compartió una agradable sorpresa que se llevó una tarde: “Acabo de encontrar por casualidad una fotografía de mis abuelos que se llama “Al mal tiempo buena cara”; es curiosa la situación de haber encontrado una foto de hace 60 años que no era de la familia. La encontré casualmente en una publicación de la revista Quo. Quisiera preguntar si podría conseguir una copia en medios electrónicos para distribuirla en la familia. Fue una agradable sorpresa.”
Por su parte, José Antonio Aspiros Villagómez efectuó una verdadera reseña de modas, inspirado en una imagen del General Lázaro Cárdenas en la puerta de un avión de Mexicana de aviación: “Gran fotografía ésta del maestro Montero, hasta para una revista de modas: el modelo era –con el debido respeto– la figura del momento, con pantalón holgado, saco ceñido, solapa ancha, corbata muy corta y copa del sombrero con forma de labios. Sólo faltó el calzado”.
Desde Italia, donde radica, Fernando Leal Audirac nos escribió al respecto de unas fotografías sobre su padre: “Acabo de ver completo el archivo que tienen sobre los frescos guadalupanos, resulta evidente que fue su abuelo el fotógrafo cuyas fotos se utilizaron en el libro de Islas García, “Las pinturas guadalupanas de Fernando Leal”, ed. Anáhuac, 1949. También, la foto de mi padre pintando aparece en el libro de Viginia Stewart, “45 Contemporary Mexican Artists”, de esa misma época. Por último, les aclaro que los dibujos, al final de la presentación, no son de los frescos guadalupanos, sino anteriores, representan la cabeza de Cristo en el fresco de “La visión de Santo Domingo de Guzmán”, San Luis Potosí, 1946. El modelo del Cristo antes mencionado fue Jesús Mejía Viadero, un distinguido intelectual de San Luis. Mientras que de los ángeles de “La primera Aparición”, en el ciclo guadalupano, la modelo femenina de ambos fue Gwen Roberts”.
Ana Mansilla Amiga, nos aclaró que los perros que aparecen en estas imágenes son: ”el pequeño, parado mientras cose y recostado junto a ella es un French Poodle; el que posa junto a ella y su busto, en el jardín, es un “moloso” pero difícil de distinguir. Se sabe que tanto ella como el “Indio” Fernández fueron criadores de Bull Terrier Inglés, pero no sale con alguno en las fotografías”.
Rene Manning Duarte de Hermosillo, Sonora, recordó con este retrato: “Jamás imaginé que me fuera a encontrar esta página. Mi emoción no cabe en este espacio donde habito, y mis ojos se nublaron al ver las fotos de Jorge. Recordé de inmediato cuando lo conocí en 1966 en la Colonia Roma, Ciudad de México, estaba invitado a comer por mi madre y después platicó conmigo. Le mostré lo poco o mucho que hacía a mis escasos 16 años y al siguiente día llegó por mí en la tarde. Me invitó a ir con él a su casa a terminar una caricatura y me mostró su estudio, y yo, prudentemente, bajé al primer piso de su casa y me senté en la sala observando algunas pinturas que él había pintado, como aquel detalle de la última cena. Nos fuimos en su auto de nuevo y llegó a el periódico El Universal a dejar su cartón que era de diario. De ahí nos fuimos a Arte y Material y me invitó a conocer la tienda en Ayuntamiento; me quedé tan sorprendido porque todo aquel material que yo veía era un deleite, preguntó qué necesitaba yo y con pena le dije que nada. Claro que él no se la creyó y tomó un carrito como esos del súper y comenzó a poner material dentro de él. No me di cuenta y echó un proyector de cuerpos opacos y hasta una mesa de dibujo con su banco me compró de regalo y ¡¡aún los conservo!! No puedo evitarlo, pero las lágrimas me brotan como agua al recordar todos momentos con sus detalles que tuvo conmigo. Después de salir de Arte y Material me llevó a la calle de Uruguay No.5 en el mero Centro y me invitó a subir a ese edificio de 4 pisos y yo la verdad ignoraba donde estábamos, hasta que llegamos a la dirección y una señora, la directora, nos atendió saludando a Jorge con tanto cariño, que se notó en todos desde que entramos al primer piso por aquel viejo montacargas. Cual sería mi mayor sorpresa que me llevó a la Escuela Libre de Arte y Publicidad porque me había inscrito él mismo en ella. Nunca terminaré de agradecerle este enorme detalle y créanme que adoro a este gran dibujante como si hubiera sido parte de mi familia, era un gran caballero y fina persona. Lo extraño, pero conservo muchas cosas de aquel material que él me compró para iniciar mis estudios como dibujante publicitario en aquel año de 1967. Jorge Carreño será siempre bien recordado, se lo ganó a pincel y pluma, con tinta y colores, con amabilidad, bondad y don de una gran persona”.
