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Leer la lista de películas que produjo CLASA en su larga historia, es como una guía mínima del cine máximo que México realizó antes de la reciente ola de nueva producción que ha ganado laureles internacionales: “Ojos tapatíos”, “Doña Bárbara”, “El Corsario Negro”, “La barraca”, “Encadenada”, la enorme “Salón México”, “Peregrina”, “Viajera”, “Tequila” y “La tarea”, entre muchas otras. Títulos que son parte del registro emocional e imaginativo de lo que los mexicanos somos, sentimos, pensamos y, también, de lo que soñamos.
En esta colección de fotos no vemos a las grandes estrellas, que son parte de otro brillante legajo del Archivo Tomás Montero Torres, sino a los soldados de a pie en ese ejército de artesanos que contribuyen a la existencia del cine.
A pesar de lo que las tías solteronas piensan de nosotros, los profesionales que nos dedicamos al cine no trabajamos (todos) vendiendo palomitas o robándole besos a las boleteras, sino que la industria se integra por una amplia variedad de profesionales que, atrás del juego de sombras magníficas que son las películas, ponen cuidado y paciencia en la edición, corte, mezcla sonora y –antes, nostalgia aparte– en los procesos de revelado fotoquímico e impresión de negativos que, al final, cuando la lamparita parpadea a sus rigurosas veinticuatro veces por segundo, nos abren la puerta a mundos diferentes.
El implacable avance de la tecnología le da un valor adicional al registro que Tomás Montero dejó de esas especialidades industriales. En un mundo digital, donde millones de minutos por día se producen y suben fácilmente a toda clase de sitios web y redes sociales, el cuidado y dominio técnico que se adivina en estas fotos queda grabado para siempre.
En esos tiempos, las cámaras eran unos artefactos inmensos, construidos con acero y lámina, insonorizados con pesadas mezclas de hules, que requerían a tres o cuatro personas solo para moverlas de sitio.
Mirar a través del visor para encuadrar requería de una habilidad especial, porque las cámaras no tenían sistemas que permitieran ver exactamente el cuadro que se filmaba, sino que hacían uso de visores de paralaje.
Nuestros tiempos, veloces como un tren sin freno, permiten que editemos una película entera desde la comodidad de un escritorio, con las sencillas acciones de presionar una tecla, colocar el cursor de la computadora aquí o allá, pero en las fotos de esta colección vemos a una cortadora de negativos, una especialista en mirar los pequeños cuadros que formaban las escenas, colocar una navaja o tijera en la posición correcta, y snip-snip, cortar la imagen, dejando dentro todo lo que contaba la historia y fuera todo lo superfluo.
Por cierto, también sirven las fotos para llevar un registro de los lugares que ocupaban mujeres y hombres en esa industria ya desaparecida.
Las manos pequeñas, finas y con dedos más delgados de las mujeres se prestaban magníficamente para manipular, cortar y pegar negativos; es así que la mayoría de las mujeres que trabajaron en ese tiempo lo hacían en los laboratorios o los cuartos de edición.
Los hombres, a quienes la sociedad de la época consideraba más fuertes, se encargaban de las pesadas máquinas de rodaje y de los brutos, reflectores enormes que recibieron ese nombre precisamente porque su tamaño y peso requería de mucha fuerza bruta para cargarlos.
Así, las fotos nos enseñan también una estratificación social, basada en roles tradicionales desempeñados por cada sexo, que afortunadamente hoy han sido desbordados por una realidad en la que las mujeres aceptan y dominan gustosas las actividades que requieren fuerza bruta.
Esta parte de la colección amplísima de fotos que dejó tras de sí Tomás Montero es un magnífico testimonio de la existencia de esos que somos los que trabajamos en el cine, recuerdos del mismo cartón-piedra con el que jugamos a reconstruir al mundo.
De nosotros no queda más que un titubeante parpadeo en la fugacidad del espíritu humano, una sonrisa, una lágrima, un recuerdo y aquí, pruebas tangibles de que existimos; pero de ellos, de los que aparecen en estas fotos, ha quedado un registro permanente que les sirve de homenaje.
(*)Hugo Villa Smythe ha estado involucrado en el medio cinematográfico desde la edad de 12 años, tanto detrás de cámaras como productor y promotor. Su trayectoria incluye documentales, así como producciones de carácter educativo o industriales, tanto nacionales como internacionales. Se ha desempeñado como subdirector del Instituto Mexicano del Cine. Actualmente es productor del Festival Internacional de Cine de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, cuyos ejes rectores son Identidad, Sociedad y Medio Ambiente. Para el equipo del Archivo Tomás Montero Torres es un gran honor tenerlo como colaborador para ahondar en torno a los emblemáticos estudios cinematográficos CLASA.
Le advertían: “La gente de San Martín de Bolaños es muy maldosa, no vaya usted”. En 1936, además, un hombre joven corría el riesgo de morir de aburrimiento en ese lugar. Pero él fue. Y se quedó, y ni la muerte lo ha podido sacar. Sus restos están a un costado del altar. Su foto preside paredes y repisas en innumerables hogares. Algodones con su sangre y restos de su ropa se guardan en petaquillas y su sola mención provoca una plática amigable que se sazona con anécdotas, realidades y leyendas en torno al cura que, para un puñado de habitantes de este cañón, no requiere del visto bueno del Vaticano para ser santo… Un santo hace milagros y él aquí los ha hecho, dicen.
