Al fondo (i. a d.): Adrián García Cortés, Domingo Álvarez Escobar, José N. Chávez González, Tomás Montero Torres y Rubén Zúñiga Fuentes. Al frente (i. a d.): José Antonio Moreno, Alberto Antonio Loyola, Águeda Ruiz Padilla, Guillermina Álvarez, Amelia Córdoba, Juan Manuel Rosas Medina e Ignacio Tojyo Tomoka.
La historia de los medios informativos en México tendría menos lustre sin el papel que la Escuela de Periodismo ‘Carlos Septién García’ ha tenido durante más de seis décadas (celebró 62 años el 24 de mayo de este 2011) como formadora de reporteros, redactores, articulistas, directores, jefes, conductores de noticiarios, comentaristas, editores y, desde luego, fotógrafos de prensa.
Si bien el libro El parlamento de los pueblos (1999), de Alejandro Hernández, que reseña el primer medio siglo de historia de esa institución, no da suficientes detalles al respecto, una de las materias impartidas allí ha sido la de fotografía, y hasta donde hemos podido establecer, don Tomás Montero Torres fue el maestro que la inauguró.
Este redactor siempre había considerado que su generación -que terminó la carrera en 1964- fue la primera en cursar esa materia cuando el plantel estaba en la casona de Guillermo Prieto 60 bis, colonia San Rafael de la capital mexicana, porque antes no existía en el plan de estudios y porque le tocó ver la instalación del laboratorio de revelado durante el semestre en que tuvo como maestro al ya entonces famoso fotógrafo, quien nos mostraba y explicaba su trabajo con fotos impresas en gran formato tomadas por él, las cuales dejó encargadas a alguno de nosotros y lamentablemente desaparecieron.
Así se lo comentamos apenas en 2010 a una de sus nietas, Martha Montero, pero nuestra convicción al respecto se tambaleó cuando, el pasado 15 de marzo, ella nos consultó sobre una fotografía datada en 1954 en la que aparecían el maestro Montero y otras personas, la mayoría de ellas alumnos suyos de un curso de fotografía en la ‘Septién’, en esa época.
Imposible reconocer a esas personas que nos antecedieron por una década, con excepción del propio Montero y de Domingo Álvarez Escobar, a quien tuvimos como maestro en 1960. Pero como asumimos el compromiso de investigar, pedimos ayuda al amigo y colega Salvador Flores Llamas, alumno también de la ‘Septién’ antes que nosotros, y gracias a su auxilio e investigaciones que hizo con otros compañeros, y a unos recortes de prensa que Martha nos hizo llegar, pudimos armar el rompecabezas. Por cierto, Salvador contrajo matrimonio con quien fue nuestra compañera de aula, Anita González Paz y Puente, y viven felices en la colonia Lindavista de la Ciudad de México.
Repasemos la foto de mayo de 1954. Se refiere, dicen los recortes, a la ceremonia de premiación de trabajos al término de un curso intensivo de fotografía periodística que duró cuatro semanas a partir del 3 de marzo y fue impartido por don Tomás Montero cuando la ‘Septién’ tenía su sede en San Juan de Letrán -hoy Eje Central Lázaro Cárdenas- número 23, segundo piso. En esa oportunidad fue anunciado un segundo curso, del cual no existe testimonio alguno… o no ha aparecido.
En aquel curso relámpago, dice una nota sin crédito en El Universal, “juntamente con las explicaciones teóricas se verificaron una serie de prácticas individuales con el lente y por las calles de la ciudad”.
Y al final, fueron premiados los mejores trabajos por un jurado que, según la reportera de La Prensa, María Elena Talavera, conformaron el director de la Escuela José N. Chávez González, Rubén Zúñiga Fuentes, dibujante que hizo un retrato de Carlos Septién que donó al plantel, y los maestros Domingo Álvarez Escobar y Adrián García Cortés.
Otro recorte de prensa del que no hay crédito alguno, asegura que uno de los miembros del jurado fue el bien recordado profesor Alejandro Avilés, que luego fue director y en su etapa registró formalmente los estudios de la Escuela de Periodismo ante la Secretaría de Educación Pública, pero no aparece en la foto, como sí, los demás miembros del jurado.