Una serie de imágenes de Pedro Infante nos acercaron dos fuentes, ambas muy generosas y cercanas al ídolo. Por parte de Amellali Landa, supimos “a causa de esta publicación encontramos una fotografía donde se encuentran dos personas espectaculares en mi vida: Pedro Infante y mi bisabuelo Jesús Salazar Loreto, quien acompaño a Pedro I. en gran parte de su trayectoria musical. Esperamos, yo y mi familia, sigan descubriendo maravillas del pasado”. En efecto, su bisabuelo es el trompetista con quien Pedro hace unas anotaciones en las partituras, y a quien se recuerda cariñosamente como “la trompeta más alegre de Sinaloa”.
Con relación a la misma serie Paul Riquelme, admirador y biógrafo de Pedro Infante, nos compartió: “Quiero hacer una acotación con respecto a la fecha de las fotografías que le fueron tomadas a Pedro Infante en los estudios “Peerless” por Don Tomás Montero Torres: la fecha exacta de las fotos son, sin grado de error, el día lunes 24 de marzo de 1947, porque en las bitácoras de la compañía dice: “Tomaron fotos hoy en el estudio”, el Ing. de grabación fue Ed. L. Baptista que después fundó Musart. En esa sesión se grabó “Mi Cariñito”, “Maldita sea mi Suerte”, “Mi Consentida”, “Me Voy por Ahí”, “Ojitos Morenos”, “El Aventurero”, “Que Gusto Da” y “La Motivosa”. Al terminar la sesión Pedro Infante se despide de Don Tomás en los estudios y se sube a su Lincoln convertible, la hora de su reloj marcaban las 4:12 pm aproximadamente”.
Otro comentario que nos dio alegró fue de parte de Laura Montero Lule: “Me dio mucho gusto reencontrar esta foto de mi familia… Soy la señorita del lado derecho… No recuerdo fecha ni ocasión. TOMÁS MONTERO FUÉ MI TÍO. GRACIAS POR ESTA FOTO…”.
Tomás Montero Torres y María Luisa Butzmann de Montero disfrutando alegres en una fiesta de disfraces, y posando al centro con un beso…
Cuando mi abuela Lulú tomó la decisión de liberar el archivo de negativos, que con tanto celo guardó por 40 años, nadie –ni ella misma- imaginó lo que esa acción provocaría.
Mi abuelo Tomás falleció a los 56 años, cuando apenas éramos 4 nietos muy pequeños, de los 19 que llegaríamos a ser, y aunque su ausencia nos marcó profundamente, crecimos conociendo sólo algunas de sus facetas gracias a las historias que se desgranaban en voz de su viuda, de sus hijos, sobrinos, nueras, yernos… Que nunca llegaba a su casa con las manos vacías, por ejemplo, un bolsillo del saco lleno de caramelos para los hijos y otro con chocolates para su mujer; que en Michoacán, su tierra, se acercaban las jóvenes indígenas a decirle ‘¿le digo algo en purépecha y me da una moneda?’ y él, con seguridad, les preguntaba, ‘y si te hablo yo en purépecha, ¿me la das a mi?’, porque era una lengua que sabía; que era muy elegante y siempre andaba de traje y corbata, con pañuelo a juego; que alguna vez él y mi abuela habían abordado un tren nocturno para Morelia y dormido en un carro cama, para despertar y descubrir que amanecían en México, porque por alguna razón el tren no había salido y seguían en Buenavista; que era un trabajador incansable y que tenía un corazón de oro, con un carácter que con los años, y a ratos, se le descomponía a causa de la diabetes que padeció, y por la que moriría sin proponérselo; que aunque era de corta estatura y por ello le decían ‘Monterito’ tenía brazos amplios y generosos para recibir en su casa a cuñada, sobrinos, padre, suegra, amigos y las más raras mascotas que sus hijos elegían –desde tarántulas hasta chivos-.