Este cura también gana adeptos fuera del contorno religioso. Si un sacerdote-piloto aviador recibiría cientos de likes en Facebook, imaginen hace 60 años. Pero no era un piloto por afición, sino uno ante la necesidad de llevar la fe hasta los confines de su parroquia y porque en la avioneta trasladaba enfermos graves a Guadalajara o a Zacatecas, o para llevar medicamentos al pueblo. Mientras la Secretaría de Salud Jalisco ha negado recientemente la solicitud de un helicóptero para el norte del Estado, la zona más alejada y pobre, en los años cincuenta un solo hombre, no una institución ni un gobierno, lo hizo. Se les adelantó y aún ahora sirve de ejemplo para contrastar entre el querer y el hacer.
Emeterio Jiménez Martínez es el personaje. Llegó a San Martín de Bolaños, Jalisco, en 1934, estuvo un año, al siguiente lo mandaron al Teúl, Zacatecas, y quiso regresar en 1936 para nunca más abandonar esta comunidad. Aquí está parte de su historia: Nació en el rancho de La Escondida, municipio de Encarnación de Díaz, Jalisco, en 1909, hijo del agricultor Higinio Jiménez y de la ama de casa, Francisca Martínez. El tercero de siete hijos cuyos padres criaron apegados a la disciplina católica: “Si quehacer estaba haciendo (mi madre), ahí nos estudiaba el catecismo”, comentaba su hermana Pascuala, en tanto que su padre no dejaba pasar el día sin rezar el Rosario. Niño atrabancado, él y su hermano cuidaban los becerros, vieron un panal de miel y Emeterio insistió en bajarlo, pero pronto tuvieron que tirarse al suelo acosados por los moscos.
En un boletín escrito en 1970, a propósito de las bodas de plata del Colegio de San Martín de Bolaños, se rescata un poco de historia del municipio y aparece una cronología del cura Emeterio, nuestro personaje; ahí se cuenta que pudo ir a la escuela hasta los 11 años por iniciativa de la señorita Ma. del Refugio Alba: cursó dos años en la escuela parroquial de Encarnación de Díaz y después pasó al preseminario de Lagos de Moreno. En 1924, a la edad de 15 años ingresó al Seminario Diocesano de Guadalajara, sus años de estudio coincidieron con la Guerra Cristera; en este boletín se dice que no pocas veces los alumnos corrían a esconderse ante la llegada de las fuerzas federales y que este joven, incluso, llegó a ser encarcelado.
Como alumno no fue brillante, según sus calificaciones, pero en la etapa escolar mostró características que luego se manifestaron en el clérigo, como su carácter alegre (animó a sus compañeros para tomarse una foto grupal en la que se vistió con capa, como si fuera el superior del seminario), además de la imprudencia de la juventud (le gustaba la velocidad arriba de su bicicleta. Un día chocó contra un poste, quedando golpeado y con la cara sangrante).
Se ordenó sacerdote el 26 de mayo de 1934, y de inmediato fue nombrado vicario cooperador de la parroquia de San Martín de Bolaños, donde estaba como cura Ángel Valdés, hermano del padre Nicolás, excelente historiador que tanto hizo por el archivo de la Diócesis de Guadalajara y por el conocimiento histórico del norte de Jalisco. Después lo mandaron al Teúl, Zacatecas, pero en menos de un año regresó a San Martín. El mismo arzobispo de Guadalajara, José Garibi Rivera, lo nombró párroco y le dio posesión de su iglesia en visita pastoral.
El cañón de Bolaños es puerta de entrada a la sierra madre occidental, por el lado de Jalisco donde la etnia wixárika tiene su territorio. Alineados en torno al río, que luego baja al río Santiago, se encuentran Bolaños, Chimaltitán y San Martín de Bolaños, tres de los 10 municipios que conforman el norte de Jalisco, una región históricamente aislada. Contrario a Bolaños, que ha vivido distintos momentos de esplendor por la explotación de sus minas desde la época colonial, San Martín siempre quedó al margen sin más atractivo que sus paisajes. Alejado, apenas se le conectó a Guadalajara con asfalto a principios de los años 90. El pueblo colinda con los estados de Zacatecas y Nayarit, y con los municipios jaliscienses de Tequila y Hostotipaquillo, sin embargo, para llegar a estos se debe atravesar la sierra en un caminar de varios días. Su altura es de 800 metros sobre el nivel del mar y de acuerdo con el Censo del 2010, tiene 3,405 habitantes. Hasta acá llegó el sacerdote Emeterio con el entusiasmo de sus 27 años de edad.
El bochorno de las 3 de la tarde hace imaginar que se está en la antesala del infierno. Es un calor seco, encajonado, sin corrientes de aire y cuando estas llegan ya se han calentado en el camino. La sombra de los árboles son el mejor refugio; debajo de uno, en el patio de su casa, doña María de Jesús Arellano Cortez atrae sus recuerdos. “Llegó sin nada, el pobre. Muy joven, alto, moreno; bien guapo”. Quienes dan testimonio son las personas de 70 y más. Doña María de Jesús con mayor razón: tiene 92 años y el cura la casó y le bautizó a sus hijos.
“La gente de San Martín de Bolaños es muy maldosa, no vaya usted a allá”, le decían, pero él les contestaba, “yo quiero ir, a ver si puedo regenerarlos”. Una comunidad lejana con gente tosca. Personas armadas con ganas de usarlas en los muchos bailes que terminaban en reyertas con difuntos; ni el alzacuellos era un salvoconducto, bien que lo recuerda doña María de Jesús. El boletín escrito en 1970 también lo consigna: “No fue bien aceptado, al contrario, (fue) rechazado y hasta amenazado varias veces con armas de fuego y otras fue obligado a salir del pueblo, pero él jamás se vio preocupado (…) su espíritu optimista lo hacía repetir, si no hay dificultades, no sirven las cosas”.