¿Y quiénes son los que aparecen en la imagen? Revísela usted: atrás están, de izquierda a derecha, los ya citados Adrián García Cortés, Domingo Álvarez Escobar, José N. Chávez González, Tomás Montero y Rubén Zúñiga Fuentes.
Y al frente, en el mismo orden y mostrando sus trabajos premiados, José Antonio Moreno, Alberto Antonio Loyola, Águeda Ruiz Padilla, Guillermina Álvarez, Amelia Córdoba, Juan Manuel Rosas Medina e Ignacio Tojyo Tomoka.
Dice la nota de El Universal que “El primer lugar correspondió a la foto del alumno de primer año, Juan Antonio Ruiz, que muestra a un hombre del pueblo agobiado por su miseria; los segundos lugares fueron para los estudiantes Juan Rosas Medina y Alberto Loyola y los terceros para el mismo Loyola y la señorita Agueda Ruiz.” Y que “Las menciones (honoríficas) se hicieron en la forma siguiente: la periodística y la técnica, a las gráficas presentadas por la señorita Guillermina Alvarez y la artística al alumno Alberto Loyola.”
Salvador Flores Llamas nos informó que Guillermina es hermana de María Elena Álvarez, esposa del que fuera presidente del PAN, Abel Vicencio Tovar, y a su vez legisladora.
De acuerdo con la reseña de La Prensa, “El profesor Tomás Montero habló de las cualidades de los trabajos ganadores y las fallas de los que no ganaron por malos elementos artístico, periodístico y técnico” y “felicitó a todos los alumnos de este curso, por el interés que pusieron en el mismo y por los resultados obtenidos, a pesar de las dificultades que se presentaron”. También los exhortó “a buscar el ángulo periodístico de sus fotografías y concluyó felicitando calurosamente y deseando a todos gran éxito para el futuro.”
Un recorte sin datos del periódico a que corresponde, informa por su parte que “El fallo definitivo atendió a tres aspectos en los trabajos premiados, a saber: interés periodístico, conocimiento técnico de la cámara empleada y composición artística”. La fotografía del primer lugar “representa un vendedor de plátanos, que en su ademán deja adivinar la desesperación de la miseria”.
Después de aquel curso intensivo en la ‘Septién’ deben haber pasado diez años antes de que el maestro Montero volviera a impartir clases allí. Salvador Flores Llamas nos informó que “Tomás Montero no dio clases mientras yo estuve en la escuela, y creo que por mucho tiempo”.
Y cuando el maestro volvió en 1964, entre las fotografías suyas que nos mostró había una de su amigo -para entonces ya fallecido- Carlos Septién García -con quien trabajó en la revista La Nación, del PAN- vestido de paisano durante la peregrinación anual de Querétaro a la Basílica de Guadalupe.
Volvimos a ver esa foto el año pasado gracias a la gentileza de Martha Montero, quien nos la envió. Ojalá que pronto ponga en su blog una serie fotográfica con las imágenes que captó el maestro Montero de este periodista queretano, que dirigió también la Revista de la Semana de El Universal, fue un excelente cronista taurino, dirigió la Escuela de Periodismo que lleva su nombre y falleció a los 38 años en un accidente aéreo en Nuevo León, el 15 de octubre de 1953, cuando cubría una gira del entonces presidente Adolfo Ruiz Cortines.
(*) José Antonio Aspiros Villagómez es un destacado periodista, colaborador de varios medios prestigiosos y egresado de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Supo de su maestro de fotografía el 6 de agosto de 2010, cuando leyó un artículo de Alberto Solís publicado en la sección Cultura del diario Milenio, sobre el proyecto de Rescate y Difusión del Archivo Tomás Montero Torres, gracias al apoyo del Fonca. Desde entonces nos ha brindado su apoyo en esta tarea compleja y de largo aliento de forma absolutamente generosa, tanto al compartir sus recuerdos como con su vocación de investigador y su talento. En el archivo nos sentimos honrados con esta colaboración suya.