Sabíamos que pintaba, que era sumamente prolífico y lo hacía muy bien; no hay casa de familia donde no haya cuadros suyos –paisajes, desnudos, bodegones, vírgenes, bateas, miniaturas, y hasta tarjetas de recuerdo con letra garigoleada que él mismo se inventaba…–
Que había estudiado en la Academia de San Carlos, que le encantaba viajar y que además de haber recorrido más de una vez esta patria suya que tanto quería, había ido a Europa, a Estados Unidos, a Panamá, a Cuba, donde por cierto expuso una serie de Cristos, la mayoría de los cuales se venderían en la isla…
Que fue compadre de Carlos Septién García, ese periodista famoso y de temple claro, cuya muerte le afectaría profundamente en los afectos y en la salud, porque justo por una gripa fuerte el propio Septién lo había mandado de regreso a su casa, evitando así que tomara el mismo vuelo del trágico accidente.
¿Sobre su oficio de fotógrafo? Sabíamos, claro… ¡Otro rico puñado de anécdotas! Que había estado varios meses en la sierra tarahumara, en los 50, en una época de sequía, y había padecido hambre junto con los rarámuris y hasta había comido rata de campo; que había regresado lleno de admiración por ellos y que esa vivencia lo marcó mucho. Que tenía su cuarto oscuro en casa, en uno de los baños. Que su esposa y sus hijos aprendieron todo el oficio de la cámara fotográfica, el proceso de revelado e impresión para ayudarle en más de una ocasión. Que era perfeccionista. Que hubo una cámara Rolleiflex que nueva, de un tripié, caería para romperse cuando su segunda nieta pasó por ahí con la inocencia de los dos años y que conseguiría que se la cambiaran por otra nueva desde Alemania, pero que llegaría cuando él ya había partido y se quedaría sin estrenar. Por supuesto, sabíamos del archivo: que estaba ahí, y que al paso de los años y las mudanzas –siete desde el temblor de 1985– seguía estando ahí. Porque, por cierto, mis abuelos, mi papá y mis tíos vivían aquí enfrente, atrás de la Ciudadela, en la calle de Ayuntamiento, vecinos de este espacio del Centro de la Imagen…
Mediados de 2008 nos sorprendió con la idea clara de mi abuela de regalarlo. Mi hermana Claudia tuvo incluso que ir por un cerrajero, porque después de tantos lustros se desconocía el paradero de las llaves. Era tal el azoro de lo que se leía en cada sobre, que la importancia que se intuía sobre su contenido evitó que la curiosidad nos ganara y permitió que nos diéramos el tiempo suficiente para hacernos de mayores conocimientos sobre cómo tratar los negativos y qué hacer con el acervo, antes de manipularlo.