Emeterio Jiménez llegó a San Martín en los años posteriores a la Guerra Cristera (1926-1929) y al Rescoldo. Contrario a otras regiones donde la disputa fue entre grupos católicos contra las fuerzas gubernamentales, en la zona norte de Jalisco el conflicto tuvo rasgos de guerra civil, como lo ha señalado el historiador Jean Meyer. “Como ya había un principio de reforma agraria, había una base de agraristas —a la que el gobierno le dio armas—. El Ejército federal los metía a la vanguardia, decía, ellos conocen el terreno, la gente, y eso le dio a la Cristiada una dimensión de guerra civil que no tiene en los Altos de Jalisco. En los Altos fue más unánime, mientras que en esa zona… el padre Nicolás Valdés nos contaba de su propia familia de un padre cristero y de un hijo gobiernista (…) eso le da al conflicto una dimensión más trágica”. (La Gaceta, 22 de marzo de 2010).
En el caso del cañón de Bolaños, el gobierno federal incluso incorporó al Ejército a personas de la misma región. José Guzmán Quintero, de San Martín de Bolaños, relata: “Sí, yo era músico con pistola (…) fue el 29 que nos dieron de baja, cuando ya el gobierno dominó al que se les voltió”.
— Usted, ¿cuándo se da de alta en el Ejército?
— En el 27.
— Oiga, pero, ¿cómo peleaban contra los cristeros, creyendo en Dios, si la Guerra era contra la religión?
— ¡Eeeh! Porque sabíamos que eran una bola de bandidos. ¡Qué soldados de Dios ni que la madre! Hacían más crueldades ellos que el mismo gobierno, ¡nooo!, ellos al que agarraban no lo perdonaban, lo hacían pedazos. Luego andaban los “curitas”, no todos, pero sí muchos, con sus dos carabinotas echando bala también (…) Aquí había un cura de apellido Pérez, que era según ellos el coronel de los cristeros. Él ordenaba fusilamientos en masa fueran o no fueran gobiernistas, nomás con que no le simpatizaran… yo soy católico y soy hijo de Dios, pero ya, francamente, a los sacerdotes casi no les creo. No les tengo mucha fe, pues”. (Revista Niuki, número 12).
La Guerra Cristera terminó de manera oficial en 1929 con el arreglo entre el gobierno y la jerarquía católica, sin embargo, parte de la base cristera desconoció el pacto y siguió en armas en los años posteriores, lo que se conoce como el Rescoldo. Jean Meyer ubica el fin definitivo en 1938. Emeterio Jiménez llegó en este contexto a San Martín de Bolaños. Un escenario calientito, con brazas aún rojizas; el recelo hacia su persona, la enemistad o franca antipatía de una buena parte de la población. Por otra parte, del obispado de Guadalajara se advierte un genuino interés por la región norte antes y después de la Cristiada: impulsó de manera significativa la imagen del Señor de los Rayos, en Temastián, y a San Martín mandó un padre joven, activo, carismático. No un intelectual, sino uno que se mimetizara con la población. Incluso, el obispo y posterior primer cardenal mexicano, José Garibi Rivera, fue personalmente a darle posesión de la parroquia.
De parte de Emeterio, en lo íntimo, queda imaginar a un hombre disciplinado y comprometido, que de haber nacido en una región geográfica distinta, de vivir 10 años en Guadalajara, se lanzó a la aventura a una región ignota. Cito otro párrafo del boletín: “Le preocupó grandemente la ignorancia religiosa y la corrupción moral en que se encontraba y para contrarrestarlas se preocupó de formar centros de catecismo, tanto en la población como en los ranchos y exhortaba a sus fieles a dejar toda clase de vicios, en especial los bailes y las embriagueces”. Una problemática concreta, con hombres de carne y hueso, en un lugar y un tiempo específico… sin embargo, ahora sólo se escuchan relatos fantásticos:
Un grupo de hombres lo llevó al charco del Cable, le amarraron una piedras en las manos y en los pies, y lo echaron al agua para que se ahogara. Los hombres abandonaron el lugar con la tranquilidad del deber cumplido. A la mañana siguiente se escucharon las llamadas a misa, los fieles, como de costumbre, se dirigieron a la parroquia, pero también los maldosos con la sorpresa de que él apareció, como si nada, y ofició… Pero no claudicaron. En otra ocasión lo llevaron al panteón y justo cuando le apuntaban para descargarle las balas, les espetó de frente: “¿Con qué me vas a matar?, ¿con ese plátano?”. ¡Y es que el arma se les había convertido en una banana! Estas acciones provocaron que los malosos se hicieran conversos, según la interpretación que ahora se escucha de casa en casa, de calle en calle, de boca en boca. “El padre Emeterio terminó con la violencia poco a poquito, sin que se dieran cuenta. La gente se arrepintió, les quitó los bailes. Ya no fue maldosa y terminó queriéndolo mucho”, me dice la señora María de Jesús Arellano, sentada en una silla de plástico junto a la puerta de su recámara; al fondo se aprecia la foto del cura, posiblemente de recién llegado por los rasgos de su cara.