Sabes que estás frente a un fotógrafo de vuelos artísticos por el inmenso paréntesis que se abre al mirar sus placas. Por la vertiente de preguntas que se esparcen en torno a sus imágenes y por el deseo de interrogar a esa luz que robó para nosotros el alma de hombres, mujeres y cosas. Luego, el ojo, que se vuelve una intención a través de una lente, va revelando una escena, una secuencia urgida por moverse; por oler; hablar; carcajearse y maldecir en ese rumor inconfundible de las piqueras de todo el mundo. Tomás Montero, un imaginero que pudo perderse en el olvido, vuelve al encuentro de los ojos en un tiempo signado por la saturación visual, por la polisemia y el vacío. Para un amante de la ciudad como yo, devoto del olvido, sus impresiones sobre el bajo mundo de las cantinas y pulquerías del México de la posguerra es un excelente pretexto para incrementar el ruido. Así, desde el inefable tufo de las pulquerías, hasta el pulcro lienzo digital, vienen estas imágenes que burlaron su destino de extinguirse en el cruento mundo analógico. En esta serie, un ojo diestro en la mirada furtiva se aventura con su cámara a los bajos fondos, siempre generadores de imágenes dramáticas.
“Mejor aquí que enfrente”; rezaba el mítico letrero de una “pulcata” que por años brindó sus mejores néctares frente al panteón de Dolores, en la Ciudad de México. Aquí, es un instante en el que el regusto de maguey, caña o cebada se interna en el cuerpo para romper la tarde, para recuperar la dignidad perdida y desafiar la vida cotidiana de los barrios poblados de chinas y tarzanes. Aquí, es esa mirada de reto y pavor que inquietó tanto a Octavio Paz cuando trató de descifrar el alma mexicana y que nos contempla desde el pequeño submundo que empieza donde acaba la calle y llega hasta la barra (en tiempos en que estos lugares no cerraban sus puertas, ni excluían a soldados, mujeres y boleros). Aquí, es un viejo, elegante en sus andrajos, que toma pulque en jarro mientras cuida a su nieta, contemplándola desde la embriaguez (no es metáfora); El peladito, mestizo excluido del milagro mexicano, ocupado en mal vivir en algún oficio, alternado con algo de ratería, fuma y bebe con sus “trapos” supervivientes.
La serie de Montero nos muestra unos pocos signos de distinción en los bebedores: en casi todos ellos el bigote y en muchos el pelo engominado a lo Artaud. En las mujeres el chongo, hecho de trenzas, siempre, no sé por qué muy chino. El pachuco se presiente en estos lugares. Una mujer de vestido floreado y saco (ya sé que lo estás viendo) hurga la ropa de trabajo de un joven que bebe pulque sin atenderla; más tarde ella misma bebe un tornillo; la hija de ambos mira todo con asombro y moños en el pelo. Otra señora da el último trago, desafiante, a una “anforita”, mientras carga a su niño.
Dos jóvenes inquietantemente adolescentes bailan su romanza afuerita de una cantina. El tendajón que vende espíritus y aguardiente empareja al cargador de guaraches y al burócrata de sombrero Panamá y tímida corbata. La vida pasa aromada de pulques y aguardientes.
Tomás Montero eligió el espacio más histriónico de su momento para robarse un puñado de imágenes que nos dicen que algunas cosas no cambian tan rápido como queremos creer. Me sorprende en la serie la presencia de los niños en el entorno de los antros a pie de calle del siglo pasado, era claro que estaban muy integrados al devenir cotidiano (tanto los antros como los niños y entre ellos). Tengo la impresión de que hay algo fundamental que sigue fijo: la vida cotidiana sólo es tolerable con al menos una parada al día para ingerir una bebida espirituosa. La cantina rompe el día y expande, al ritmo de los tragos, el alma furibunda. Una pequeña retribución, quizá un venganza por los traumas del barrio.
La fotografía sepia surge así como un enjambre de preguntas, como el punto visible de un momento del que queremos saber más. El maestro es quien nos propone un entorno y una historia por una imagen fija, lo demás hay que hacerlo cada uno. Esta serie, afortunadamente libre de antropologismo costumbrista, de “testimonio”, es pronto alcanzada por una intención más profunda: la aprehensión de un estado de gracia; su escenografía y sus personajes centrales. En este caso anónimos, desplazados de la narración principal de un desarrollismo progresista que sigue provocando bostezos al fondo de la pulquería.