En los meses siguientes mi abuelo Tomás, así es aunque no lo crean, mi abuelo, haría tres revelaciones que nos irían encauzando más. Primero, al poco tiempo, apareció un legajo de 17 páginas con el nombre: “Diario de un fotógrafo de prensa”, que reprodujimos tal cual en el libro que les estaremos obsequiando en un rato más (aquí la versión descargable con dos clicks: CAT FONCA); poco después, una caja “camisera” –como las que se usan para guardar camisas– con sus documentos de la UNAM –boletas, formas de pago, credenciales…– con catálogos de exposiciones, gafetes de todos los diarios y revistas para las que colaboró y otros documentos de trabajo; y como medio año después, o más, como aparición mágica, mi prima Gabriela encontró en la casa de mi abuela una caja más grande, sellada por él, llena de hemerografía donde publicaban sus fotografías, recortes de prensa que hablan de él, de premios, anécdotas o hasta caricaturas que le hicieron famosos como Carreño o Vic…
Aquí, sin duda, tienen que comenzar los agradecimientos, porque desde 2009 hemos reencontrado o conocido a personas valiosas, en los momentos correctos, para optar por los mejores caminos para esta impresionante aventura en la que estamos envueltas Silvia, Claudia, Julieta y yo. Un reto que nos impulsó a definir claramente lo que debíamos hacer: rescatar y difundir el acervo fotográfico de Tomás Montero Torres, contribuyendo a que tenga el lugar que le corresponde en la historia de la fotografía en México. Porque es claro lo que él aportó, lo que innovó, la estética y el humanismo de sus imágenes, su diversidad, su oportunidad histórica, que estando vivo, curiosamente, le reconocían, y que con el silencio de la muerte fue una distinción que se apagó…
Y aquí cabría decir que la primer persona de este siglo XXI que hizo una presentación sobre Tomás Montero Torres no fue nadie del equipo: fue Ángela –la mayor de sus 23 bisnietos–. Cuando iba en el último año de preparatoria se enteró de lo poco que sabíamos en aquel momento y reclamó –“¿por qué nadie me había dicho que tuve un familiar famoso?”– así que pidió algunas fotos y datos y preparó una clase sobre él antes de ingresar a la universidad a estudiar Gastronomía.
Además de nuestra abuela, que creyó en nosotras, en nuestras capacidades, compromiso afectivo y entusiasmo –y que está hoy aquí con sus muy lúcidos 91 años– y de toda nuestra familia, incluyendo a los sobrinos e hijos, y en especial Tania, Luis y Matías, hay una larga lista de personas a quienes hay que decir “Gracias”, porque sin sus consejos, apertura, apoyos, amistad y cariño, este trecho de tres años de trabajo –uno de preparativos y dos con la valiosa beca del Fonca– hubiera sido más complejo…
Me gustaría mencionar a algunos, con la salvedad de que hay un listado mucho más detallado –y espero que completo, por supuesto– en el libro que les daremos hoy… Paco Mata, Rebeca Monroy, Elisa Lozano, Pedro Valtierra y Anasella Acosta, Alberto Del Castillo, Gerardo Ceballos, Pedro Meyer y Nadia Baram, Arturo Betancourt, Iván Mejía, Maribel Fonseca, Adrián Román, Víctor Flores y Cristina Morán, Banco de Ideas y su director Carlos Mora, la asociación civil que dirige mi hermana, Muévete x Tu Ciudad, la Fototeca Nacional con Mayra Mendoza y Juan Carlos Valdez Medellín, la Fundación Cultural Televisa con Fernando Osorio, Fernanda Monterde y Mauricio Maillé, Laura González Flores y su maravilloso equipo de la UNAM, Sabrina, Amanda, Brenda, María, Elva, Karen, Edgar y Marisol, a Glinsi, y a más, muchos más…
Dos años de trabajo apoyadas por el Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales del Fonca se dice fácil, pero para nosotras han sido sumamente intensos y nos marcan nuevos retos en el corto plazo. La dinámica nos está exigiendo preparar una muy buena biografía de Tomás Montero Torres, clara, bien fundamentada, con investigación rigurosa; establecer lineamientos para abordar sus principales temas –que es algo que aún no hacemos- que son: política, aviación civil, tauromaquia, religión, bellas artes… Concluir la reprografía de los restantes 60 y tantos mil negativos, así como ampliar las posibilidades de la base de datos. Digitalizar y pasar a materiales de conservación otras cantidades de negativos, conforme el tiempo y los recursos lo permitan…
Continuar el blog como una labor permanente, porque ha sido y es una experiencia sumamente enriquecedora, un diálogo abierto y no destinado sólo a especialistas. Gracias a este espacio nos hemos topado con familiares o estudiosos de varios personajes retratados por Tomás Montero; el nieto del escultor Alfredo Just, Verónica, la nieta de Miguel Bernal, un familiar de Víctor y Jorge Cuesta, o fortalecido el contacto con otros, como María Elena, la sobrina de Miguel Covarrubias… Nos topamos con Don Antonio Aspiros, un alumno de Montero Torres, ya que él dio clases de fotografía –y fue el primero en hacerlo– en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García; o con un admirador de un ídolo como Pedro Infante, Paul Riquelme, que nos ha aportado datos específicos sobre una serie de fotografías, como el día y hasta la hora en que fueron tomadas… Por todo esto seguiremos, como hasta ahora, dispuestas a este diálogo abierto, lo mismo que a estudiantes, investigadores y otras alianzas académicas que brinden herramientas para concretar estos retos.