Dentro de sus logros en los 18 años en que vivió en este lugar, se encuentra la fundación del Colegio con la ayuda de las religiosas. Los primeros años, las clases se daban a un costado de la iglesia. “Como él no ha habido otro”, comenta la viejecita. “Era un líder. Nos hacía muy participativos, había adoraciones, vela perpetua, sagrado corazón. Un hombre muy carismático y entregado a su trabajo, desprendido e inteligente. No se quejaba del calor ni de nuestra pobreza. Decía: los frijoles son buenos compañeros de la tortilla… No saben lo que tienen”, nos dijo un día el obispo. La viejecita va más allá: “Él iba caminando, pero (en realidad) iba volando”.
Conocí a Emeterio Jiménez en la casa de Ignacio Sandoval Macías. Estaba dentro de un viejo álbum fotográfico, vestido de negro, con zapatos lustrosos, alzacuello y gorro de piloto aviador… estampa distinta a como te imaginarías a un cura de un rancho alejado de la mano de Dios a mediados del siglo XX. Sonriente, lo mismo cuando está al mando de su avioneta que si se encuentra en medio de un grupo de jóvenes y bellas mujeres. ¿Un cura-piloto aviador? ¿Un padre en los cielos de San Martín?
“Era un padre que tenía su propia avioneta”, me dice Ignacio Sandoval con el álbum fotográfico en las manos. “Era un padre millonario”, digo yo. “No, era de familia sencilla”, me contesta mientras pasa las hojas, muestra más fotos y de cada una de ellas tiene un dato que le inspira a regresar al pasado. Su sala está impregnada de recuerdos. “Un día fuimos a Bolaños… El cura era muy bromista. Cuando íbamos en el aire hizo que la avioneta diera un bajón de repente que yo sentí que los huevos se me subieron a la garganta. Él nomás soltó la carcajada, luego retomó la trayectoria y se río todo el camino”. Era bromista con todos. Y como en el chiste de la monja… dijeron que con todos. Cierto día le enseñó su moderna rasuradora a una religiosa, le dijo que era un teléfono nuevo y, como se lo decía el padre, ella quiso llamar a la casa de las madres en Guadalajara. Emeterio permaneció serio, hasta que no pudo contener la carcajada.
Martha Jiménez Martínez es sobrina directa del cura Emeterio. Gran parte de su vida ha sido residente en California (EU), pero de niña vivió en Colotlán y las vacaciones las pasaba con el tío sacerdote. “En una confesión le dije que comía tierra, entonces se me queda mirando muy serio y me dice, condenada chamaca, se lo voy a contar a tu madre”. Sólo de recordarlo, la señora Martha sonríe y también recuerda con simpatía cómo el señor cura se ponía a jugar con sus hermanos en la sacristía; ellos unos niños y él toda una autoridad. “Cuando llegaba al pueblo en su avioneta, antes de aterrizar le daba vueltas, se ponía a cantar y toda la chiquillada salía a las calles -su canción favorita era la de “Cuatro milpas”-. ¡Su voz se escuchaba clarita! Nos quedábamos impresionados que se escuchara hasta el suelo, ¡cómo le hacía!… ahora yo supongo que traería altavoz… pero, no sé… en ese tiempo las personas contaban que el cura se aparecía en dos lugares distintos al mismo tiempo: que estaba confesando en un rancho mientras rezaba el rosario en otro”.
De cómo aprendió a volar, se compró una avioneta de dos plazas y se convirtió en un cura adelantado a su tiempo, es un relato menos sobrenatural. Para quien conoce San Martín de Bolaños imagine las enormes dificultades para salir de ese lugar hacia la “civilización” hace más de 60 años. Quien no ha puesto un pié ahí, piense que en camioneta se necesitaba de un día para hacer el recorrido San Martín-Zacatecas y más de día y medio para llegar a Guadalajara. Eso, en el hipotético caso de contar con un vehículo o tener una ruta de transporte, pero en el primer caso la posibilidad se reducía de manera extrema y la segunda opción era ciencia ficción. Bajo esta circunstancia, los habitantes iban a Guadalajara a lomo de mula o caballo y tardaban casi dos semanas.
Consciente de la necesidad de comunicar al pueblo, Emeterio trabajó para establecer la ruta aérea hacia la capital de estado de Jalisco. Buscó a su amigo el capitán Ángel Chavarría, jefe de la empresa “Transportes Aéreos de Jalisco”, para convencerlo, sin embargo, la propuesta era poco atractiva para el empresario. Entonces la amistad fue parte de la estrategia en la persuasión. El capitán mandó a dos pilotos a conocer la ruta y el lugar propuesto para hacer la rústica pista, en el terreno de La Mesa de la Virgen. Pero había otro problema: el temor a volar. El señor Ignacio Sandoval saca otra imagen del álbum fotográfico. En primer plano se observa un jinete de espaldas y al fondo hombres y elegantes señoritas que abordan la avioneta. En el piso hay muchas piedras. ¿Cómo les quitó el miedo a volar? Don “Nacho” saca las hojas amarillentas del Boletín escrito en 1970, en el que se rescata la “anécdota”: El cura Emeterio organizó una peregrinación a Guadalajara, e invitó también a los feligreses de Chimaltitán y Bolaños, “pero se presentó entonces otra dificultad, la económica, y para ello pidió al capitán Chavarría que de 80 pesos que cobraba por persona, quedara en 20 pesos el viaje redondo, logrando así animar a alrededor de 200 personas a dicha peregrinación: 100 de San Martín y las restantes” de los otros dos municipios. Sin embargo, los pasajeros pusieron una condición: que el cura los acompañara. Y ahí tienen al sacerdote subiendo y bajando de la aeronave, para completar los cuatro viajes de ida, el 5 de abril de 1948, y los cuatro de regreso, el día 8 del mismo mes.