(*) Joao Barrera es Director de CRC Consultores en Comunicación y Relaciones Públicas, practica una poética que es prodiga en historias sublimes y es, sobre todo, un entrañable amigo. En el Archivo Tomás Montero Torres agradecemos de corazón su colaboración.
En estos días, la Compañía Mexicana de Aviación ha vuelto a ser centro de las noticias del ámbito económico por su inminente regreso a la industria aeronáutica. Aunque varios expertos han efectuado, recientemente, cronologías de los rescates financieros a que se ha visto obligada esta empresa, resulta un aliciente para la aviación en México que exista un conjunto de esfuerzos -gubernamentales, de inversionistas, de pilotos, sobrecargos y demás empleados- por mantener en el aire una aerolínea con 89 años de historia…
Como una muestra de estas casi 9 décadas en activo, periodo en el que los avances en tecnología y seguridad también han impactado fuertemente el universo de la aviación, compartimos con ustedes una serie de imágenes singulares tomadas por Tomás Montero Torres. Dan cuenta de la forma en que, hasta hace unos lustros, Mexicana de Aviación iluminaba las pistas para hacer visibles a sus pilotos el camino preparado para su aterrizaje:
Conocidos como “Antorchas”, estos rústicos instrumentos de iluminación exigían, sin duda, una gran destreza para lograr aterrizajes seguros…
Esperemos que en la nueva etapa de operaciones que está por iniciar, Mexicana de Aviación aquilate con creces la experiencia y navegue con luces que la guíen a mejor destino.
María Luisa Butzmann Gómez, oriunda de Durango y con raíces germanas por su padre, cumple este 3 de febrero 90 años. Una larga vida hilvanada -como muchas- por una serie de acontecimientos al azar y profundos afectos. Se conserva hermosa, con una inteligencia ávida y grandes memorias por compartir. Anhelaba que llegara este día y celebrar en familia, lo cual es una suerte de prodigio que se realizará gracias a su magia, porque de 6 hijos se dieron 19 nietos y luego estos se han venido multiplicando hasta contar, a la fecha, con 22 bisnietos. Tiene muchos dones y hay que darle gracias por una infinita lista de momentos, experiencias y generosidades: desde existir, sin ir más lejos, pero también su caldillo duranguense, el intercambio intenso de libros, los diálogos agudos sobre el acontecer diario, su mirada que lo dice todo, ser ejemplo como mujer profesionista y comprometida, nuestro intrincado árbol genealógico, el coraje que surge por todo lo injusto, el gusto por los viajes, la incuestionable afición por el chocolate, una historia familiar de película -o casi-…
El día de su fiesta, cada miembro de este complejo entramado sanguíneo le dirá en cercanía sus particulares razones para quererla: “Madre”, “Jefecilla”, “Mamá”, “Madrecita”, “Abue”, “Abuelita”, y en tiempos más recientes “Lulú” en voz de sus bisnietos más chicos, palpará el amor y hará que la cobije más allá, mucho más allá del convivio…
Yo la quiero por mucho, y ya se lo soplaré en el oído, pero aquí le reconozco infinitamente el haber sido esposa y cómplice de mi abuelo y, entre muchas cosas, haber conservado intacto su archivo fotográfico tras su muerte y por más de cuarenta años, porque lo representaba, porque viste su dedicación y guardarlo era quedarte con una parte viva de él… Gracias por eso, y gracias, mil veces más, por la confianza al dárnoslo y permitirnos adentrarnos en ese mundo que compartieron y que hoy estamos aquí difundiendo. ¡Felices 90 abuelita, te quiero mucho!
Fue un obsesivo hacedor de imágenes, con su frenética y puntual pluma las inmortalizó en su uehacer poético, y lo llevaron a obtener el Premio Nobel de Literatura en 1990. Es el único mexicano que ha ostentado este reconocimiento en el mundo de las letras. Octavio Paz (1914-1998), poeta, escritor, ensayista, diplomático mexicano y miembro del Colegio Nacional, cuyo semblante, desde muy joven y hasta sus últimos años de su vida, fue blanco de los grandes maestros de la lente.