Estamos en una conversación inesperada y cálida con nuestro abuelo Tomás, quien si ya era entrañable ahora lo es aún más. Hoy sabemos dónde estudió y trabajó, por dónde anduvo, quiénes eran sus amigos, qué postura política tenía, con qué profesión se identificaba, qué le dolía de México, qué le gustaba y cómo se lo transmitió a su familia…
Se nos “aparece” cada tanto de muchas maneras y nos impulsa a continuar la labor con idéntico entusiasmo que al principio. Por mencionar un ejemplo que aún me conmueve, les cuento… Viendo las revistas de época nos enteramos que en los créditos aparecían con igual importancia los Hermanos Mayo y Tomás Montero, así que le pregunté a mi abuela y dijo ‘¡claro, era muy amigo de ellos, en especial de Paco y de Julio!’, así que nos dimos a la tarea de localizar a Don Julio y le llamamos a su casa de Atlixco cuando aún vivía su esposa y él tenía 97 años –este año cumplirá 99–. Me contestó una enfermera muy amable, explicando que Don Julio estaba muy bien de salud, pero que ya oía menos, que si le explicaba a ella quién era yo y el motivo de la llamada, eso le facilitaría la conversación… Supongo que le escribió los datos, porque alcancé a sentir como Don Julio le arrebató el teléfono para preguntarme ‘¿Es usted nieta de Tomás Montero? –sí…– pues no me lo va usted a creer, pero ayer tuve que ir a la Ciudad de México porque soy Vicepresidente Vitalicio de la Asociación de Fotógrafos de Prensa, y me enseñaron unas fotografías antiguas para ver de quién me acordaba, y mencioné a su abuelo… ¡¿No le parece una fabulosa coincidencia que ayer yo lo haya mencionado y hoy usted me llame por teléfono?!’… Ya sabrán que la piel se me puso chinita, impresionante…
Y por supuesto fuimos a Atlixco, y Don Julio ya nos tenía de regalo una foto que mi abuelo había tomado, donde estaban su esposa y mi abuela juntas, vestidas de sevillanas en una corrida de toros, y otra de él con mi abuelo y otro grupo de fotógrafos, en compañía de Cantinflas…
Nos compartió sus recuerdos, nos trató como reinas y no quería dejarnos marchar… ‘¡que diera yo porque mis nietos fueran como ustedes! Pero no les interesa la fotografía ni mi archivo…’, nos dijo, y toda esta inolvidable vivencia, estoy segura, fue gracias a mi abuelo, como otras tantas más.
Los logros de lo ya hecho los compartió Silvia hace un momento. Yo quiero concluir esta presentación agradeciendo a Luis Enrique Villegas, Carmen Soriano, Alberto Zuñiga y José Luis Espinoza Piña del ILCE –los dos últimos no pudieron estar físicamente pero sí de corazón– y a Álvaro Cueva, cómplices fabulosos de este proyecto y de esta noche; a Nacho López, que en su nombre ya venía marcada su profesión ligada a la fotografía y dirige con juventud y éxito una gran revista desde Jalisco, La Membrana, por su papel como moderador; y a Valentín Castelán, Erika Nuñez y Kristal Mejía, un equipo fabuloso del Centro de la Imagen dirigido por Alejandro Castellanos, por tan buena acogida esta noche y por su apoyo generoso desde que venimos a proponerles hacer aquí esta presentación; también a cada uno de ustedes por estar siempre, por ser cercanos y estimularnos a continuar, y estar hoy aquí, con su hermosa, hermosísima presencia.