“Desde entonces, no sólo para los de San Martín, sino para todos los de la región, utilizar el avión fue lo más natural”. La ruta comenzó en junio de 1948 con los servicios de carga y de pasajeros.
Si llegar a San Martín era complicado, visitar las rancherías era doblemente complicado. Nuestro personaje se movía a caballo, al primero lo llamó “Lucero” y tuvo un segundo equino llamado “Resorte” y le gustaba andar a la carrera. Pero no le era suficiente. Ya con la avioneta como vía de comunicación, un día en pleno vuelo le comunicó su plan al capitán Chavarría: aprender a volar para llevar la palabra de Dios a todos los rincones del municipio. Se dice que el capitán era serio en exceso, pero ese día sonrió y animó al cura en su objetivo. Más que preocuparse por el permiso de Dios, Emeterio trabajó para conseguir la anuencia de su madre y del obispo; con el prelado fue un poco menos complicado. El 10 de enero de 1949 “empezó a recibir instrucciones del capitán Chavarría, así como de otros dos pilotos que gustosos le ofrecieron su ayuda”. Un mes después realizó su primer vuelo sobre Guadalajara y el primer aterrizaje como examen final, y al hacerlo de forma satisfactoria sus maestros lo bañaron con cerveza, un ritual de la época entre los pilotos. Desde ese día fue capitán piloto aviador con la licencia No. 1590.
El alumno graduado contaba ya con su propia avioneta: una Piper 90, matrícula XB-BUL de 65 caballos de fuerza, de dos plazas, que le había comprado a un amigo, Francisco Fuentes, en 12 mil pesos gracias a la cooperación de sus amistades. Emeterio Jiménez se convirtió en un ejemplar siervo de Dios. A bordo de su avioneta no tenía más límites que las “escasas” 24 horas del día. El obispo llegó a decir que hacía el trabajo de cinco sacerdotes. Los viernes primero, por la mañana, distribuía la ostia en la cabecera municipal y más tarde lo hacía en las comunidades. Los primeros días de la semana confesaba a los fieles de 14 distintas rancherías… Y es que además de la pista principal de San Martín, los campesinos le ayudaron a hacer 14 pequeñas pistas en el mismo número de comunidades y, cuando tenía prisa, llegaba a un rancho y oficiaba misa debajo de las alas de su Piper. “En adelante fue su avión un instrumento para difundir la fe y (para) hacer otros bienes materiales a quienes se lo pedían”, se lee en el Boletín de 1970, valioso documento histórico.
Por si fuera poca la labor de su ministerio, el ciudadano Emeterio hizo de su avioneta una ambulancia que sacaba a los enfermos hacia los lugares donde pudieran encontrar alivio a sus males. Transportaba personas a la pequeña clínica de Colotlán, al hospital de Zacatecas o con los especialistas en Guadalajara. También llevaba medicamentos a su comunidad.
Si por el lado de la fe todavía no lograba la amistad de algunos nativos, que, según le advirtieron en 1936, eran muy maldosos y lo querían matar, 15 años después, con su servicio social desinteresado logró echarse a la bolsa al pueblo entero.
Tomás Montero Torres fue un hombre citadino. Periodista, diseñador, cronista y fotógrafo. Siendo de los primeros miembros del Partido Acción Nacional, creó el logotipo del periódico de ese partido, La Nación. También se le reconoce como uno de los precursores de la fotografía a color en México; con su cámara tomó imágenes de Agustín Lara, María Félix, Dolores del Río, Cantinflas y Pedro Infante; fotografío a Octavio Paz, Rufino Tamayo, Diego Rivera y al Doctor Atl. Hizo ensayos fotográficos del músico Carlos Chávez, del mismo Doctor Atl en el volcán Paricutíny reportajes en la sierra Tarahumara, ente otros. El Archivo de Tomás Montero estuvo guardado 40 años, tras su muerte en 1969. Sus nietas recién heredaron este tesoro visual, de poco más de 80 mil negativos. Martha Montero, una de ellas, se escucha entusiasmada a través de la línea telefónica cuando habla del legado de su abuelo, dice que lo está conociendo por medio de las fotografías. Cada sobre con negativos le depara agradables sorpresas; ella recuerda de manera especial las fotos de un sacerdote-piloto de Jalisco. “¿Qué fue de ese cura?”, me pregunta.
Un día, Tomás Montero Torres se encontró por obra de la casualidad con el cura Emeterio. Como integrante de un equipo contratado para analizar las dimensiones y condiciones de uso de varias pistas de emergencia en el norte de Jalisco, Montero Torres salió de la Ciudad de México en lo que parecía una actividad más. “Empezamos nuestro trabajo en un avión Sesna de cuatro plazas: anotaciones, fotografías y a nuestra vista la montaña abrupta con paisaje de perspectivas que achican la tierra y agigantan nuestro temor al vacío”, escribió el fotógrafo a su regreso a la Ciudad de México. “Abstraídos en reflexiones y arrullados por el suave ronroneo de los motores, llevábamos dos horas de vuelo cuando repentinamente el piloto grita a nuestros oídos, ¡eso parece una pista… pero no es posible, es muy corta y su situación arriba del cerro… la hace peligrosa de usar! Volamos a siete mil pies, descendemos en círculos sobre la cima de la montaña en donde como burda cicatriz distinguimos claramente la posta y al final de ella y protegido por una arboleda, un cobertizo cuyo techo de aluminio nos lanza relámpagos de luz. Mientras tanto, a bordo se busca afanosamente en mapas y listas la ubicación y nombre de esta pista… ¡Nada! No aparece; es totalmente desconocida. Nuestra imaginación nos hace pensar en un campo de aviación clandestino de contrabandistas y aventuras…”.