Reconocidos fotógrafos de la talla de Lola y Manuel Álvarez Bravo, Héctor García, Rogelio Cuéllar, Paulina Lavista, Juan Miranda, y la esposa del poeta, Marie-José Paz, fueron algunos de los que lo plasmaron con sus miradas; pero recientemente fueron encontradas nuevas impresiones del maestro poeta, salidas de la cámara de Tomás Montero (1913-1969).
Al parecer fueron un par de sesiones, en las que el moreliano Tomás Montero trabajó con el escritor como modelo, probablemente fue en la década de los años 40, cuando aparece un joven y elegante Paz, con la seriedad que lo caracterizó en la mayoría de sus múltiples retratos; aunque hay una imagen de Montero donde el poeta no sólo sonríe sino que, como en pocas imágenes, abre los labios y deja ver el gesto hasta los dientes.
Probablemente fue el sentido del humor que los que conocieron a Montero dicen caracterizó al fotógrafo, lo que hizo que Paz, aún sin ver a su retratista directamente, se relajara como en pocas imágenes; dejando de lado la solemnidad y la pose de gran pensador que en la mayoría de las fotografías conocidas lo caracterizó.
Octavio Paz
Octavio Paz
El autor, considerado como uno de los escritores hispanoamericanos más importantes del siglo XX, escribió alguna vez en un ensayo del libro El arco y la lira, que: “La imagen reconcilia a los contrarios, más está reconciliación no puede ser explicada por las palabras – excepto las de la imagen que ha cesado ya de serlo. Así la imagen es un recurso desesperado contra el silencio que nos invade cada vez que intentamos expresar la terrible experiencia y de nosotros mismos…”
Además de obtener el Nobel, el autor de la poesía Piedra de sol fue galardonado con otros premios como el Miguel de Cervantes, el Internacional Alfonso Reyes, el Internacional Menéndez Pelayo y también fue nombrado Miembro de Honor de la Academia Mexicana de la Lengua.
El escritor nos deja leer, en ese mismo ensayo donde habla de la imagen poética pero que bien podría servir para contextualizar su relación vivencial con los retratos, lo siguiente: “Y el hombre mismo, desgarrado desde el nacer, se reconcilia consigo mismo cuando se hace imagen, cuando se hace otro. La poesía es metamorfosis, cambio, operación alquímica, y por eso colinda con la magia, la religión y otras tentativas para transformar al hombre y hacer de ‘este’ y de ‘aquel’ ese ‘otro’ que es él mismo…”

(*) Alberto Solís es colaborador de Milenio Diario y periodista cultural independiente para otras publicaciones. En el Archivo Tomás Montero agradecemos en lo profundo su valiosa participación en este blog.
Un 13 de enero, pero de 1974, falleció en la Ciudad de México Don Salvador Novo, quien fuera miembro del grupo de Los Contemporáneos y miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua.
Reconocido como un prolífico cronista e historiador, fue también un talentoso poeta, ensayista y dramaturgo. Como creador tuvo un impulso vital que se manifestó de múltiples maneras: con Xavier Villaurrutia fundó el teatro experimental Ulises y la revista Los Contemporáneos; más adelante participó activamente con Carlos Chávez en la conformación del Instituto Nacional de Bellas Artes, y hacia los años cuarenta, al elegir como lugar de vida el tradicional barrio de Coyoacán, abrió un pequeño teatro bajo el nombre de La Capilla.
Para recordarlo en esta fecha emblemática, compartimos algunas de las numerosas imágenes que de él se conservan en el Archivo Tomás Montero Torres, así como dos de sus exquisitos poemas… ¡Disfruten!
Este perfume intenso de tu carne no es nada más que el mundo que desplazan
y mueven los globos azules de tus ojos
y la tierra y los ríos azules de las venas que aprisionan tus brazos.
Hay todas las redondas naranjas en tu beso de angustia
sacrificado al borde de un huerto en que la vida se suspendió
por todos los siglos de la mía.
Qué remoto era el aire infinito que llenó nuestros pechos.