En este país que tanto nos enseñaron a amar desde pequeñas, ahora más que nunca hace falta retomar los pilares de ideas, creación y aportes, recordar lo grandes que podemos ser como país y apostar por ello.
Hoy puedo decir llena de emoción y gozo –porque esas son las palabras correctas, emoción y gozo– que Tomás Montero Torres ya no es un desconocido en el ámbito actual de la fotografía en México. Aún es largo el camino por recorrer, pero sin duda su nombre ya está cargado de significados y aportes. Su legado es familiar, pero lo trasciende: es un patrimonio visual de México que habla de estética, identidad, memoria y pertenencia, y hoy lo presentamos oficialmente ante ustedes invitándolos a acercarse, a profundizar, a hacerlo también suyo. Muchas gracias…
(*) Escrito compartido el 17 de abril en el Centro de la Imagen, en el evento de presentación de los resultados obtenidos por el equipo del Archivo Tomás Montero Torres en los dos años de apoyo de la beca del Fonca, y donde el Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa (ILCE), en voz de Luis Enrique Villegas y Carmen Soriano, también compartió algunos avances de “Haluros de Plata”, un documental que están encabezando sobre el fotógrafo Montero Torres y el proyecto de rescate de su acervo.
Don Paulino Montero Pillé nació en Charo, Michoacán, y dedicó su vida a dar clases de música. Entre sus alumnos llegó a destacar por talento propio Miguel Bernal Jiménez, también michoacano de buena cepa. Pero de joven, muy joven, Don Paulino le echó el ojo a Mariana Plata y se la robó a caballo de una ranchería. Fueron una pareja de bien y felices, aunque el primogénito tardó algunos años en llegar y, cuando lo hizo, dejó tan débil a su mamá que ésta falleció a los 40 días… En ese todavía siglo XIX un viudo solo con un hijo recién parido era una verdadera tragedia… y conmovía. Así le ocurrió a Ángela Torres Ortiz, amiga muy cercana de la difunta y quien recién había ingresado de novicia al convento. Con el corazón estrujado, pidió permiso a la Madre Superiora para brindar un poco de ayuda, y esa decisión le cambió la vida, porque ya no llegó a ser “hermana” sino “madre”. A aquel primer hijo, de nombre Jesús, seguirían Raymundo Clemente, Ángela, Tomás, los gemelos Luis y Juan, Paulino y Manuel, a quienes Don Paulino vería tomar los más diversos caminos –desde un fotorreportero hasta un cura salesiano, pasando por otros oficios como el restaurantero–, con la tristeza de una segunda viudez y la alegría de conocer a un sinfín de nietos y hasta un par de bisnietas, la mayor de las cuales fui yo, ya que el bisabuelo falleció en la Ciudad de México a los 103 o 104 años (a esas edades se pierde un poco la cuenta).
Pero este breve escrito no aborda los vericuetos de lo familiar –aunque como en toda familia grande existen con amplio abanico de emociones– sino un aspecto de la relación cercana y afectuosa de dos de los hermanos: Raymundo y Tomás, porque en sus años de vida y trabajo confluyó siempre el amor a las raíces, a Michoacán, a lo propio de esa tierra que exuda sin recato tradición y orgullo.
El primero llegó a ser dueño de “El Rincón Tarasco”, lugar bohemio y de excelente comida que estuvo ubicado por varios lustros en la calle de Galeana, en pleno centro de Morelia, capital michoacana.