El equipo se encontró con un hombre joven, risueño, moreno, delgado, estatura mediana, que trabajaba en el motor de una avioneta amarilla de dos plazas. Los capitalinos le hicieron muchas preguntas y él se las contestó una a una, dejándolos con la boca abierta. Tomás Montero advirtió “que el padrecito aviador tenía más jugo periodístico que el descubrimiento de un plantío clandestino de mariguana, y decidió quedarse dos días en aquel misterioso laberinto de cerros y barrancas”. De regreso a la Ciudad de México publicó un fotoreportaje de 12 páginas en la revista Impacto titulado, “La fe en avión”.
El cura Emeterio Jiménez —se lee en la revista— presta un “servicio social tremendo, llevando y trayendo por el cielo consuelo físico y moral a millares de campesinos que viven en pueblos y rancherías a donde sólo es posible llegar a lomo de mula (…) Los propios campesinos son los constructores de esa pista (…) para facilitarle el acceso a los pueblos y poder tener su misa el domingo y a su padrecito, que les lleva medicinas y cuando hay un caso urgente lo transporta en su “pájaro” a un lugar donde puedan encontrar intervención médica. Pistas peligrosas construidas en las cimas de los cerros para este moderno misionero que lleva la Fe y la doctrina cristiana a 90 kilómetros por hora”.
Tomás Montero no esconde su entusiasmo por el personaje. Aporta datos concretos, como que en la bitácora del piloto están registradas 700 horas de vuelo, en las que se calcula haber recorrido 8 mil kilómetros. En su registro, el cura les muestra haber transportado cinco enfermos a Tepic, 16 a Guadalajara, 8 al Teúl de González Ortega, 4 a Villa Guerrero, Jalisco, y 15 más a pueblos y rancherías. “El padre Jiménez lleva la fe de un punto al otro sin desmayos, sin flaqueos y afrontando los peligros (…) En cuanto el avión del sacerdote vuela sobre los pueblos, las aldeas y las rancherías alejadas, los niños y los muchachos se precipitan a recibir al sacerdote y besar la mano que ha sostenido firmemente los mandos de su avión”. También lo sorprende por su habilidad en el manejo de una motocicleta: “Y al terminar nuestro día con él, nos da la sorpresa final al verlo abordar su motocicleta para alcanzar a llegar a su “base”: la parroquia, a tiempo de rezar a sus fieles el santo Rosario”. Luego la despedida: “Volteando su cara morena nos dirige una sonrisa y al agitar su mano un saludo. Se aleja entre la vereda de la sierra este capitán, modelo de hombre que nos ha enseñado a muchos kilómetros de nuestra casa, cómo se puede servir a Dios, sirviendo al prójimo”.
Poco tiempo después de la publicación en Impacto, en la revista Mañanaapareció una entrevista al fotógrafo en la que platica los entretelones de su fotoreportaje del sacerdote-piloto aviador: “La vida por una foto”, es el título y la fecha, 1951. La historia del cura Emeterio consta de 17 negativos fotográficos, me comenta Martha Montero, quien añade un dato que hace más relevante el texto periodístico. “Mi abuelo quiso comprobar con sus propios ojos la labor de ese cura, pero lo hizo con grave riesgo de su salud”. Tomás Montero necesitaba de una dosis diaria de insulina, pero el día que llegó a San Martín de Bolaños había olvidado su medicamento. Aun así se quedó dos días para convivir con el sacerdote de la montaña. Martha Montero muestra curiosidad por ese personaje que conoce por fotos y por el texto que escribiera su abuelo hace más de 60 años. “¿Qué fue de ese cura?”, me pregunta… y yo me quedo pensando que quien se convierte en leyenda, casi siempre muere joven.
En San Martín hace un calor de los mil demonios. Sentados debajo de un árbol, la señora María de Jesús Arellano Cortez me sigue contando de ese padre “tan bueno” y “guapo” que un día, tristemente, falleció, al tiempo que se escucha la primera llamada con las campanas de la parroquia, ahí donde se encuentran los restos de Emeterio Jiménez Martínez. Estamos en los días previos a la fiesta patronal de agosto, el Señor de Santa Rosa. Por las calles hay “mucho gobierno”, dice la gente ante la presencia de decenas de policías estatales de Jalisco y a una partida de militares. Este pueblo ha sido caliente en cuestión de narcotráfico, y en el sexenio de Felipe Calderón se calentó todavía más. ¿Cómo habría actuado el cura en la actualidad ante este tipo de gente maldosa?