Te arranqué de la tierra por las raíces ebrias de tus manos
y te he bebido todo, !oh fruto perfecto y delicioso!
Ya siempre cuando el sol palpe mi carne
he de sentir el rudo contacto de la tuya
nacida de la frescura de una alba inesperada,
nutrida en la caricia de tus ríos claros y puros como tu abrazo,
vuelta dulce en el viento que en las tardes
viene de las montañas a tu aliento,
madurada en el sol de tus dieciocho años,
cálida para mí que la esperaba.
Hoy no lució la estrella de tus ojos.
Náufrago de mí mismo, húmedo del brazo de las ondas,
llego a la arena de tu cuerpo
en que mi propia voz nombra mi nombre,
en que todo es dorado y azul como un día nuevo
y como las espigas herméticas, perfectas y calladas.
En ti mi soledad se reconcilia
para pensar en ti. Toda ha mudado
el sereno calor de tus miradas
en fervorosa madurez mi vida.
Alga y espumas frágiles, mis besos
cifran el universo en tus pestañas
-playa de desnudez, tierra alcanzada
que devuelve en miradas tus estrellas.
¿A qué la flor perdida
que marchitó tu espera, que dispersó el destino?
Mi ofrenda es toda tuya en la simiente
que secaron los rayos de tus soles.
Una amistad sin sombras contrasta con las luces y sombras de la fotografía de Tomás Montero Torres (1913-1969), michoacano universal, que en esta breve muestra nos ofrece parte de su legado.
Un alto en el camino, y Manuel Gómez Morin continúa trabajando en su libreta de notas.
En un breve descanso de las intensas jornadas de campaña, Efraín González Luna saborea una suculenta comida campestre.
Efraín González Luna, en uno de sus muchos traslados durante la campaña presidencial de 1952.
Durante el cierre de campaña presidencial de 1952, con un discurso vehemente, impulsa a la ciudadanía.
Reunión de grandes amigos: Carlos Septién García, fundador de la revista La Nación, y Luis Calderón Vega, cronista e historiador del Partido Acción Nacional.
1942, el joven reportero Manuel Buendía, en los tiempos en que aprendió de Carlos Septién García el arte del periodismo.
Rosario Castellanos, en 1941, cuando comenzaba a darle a México la finura de su pluma desde la revista La Nación, junto a sus maestro Carlos Septién y Alejandro Avilés.
Un muy relajado Pedro Infante durante una de sus grabaciones en los Estudios Peerlees.
Aún bajando del avión, Pedro Armendáriz irradia esa simpatía que lo caracterizó.
Estas imágenes forman parte de la exposición “Tomás Montero Torres, una imagen de México…”, que se presentó del 9 al 18 de diciembre en la Librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica, en el marco de la presentación de la serie de libros Una amistad sin sombras, que reúne el intercambio epistolar entre Manuel Gómez Morín y Efraín González Luna.
Aquí pueden ver algunas escenas del montaje y del día de la inauguración, donde, entre otros, estuvo presente el maestro Hugo Gutiérrez Vega:
(*) La selección y notas de esta exposición estuvieron a cargo de Gerardo Ceballos, Director del Centro de Estudios, Documentación e Información del Partido Acción Nacional (CEDISPAN).
En esta imagen de Tomás Montero Torres podemos ver al muralista potosino Fernando Leal (1896-1964), en pleno acto creativo. Autor de los seis frescos que se encuentran en la Capilla del Cerrito, conocidos en conjunto como Milagro Guadalupano, perteneció a la corriente conocida como muralismo, aunque sus trabajos se distingieron del resto por desligarse de los motivos de carácter socio político.
La obra, que se localiza en primera capilla construida en el Tepeyac, en 1526, está integrada por: 1) La doctrina en Santiago Tlatelolco, 2) Primera aparición, 3) Primera entrevista de Juan Diego con el obispo Zumárraga, 4) La curación de Juan Bernardino, 5) El milagro de las rosas y 6) La aparición en el ayate. Al parecer pasajes inspirados en un antiguo texto de nombre Nican Mopohua, atribuido al sabio indígena Antonio Valeriano.