De los primeros sitios en provincia en ofrecer “variedad”, y al que acudían personalidades de distintos ámbitos, como el actor emérito Ignacio López Tarso; con la especialidad de las enchiladas tarascas, también conocidas como enchiladas placeras… ¡Ah, que ricas con su salsa de chile colorado! Rellenas de queso, con sus piezas de pollo dorado al lado y esa verdura sazonada y frita que tan peculiar sabor le da al paladar…
Adornadas sus paredes con fina artesanía de la región, en “El Rincón Tarasco” atendían jóvenes hermosas ataviadas a la usanza tradicional, y se ponían de manteles largos para servir en vajillas de hermosos diseños de barro de Capula a los comensales más exigentes… Cada detalle se cuidaba al máximo, y en este arte de anfitrión Raymundo le solicitó a su hermano Tomás –el fotógrafo y pintor de la familia– le hiciera un mural…
¡Con que jocoso ánimo tomaría Tomás Montero Torres aquel pedido! Se afanó por plasmar una “Boda Tarasca” con vivos colores y un estilo pleno de humor y alegría, donde incluyó un autorretrató: en uno de los extremos aparece como parte de los músicos, con su bigote inconfundible y tocando la tambora; e incluyó también a una sobrina, una de las cuatro hijas de Raymundo, Raquel, como la cantante.
Las bodas tarascas tienen sus orígenes en los tiempos precolombinos, y a pesar de sufrir modificaciones propias del transcurrir del tiempo, conservan buena parte de sus ritos: desde el primer día (porque los festejos duran varios), el tañer de las campanas es constante para recordar a todos el gran evento, y tras la ceremonia religiosa el cuetero y los músicos acompañan a los esposos, invitados y familiares a casa de los padrinos o tátispiri, interpretando diferentes pirekúas (canciones), animando a la alegría por tan significativo día…
“El Rincón Tarasco” fue emblemático por largos años… En 1979 falleció el tío Raymi y aunque su viuda y algunas de sus hijas continuaron con el negocio otros años, hay ausencias que trastocan todo y en los años ochenta finalmente el restaurante cerró.
Queda el lienzo del mural con la alegría congelada, y unas fotos que dan fe del cariño con que se puso y atendió en la aventura restaurantera.
María Luisa Butzmann Gómez, oriunda de Durango y con raíces germanas por su padre, cumple este 3 de febrero 90 años. Una larga vida hilvanada -como muchas- por una serie de acontecimientos al azar y profundos afectos. Se conserva hermosa, con una inteligencia ávida y grandes memorias por compartir. Anhelaba que llegara este día y celebrar en familia, lo cual es una suerte de prodigio que se realizará gracias a su magia, porque de 6 hijos se dieron 19 nietos y luego estos se han venido multiplicando hasta contar, a la fecha, con 22 bisnietos. Tiene muchos dones y hay que darle gracias por una infinita lista de momentos, experiencias y generosidades: desde existir, sin ir más lejos, pero también su caldillo duranguense, el intercambio intenso de libros, los diálogos agudos sobre el acontecer diario, su mirada que lo dice todo, ser ejemplo como mujer profesionista y comprometida, nuestro intrincado árbol genealógico, el coraje que surge por todo lo injusto, el gusto por los viajes, la incuestionable afición por el chocolate, una historia familiar de película -o casi-…
El día de su fiesta, cada miembro de este complejo entramado sanguíneo le dirá en cercanía sus particulares razones para quererla: “Madre”, “Jefecilla”, “Mamá”, “Madrecita”, “Abue”, “Abuelita”, y en tiempos más recientes “Lulú” en voz de sus bisnietos más chicos, palpará el amor y hará que la cobije más allá, mucho más allá del convivio…
Yo la quiero por mucho, y ya se lo soplaré en el oído, pero aquí le reconozco infinitamente el haber sido esposa y cómplice de mi abuelo y, entre muchas cosas, haber conservado intacto su archivo fotográfico tras su muerte y por más de cuarenta años, porque lo representaba, porque viste su dedicación y guardarlo era quedarte con una parte viva de él… Gracias por eso, y gracias, mil veces más, por la confianza al dárnoslo y permitirnos adentrarnos en ese mundo que compartieron y que hoy estamos aquí difundiendo. ¡Felices 90 abuelita, te quiero mucho!