“Cuando murió”, dice la viejecita, “estuvimos de luto por cuatro años. Una tristeza generalizada, pesada, que se mantuvo en San Martín de Bolaños. Las noches eran de un silencio triste”. Los ranchos se vaciaron, todo mundo quería ver a su querido padre. Despedirlo. Su cuerpo estuvo dentro de la parroquia; fue un llorar dentro de la iglesia, en el atrio y las calles adyacentes. “Cuando estaba tendido, sentíamos que se nos había acabado el mundo”, la señora María de Jesús sigue recordando. “El señor cura muchas veces manifestó el deseo de morir en San Martín porque creía que sus feligreses harían oración por el eterno descanso de su alma”. Boletín, pág. 14. Emeterio Jiménez murió a las afueras de San Martín de Bolaños al desplomarse su avioneta el 15 de febrero de 1954, poco después de la una de la tarde. Tenía 44 años de edad. ¿Qué pasó ese día? Siempre le gustó la adrenalina. Jugaba a dar maromas en el aire con sus amigos pilotos de Guadalajara; a sus amigos del pueblo, como bien lo dice don “Nacho”, les hacía palidecer al dejar caer la avioneta de repente. Y tenía la costumbre de apagar el motor al aterrizar en San Martín, práctica bien controlada en su Piper 90… Como su pequeña avioneta le era insuficiente para cubrir el trabajo pastoral y su servicio social, compró una nave un poco más grande en 25 mil pesos. El 14 de febrero fue a Guadalajara a hacer el cambio y de regreso, al día siguiente, al llegar al pueblo, hizo lo mismo de siempre: apagar la nave poco antes de aterrizar…
“Como no conocía esa avioneta, por eso cayó, el pobre, sobre un pitayo. Su cuerpo y su ropa quedaron llenos de espinas”, dice la viejecita. El padre Narciso Chávez corrió hacia el lugar del siniestro y todavía lo encontró con vida. Ahí sobre el campo de su querido San Martín de Bolaños, como había sido su deseo, exhaló por última vez. Murió el hombre y comenzó la leyenda, de inmediato. Se dice que días antes del suceso, enfermo él, les comentó a las religiosas sonriendo: “No me quiero morir porque en el cielo no hay aviones, a no ser que se me conceda ir en mi avión al cielo”. Las madres le pidieron que las llevara consigo, pero el cura sólo le dijo sí a una de ellas; la misma religiosa que le acompañaba el día del accidente y que también falleció. Y al padre Chávez, de visita en San Martín, le comentó unos días antes: “Lo dejo en mi lugar, actué con todas las facultades que yo tengo… en una palabra: lo dejo como párroco”.
El cura Emeterio Jiménez Martínez sigue vivo en la mente de todas las personas de la tercera edad, las que lo conocieron y las que supieron de él de primera mano. Sin embargo, su imagen comienza a desdibujarse en la siguiente generación. Durante años se hacía misa los días 15 de febrero en el lugar donde murió, pero hace ya tiempo que se perdió esta tradición y entre los jóvenes es un ser del que escuchan mucho, pero conocen muy poco y les dice menos. Es una imagen irreal; contrario al sentir de las personas de 70 y más, para quienes lo irreal es tan cierto como los milagros que les ha hecho el cura. “¡A mi ya me hizo un milagro!”, me dice María de Jesús Arellano Cortez, “tuve perdidas unas arracadas durante un año, las buscaba y las buscaba, hasta que le pedí al señor cura que si estaban en mi casa, aparecieran. Y las encontré dentro de un colchón”. Otras personas cuentan de otros milagros.
La viejecita se confiesa, ya para despedirse: “Un día le pedí a Dios poder verlo. ¡Y ya lo vi! Fue en sueños. Con su traje negro, su sotana y la gorra. Lo vi en el campo, yo andaba cortando guamúchiles. ¡Ay señor cura, qué gusto de verlo!, le dije. Saliendo y bajando como los ángeles”.
(*) Francisco Vázquez Mendoza es investigador de la Universidad de Guadalajara y hace poco más de un año presentó una vasta exposición en torno al Cura Emeterio, resultado de sus amplios trabajos, en el Museo del Periodismo con sede en la perla del Bajío, con apoyo de su director, Víctor Ortiz Partida. La misma se inauguró recientemente en la Casa de Cultura de San Martín de Bolaños, conmemorando los 60 años del fallecimiento del sacerdote, lo mismo que para beneplácito de sus habitantes, que tan bien lo conocieron. Para el Archivo Tomás Montero Torres es un privilegio la colaboración del Maestro Vázquez Mendoza en este blog, lo mismo que haya tomado en cuenta imágenes captadas por Montero Torres para incluirlas en el montaje.
¿Alguno de ustedes puede imaginar vivir en una cueva? Yo veo estas seis imágenes tomadas por mi abuelo, Tomás Montero Torres, y se me despiertan muchas emociones. Primero, me impacta saber que esta familia no es parte de un pasado que quedó registrado, muy probablemente, con el afán de visibilizar una circunstancia que exigía mover conciencias, ¡y acciones! La pobreza en nuestro país se desparrama en números y modos de manifestarse; duele pensar que es un hecho que se nombra con estadísticas que deshumanizan, y que sus efectos nos han mellado como una sociedad que aspiraba a una calidad de vida que, si no es con todos, difícilmente podrá concretarse.
También trato de imaginar qué habrá sido de cada uno de los miembros de esta particular familia. En su precario vivir se perciben lazos complejos de cultivar. Hay una figura paterna que se impone, un afán por proteger a los menores, un orden minúsculo -un sitio para el anafre, para los petates, para los zapatos de calle, para el sombrero…-. ¿Qué alimentos sencillos se habrán cocinado ahí? Habitar en las entrañas de la montaña, ¿les brindaría una sensación de refugio? Surgimos de la tierra para retornar a ella; el tiempo de estancia aquí, no para todos es medido con la misma vara….
¿Hasta dónde habrán ido a abastecerse de agua? Ese líquido que apacigua casi cualquier sed, y ante cuya ausencia todos desfallecemos. Imagino que lejos, dada la dura resequedad que se adivina en techos, paredes y pisos de esa cueva, vuelta a fuerza de necesidad humilde casa.
Y aunque sobre los hombros frágiles la carga por nacer en medio de carencias es casi tan natural como la propia piel, la risa de los niños siempre es fácil, traviesa, cómplice… Ojalá además fuera pasaporte para otros universos, donde los sueños no se evaden al despuntar el día y los anhelos dan certezas.