En tiempos de la Nueva España, esta capilla estuvo consagrada a San Miguel Arcángel, quien está siempre protegiendo a la Virgen (Apocalipsis 12, 7), y quien, según la tradición novohispana, fue quien bajó del cielo a la tierra el retrato de la Virgen. En su momento fue patrono de la Ciudad de México. Actualmente la Capilla es un Convento Carmelita de enclaustro.
Estos murales se hicieron en 1947, y cabe destacar que acaban de ser restaurados por la Basílica de Guadalupe, con el apoyo técnico del Centro Nacional de Conservación y Registro del Patrimonio Artístico Mueble del Instituto Nacional de Bellas Artes. Vale la pena visitarlos por el gran detalle y colorido que tienen.
Otras obras realizadas por Fernando Leal son La visión de Santo Domingo, El triunfo de la locomotora y La edad de la máquina en la ciudad de San Luis Potosí; además, Los danzantes de Chalma en el Colegio de San Ildefonso y La escala de la vida en la Secretaría de Salubridad y Asistencia en la Ciudad de México, hoy perdida. Leal, además de murales, trabajó grabados en madera y litografías en la Escuela de Pintura al Aire Libre, así como pinturas al óleo, pastel y tinta china.
En l948, la bailarina Katherine Dunham fue invitada a México para presentar a su compañía de danzas primitivas del Caribe en el Palacio de Bellas Artes. Dunham era una famosa bailarina, coreógrafa y profesora afroamericana que en l940 fundó su propia escuela de danza negra con el espectáculo Topics and the Jazz Hot: From Haití to Harlem, que incluía todo tipo de danzas afroamericanas, desde el jazz hasta las danzas rituales primitivas. Tuvo tanto éxito en Bellas Artes que la compañía permaneció en México por más de dos meses.Un entrañable amigo de la Dunham era sin duda Miguel Covarrubias: Para Miguel la danza era mucho más que un simple arte de la interpretación. Cuando me reunía con él nunca dejó de relacionar a la danza con la espiritualidad, expresó en una entrevista Katherine Dunham a Adriana Williams, biógrafa del primero.
En efecto, Miguel Covarrubias, desde que llegó a Nueva York a los 19 años se convirtió de inmediato en un aclamado miembro de la élite artística e intelectual de Manhattan. Pero fue Harlem lo que lo cautivó. Descubrió el alma del barrio negro, la otra ciudad de Nueva York. Era frecuente encontrarlo sentado en la mesa de algún club nocturno de Harlem dibujando cientos de bosquejos de los bailarines y coristas, bosquejos que más tarde, muchos de ellos, se convertirían en pinturas maravillosas.
Miguel Covarrubias tenía la facultad de capturar en sus dibujos la ilusión del movimiento. Una de sus genialidades era poder visualizar con sus trazos la música y el baile de los afroamericanos de Harlem. La aportación de Covarrubias en el Renacimiento de Harlem fue una importantísima vivencia en su amplia carrera dedicada al fomento de las historias artísticas y culturales de diversos pueblos de color.
En una fotografía de la serie tomada por Tomás Montero Torres en un cóctel para la compañía de danza de Katherine Dunham durante su temporada en México, aparece Salvador Novo. En el periódico Novedades del 21 de septiembre de l950, cuando Miguel Covarrubias trajo a México a la compañía de José Limón, en su calidad de jefe del Departamento de Danza de Bellas Artes, Novo escribió: Esta espléndida temporada de danza se la debemos a Covarrubias. Desde la primera noche, los amantes del ballet clásico dieron su aceptación a los bailarines descalzos y olvidaron el general rechazo a los movimientos acrobáticos de la danza moderna.
(*) Agradecemos la cálida participación de María Elena Rico Covarrubias, sobrina y titular de los derechos de las obras de Miguel Covarrubias, quien además es una destacada periodista de temas internacionales y amplios, en cuya trayectoria hay entrevistas a personalidades de la talla de Salvador Dalí.
PRIMERA REVELACIÓN
LA CHAYOTA: La vida no es mucho. Sólo cinco fotos.
Destello de luz. Flashazo de lámpara al tomar fotografías.
ROSARIO: Primera fotografía: Álbum de familia: Los Castellanos: Mi padre: El ingeniero Don César, 42 años, un hombre de amplia cultura, heredó dinero y poder político. Mi madre: Doña Adriana Figueroa, 22 años, apenas poseía los conocimientos elementales. Su matrimonio fue producto de una negociación y no del enamoramiento o el libre albedrío. Los apodaban “los quedados”. Mi hermano menor: Mario Benjamín, Minchito, murió siendo niño, mis padres se abismaron en un duelo desmesurado… y yo. Estamos en Comitán, en la finca El Rosario.
BELLA DAMA SIN PIEDAD: Segunda fotografía: Su nana Rufina, una mujer tzeltal picada de viruelas, le está enseñando su lengua en la cocina de su casa en Comitán.
LA CHAYOTA: Tercera fotografía: Su amiga Lolita Castro, un grupo de amigos y Rosario, afuera del edificio de Mascarones, en la Facultad de Filosofía y Letras. Ahí están sus amigos nicaragüenses: Ernesto Cardenal y Ernesto Mejía Sánchez. ¡También Carlos Illescas y Augusto Monterroso! ¡Qué época!
ROSARIO: Cuarta fotografía: El día de mi boda con Ricardo Guerra.
BELLA DAMA SIN PIEDAD: Quinta fotografía. Su hijo Gabriel y Rosario en Jerusalén.
LA CHAYOTA: ¡Hay una foto más!
BELLA DAMA SIN PIEDAD: No recuerdo haberme tomado esa foto.
ROSARIO: ¿Qué hace mi nombre tan grande en la marquesina del cine Lido?
BELLA DAMA SIN PIEDAD: No es el cine Lido. Ahora es una librería del Fondo de Cultura Económica.
LA CHAYOTA: Y lleva tu nombre.
ROSARIO: ¡Qué desperdicio! Ponerle el nombre de una venida a menos a una librería!
BELLA DAMA SIN PIEDAD: Extraña esencia la tuya, Rosario.
ROSARIO: ¿Por qué? Para mi escribir ha sido, más que nada, explicarme a mí misma las cosas que no entiendo. Nunca me sentí excepcional.
BELLA DAMA SIN PIEDAD: Pues aunque nunca te hayas sentido excepcional, serás recordada Rosario Castellanos.
ROSARIO: Yo no entiendo el descubrimiento de una vocación literaria como un acto de la inteligencia a la que se le revela un hecho que hasta entonces había permanecido oculto y que, a partir de entonces, queda expuesto a la evidencia, sujeto a las leyes del desarrollo, tendiendo siempre a la consecución de la plenitud. No, yo entiendo el descubrimiento de una vocación literaria como un fenómeno que se sitúa en estratos mucho más profundos, mucho más elementales del ser humano: en los niveles en los que el instinto encuentra la respuesta, ciega pero eficaz, a una situación de emergencia súbita, de peligro extremo. Cuando se trata de un asunto de vida o muerte en que una persona se juega todo en una carta… y acierta.
BELLA DAMA SIN PIEDAD: Eres un caso insólito en la literatura mexicana.
ROSARIO: ¡Y en mi familia lo soy aún más!
(*) Fragmento de una lectura dramatizada realizada el 2 de agosto de 2009 en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, que se reproduce con autorización de la autora.
(*) Fecunda, creativa, hermosa y extraordinario ser humano, Elena Guiochins también es dramaturga, directora escénica y docente. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Autora de más de quince obras teatrales, casi todas publicadas y estrenadas, entre las que destacan: Mutis, Plagio de palabras, Juan Volado, Bellas Atroces, Caída Libre, Desmontaje Amoroso y Prendida de las Lámparas. Acreedora (en dos ocasiones) del Premio Oscar Liera y también del Premio Nacional de Dramaturgia para niños, entre otros. Como dramaturga ha participado en diversos Festivales Internacionales como la Mousson d`eté, y el Neue Dramatik de la Schaubühne. Ha sido becaria del Fonca en varias ocasiones y de programas de Residencia Artística en Canadá y E.U. Recientemente participó en el programa de intercambio con el Lark Play Development Center en Nueva York.