Mirándolos a ellos también miro los ojos de mi abuelo. Tendría quizá mi edad -o poco más- cuando llevó su andar hasta la entrada de la cueva para presentarse con tiento, conocerlos, quizá compartir una tortilla con salsa, saberse los nombres, vibrar su corazón al unísono de ellos… Apachurrarse un poco el alma antes de hacer las fotos.
¡Ah, esta imagen! Pienso que la tomó al final, ya por irse. Esta mujer sola y firme, guarecida dentro de sí misma con el rebozo extendido, mirando su presente y, quizás, deseando otro futuro para sus hijos.
En el Municipio de Acámbaro, perteneciente al estado de Guanajuato, existe un poblado de nombre Iramuco en el que habitan poco más de 61 mil personas. Como en muchas otras poblaciones del país, sus habitantes celebran los días santos de la Semana Mayor con una representación de la Pasión de Cristo en la que participan activamente, ya sea interpretando algunos de los personajes -cabe destacar que los principales están simbolizados en las propias figuras de bulto de la Iglesia- o como fieles que en la contemplación y la fe acompañan el acto.
En 1951 Tomás Montero Torres fue ahí con una misión: efectuar un reportaje gráfico de esta tradición. Captó cerca de un centenar de fotografías, una serie que hace palpable su destreza para contar historias visuales; porque era lo que más le gustaba según sus tarjetas de presentación, serreportero gráfico. La época dorada de las revistas ilustradas de México quedó atrás, y ahora es raro ver conjuntos grandes de fotografías mostrando un hecho o contándolo por sí mismas, así que compartir la mayor parte de ese reportaje gráfico bien puede considerarse un lujo.
Narrar una historia exige destreza y conocimiento. Hacerlo visualmente, también. Tomás Montero perfeccionaba continuamente sus habilidades en el uso de sus cámaras, su relación con la luz, el oficio del cuarto oscuro… Pero -por lo que este extraordinario reportaje muestra- también acudía a los hechos con la información necesaria para adelantarse a los acontecimientos y capturar las imágenes precisas, para contar con fotografías de cada fase de la historia, para tener la certeza de poder reconstruir más adelante todo el hilo narrativo.
Buscando en este 2012 información sobre la Semana Santa en Iramuco -que continúa siendo la principal fiesta religiosa del lugar- es visible una mayor vistosidad en los recursos escenográficos y de vestuario, la presencia de hermosos arreglos florales e incluso la participación de personas en lugar de las figuras extraídas de la Iglesia en algunas de las escenificaciones… También hay cambios notorios en los espectadores, donde además de los residentes se mezclan visitantes y migrantes que retornan para estas fechas: predominan las miradas curiosas y han desaparecido las mujeres cubiertas con rebozos de fino hilado.
Dar marcha atrás en el reloj y ver los rostros participantes de ese 1951 registrado por Montero Torres a lo largo de varios días, es al mismo tiempo contemplar otro México, de una sencillez robusta y una introspección que ha ido revelándose con el tiempo…
Judas y las 30 monedas que dan paso franco a los soldados
Cambio de ropajes y su apresamiento
Al siguiente día lo llevan con Poncio Pilatos para que decida qué hacer, pero como es bien sabido él prefiere lavarse las manos…
Los soldados vuelven a llevárselo
Comienza el martirio de la cruz y las caídas, en este caso acompañado por niños ángeles
María Magdalena se acerca a él para refrescarlo y su imagen santa queda plasmada en el lienzo
En este peregrinar no va solo, le acompañan cientos de fieles…
No pueden faltar las imágenes de sus padres, que afligidos lo acompañan a lo largo del Via Crucis
El púlpito del sacerdote también es llevado en brazos por los fieles, para que a lo largo de la jornada les recuerde el significado de cada acto…
No existe nadie ajeno a esta Pasión celebrada en Iramuco, Guanajuato… La participación de todos es esencial para el fortalecimiento de la fe…
Ver desde la comodidad de este árbol, casi diseñado para ello…
Las mujeres de Iramuco, de esa mitad del siglo XX, tienen un papel principal. Una fuerza redentora que sin duda transmitían a sus familias… Mujeres niñas, mujeres penitentes, mujeres de rebozo, veladora y rezo…
Esta hermosa niña ángel cuida del Cristo y lo refresca
Muchos rostros de dolor se conduelen en esa empatía hacia el Cristo próximo a crucifixar
Entre los pobladores asistentes destaca el grupo responsable de acompañar con música La Pasión… Cabe destacar que aunque son “músicos de pueblo” eso no hace mella en su preparación: el director marca los compases con tiento y pequeños niños ayudan portando las partituras, de modo que cada músico pueda ejecutar su instrumento con maestría… Aquí, una vez más, el saber ver bien de Tomás Montero, y su acercamiento respetuoso al fotografiar, otorgando visibilidad y dignidad en el acto.
Llega el momento de la crucifixión, y aunque hay que poner una corona de espinas y clavar, las manos que lo hacen muestran la misma ternura que el rostro atento y generoso de quienes lo hacen…
¡Cuántos se requieren para clavar a un solo hombre en la cruz!
Seriedad, dolor, respeto… Sencillez en el recuerdo anual de La Pasión de Cristo…
En el Templo de San Jerónimo de Iramuco, Guanajuato, las ofrendas y los adornos que perpetuarán por unos días la intensidad y el sentido de la fiesta. Otro Cristo permanecerá en ella a lo largo del año, con la corona ya inserta a su figura doliente…
El poblado volverá a llenarse de quietud, y el árbol, retomada la tranquilidad de su sombra, seguirá creciendo bajo el sol…